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Suiza

Hubo 5400 inscriptos. Sólo 1400 fueron acreditados. Cada uno traería su DNI (o equivalente) que lo identificara. Todos lo trajeron. Se suponía que no habría demoras. No las hubo. Se suponía que no sería burocrático el trámite para acceder. No lo fue. Se suponía que no habría personas VIP que tendrían acceso asegurado. No los hubo. Se suponía que las sesiones empezarían a las 9 de la mañana. A las 9 en punto se apagaron las luces. Se suponía que la gente desactivaría los celulares (o los pondría en vibrador). Y en 12 horas no sonó ninguno dentro de la sala. Se suponía que los oradores hablarían 18 minutos cada uno. Y así lo hicieron. Todos. Sin excepciones. Se suponía que la gente dejaba el auditorio para que pudieran limpiarlo en tres oportunidades. Nadie se podía quedar. Nadie se quedó. Se suponía que nadie podía reservarle el asiento a nadie. Nadie lo hizo. Se suponía que no habría preguntas desde el público. No las hubo. Se suponía que nadie entraba mientras alguien estaba disertando. Nadie lo hizo. Las “reglas del juego” las propuse casi con mis primeras palabras. Hicimos un acuerdo tácito entre todos. Fue curioso: lo cumplimos. Me fijé bien. Fue en Buenos Aires. Por doce horas, parecíamos suizos. ¿Cómo? ¿Se podía entonces?

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