Sábado, 20 de enero de 2007 | Hoy
En la peatonal de Gesell, actores, magos y malabaristas, herederos del circo criollo, ofrecen funciones “a la gorra”. Algunos alternan su trabajo aquí con temporadas en el verano europeo.
Por Carlos Rodríguez
Desde Villa Gesell
Cuatro botellas sirven de incierta base. Sobre el pico de cada una de ellas se asientan las patas de una primera silla. Es el esqueleto de la silla, ya que le falta el asiento propiamente dicho. Una segunda silla se funde con la primera, en forma inversa a la posición normal, para conformar –las dos– un rectángulo en cuyo extremo más elevado el artista se para de manos. Manic Freak, el “pequeño payaso”, recibe la ovación que corona su show, el más cautivante de los muchos que se ofrecen en la peatonal 3, a razón de dos funciones “a la gorra” por espectáculo, cada noche. Todas las actuaciones, pero en especial las que realiza José Ignacio “Nacho” Rey (Manic Freak), son seguidas por un público que llena la calle, algunos sentados sobre una alfombra “preferencial” tendida en el suelo por los artistas, las veredas y hasta los techos cercanos. A los actores de la calle se los llama “buscas”, porque buscan monedas y algo de fama. Varios de los que actúan en Gesell, el Rey Nacho, el mago Adrián Conde, o la pareja formada por Fernando Capuzzi y Xenia Tartán, parecen haber encontrado más de lo que buscaban. Hoy viven de su arte callejero, alternando entre Argentina, España y otros países de Europa.
Nacho Rey se transforma para su actuación, apoyada por una más que correcta “Orchesta Típica” de tres ejecutantes, Ricardo González, Natalia Caggiano y Federico Galván, que con guitarra, saxo y flauta acompañan cada uno de los movimientos de la figura central. El personaje es mudo, pero se comunica con el público con sonidos guturales y gestos. Cuando lo miran incrédulos, hace que se enoja, refunfuña como marrano y al final lo entienden. Nacho tiene la capacidad de crear una máscara, sin máscara. Sus ojos se vuelven saltones, su cara parece la de un chico entre tonto y malo que gruñe a lo Pato Donald, pero simpático. Luce su peinado, como el de Krusty, el payaso de los Simpson, levantado en los costados, como dos orejas suplementarias. Cada gesto despierta carcajadas.
El show es cortito, pero muy efectivo y profesional: juega con tres bolas transparentes que se pasean por todo su cuerpo como si formaran parte de él o con una botella semivacía de agua mineral que evoluciona de su pie izquierdo a la cabeza, con la precisión que sólo podría darle el mismísimo Diego Maradona. Después viene el equilibrio sobre su baúl de magia, las botellas, las sillas desfondadas, hasta tocar, con los pies en alto, los cables que cruzan la peatonal 3. Todo sin red y marcado por la música de fondo, exacta como en las películas mudas de Buster Keaton. El cierre tiene el fondo musical de “Balada para un loco”, en la voz del Polaco Goyeneche, y con el único parlamento del artista, que volvió a tener el rostro del Nacho Rey real: “Le dimos lo mejor en un espectáculo equilibrado para sobrevivir el desequilibrio de un mundo lleno de desigualdades”.
Como si formaran parte de un show coordinado por el mismo productor callejero, cuando termina uno, comienzan los otros, todos inspirados en la tradición del circo criollo, el histórico, el de los hermanos José y Gerónimo Podestá. El mago Adrián Conde basa su intervención en los trucos y las bromas, compartidas, con el público convertido en su complaciente partenaire. El también, como los otros, trabaja durante el verano en España, donde –afirma– “el espectáculo callejero tiene una tradición y un respeto que todavía no alcanza en la Argentina. Allá, todos nosotros podemos actuar también en espectáculos privados o en circuitos culturales oficiales, porque nuestro trabajo es muy profesional, por más que para nosotros, lo central, es la calle, el contacto directo con la gente. Somos profesionales y nos consideran como tales”.
Conde tiene su centro de operaciones europeo en Asturias. En su espectáculo es payaso, mago, malabarista y en el cierre apaga con la boca una antorcha encendida. “Nosotros podemos decir que vivimos de esto. En Gesell hacemos dos funciones diarias, por la noche, pero también recorremos otros lugares del país y tenemos lugar en algunos circuitos públicos. Es importante llamar la atención de gente que pasa, que puede seguir su camino cuando quiera y que sin embargo se queda para ver el show. Una vez que lograste eso, lo demás es más fácil porque tenés un público que para verte, antes pagó una entrada”.
Fernando Capuzzi se recibió de profesor de educación física y en eso estaba cuando tuvo que animar una fiesta escolar de fin de año. Allí se encariñó con la actuación y se largó a la calle con un show que combina acrobacia, baile y toques de humor. Como todos los otros, para el show monta un escenario con parlantes, música y alfombras para los primeros que llegan.
Su compañera es Xenia Tartán, bailarina. Se conocieron en una escuela de circo criollo, se enamoraron, y ahora, ellos también, trabajan aquí y en Europa. “La calle nos ha dado todo. La posibilidad del contacto con la gente, de aprender mucho más que cuando actuás en un lugar cerrado y la posibilidad de viajar por el mundo. Algo que parecía impensado hace unos años, pero que lo hemos logrado”, dice ella mientras se para en puntas de pie para iniciar la próxima función. En las calles de Gesell, los artistas vagabundos tienen tanto o más éxito y popularidad, aunque efímera, que las figuras consagradas por el cine o la televisión.
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