SOCIEDAD › OPINIóN

Carne argentina

 Por Marta Dillon

“Estás muy linda”, dice él según la traducción de los lectores de labios y de eso se trata un exceso, dicen los traductores de protocolo real para la plebe que lo mira por tevé y en continuado, pantalla partida con el acto de la CGT en ventanita pequeña y campera de cuero contrastando con vestido de Alexander McQueen –sencillo, dicen– y charreteras doradas para los caballeros que hacen gala de pasión con un cumplido digno de matiné de sábado cuando los cines daban dos películas y la chaperona relojeaba el destino de las manos en el apoyabrazos lindante. Vaya con los excesos de la corona que más tarde o más temprano se derramarán en bombas en algún país poco civilizado y con menos tradición para el carruaje. “Si quieren venir que vengan, les presentaremos batalla”, es la música de fondo de los arbolitos artificiales de la Abadía de Westminster con la figura dislocada de nuestros soldados mutilados soportando la bravuconada con sus cuerpos. No hay por qué ponerse dramática, se trata de la puesta en escena del amor romántico a escala global: el príncipe por fin encontró la horma del zapato en el pie de una lady con sangre popular aunque lo de popular habría que ponerlo en duda porque en algún lado se habrán encontrado y no fue exactamente en la calle. Si quieren venir que vengan, aquí estaremos mirando lo que no tiene nada para ser visto y menos para ser relatado aunque igual se hilvanan los relatos sobre el escote, la sonrisa a destiempo, los dos besos dados en el balcón que transmiten menos calor que la piel de un reptil con el que tal vez se hayan hecho los zapatos de la afortunada ayer llamada Kate y ahora Catalina, que es un nombre más imperial y más a tono a las circunstancias. Si quieren venir que vengan, que tenemos mucho para decir de los vestuarios, de las invitadas, de los invitados y del desfile de aviones que surcan cielo inglés y escupen como palomas un resto de excremento sobre la mirada de vaca de quienes hoy no fuimos al centro de Buenos Aires –es que acá estamos no más– porque la amenaza parda de la invasión de cabezas negras nos iba a hacer pasar una tarde de perros. Si la amenaza fue en continuado también la promesa de que los cuentos de hadas existen, ¿o no hay una princesa argentina entre las cortes reales? No, reales no es de realidad, es de realeza nada que conozcamos desde que nos negamos a una monarquía latinoamericana y desde que, vaya estupidez, resistimos a agua y aceite, según el cuento infantil, a adoptar como lengua madre la lengua universal que tal vez ahora seríamos una nación tan próspera como Australia, con el mismo clima pero con sueldos promedios de 3 mil dólares mensuales y aumentando. Pero olvidemos por un momento las heridas de guerra, olvidemos eso que Alejandro Tantanián pone tan bien en escena, el sueño de la “Argentina potente” con su falo enhiesto como el Obelisco obligando a los principitos a poner pies en polvorosa de nuestros mares australes para poner a salvo sus retaguardias. Dejémonos tentar por la boda, la boda real, los cientos de comensales, la coreografía del saludo y el calambre en el brazo de Catalina. ¿O no es lo que sueña toda mujer? ¿Ah, no? ¿Y entonces no hay que creerles a los comentarios que llenan de letras las páginas de Internet? También dicen que hay desilusión por el vestido de la novia, que no es tan suntuoso, dicen que dicen las mujeres, ojito, no los hombres, las mujeres, las boludas, bah, con perdón del exabrupto, pero así aparecemos en las crónicas, las que suspiramos, las que comentamos, las que añoramos un destino de Máxima aunque Zorreguieta haya sido parte del clan de los tiranos antes de poner carne argentina a disposición de la flota británica, pero al mismo tiempo en que la carne argentina se cocía en el metal donde rechinaba la picana. Volvemos al dramatismo, qué falta de tacto, justo el día de la boda que encandila, parece, a las transmisiones locales de tevé, que pone en escena la civilización de las banderitas agitadas como abanicos contra el choripán que humea en la 9 de Julio, tan plebeyo y tan sustancioso y tan mersa. ¿Qué nos encandila? ¿El cuento hecho realidad, la chica de la calle que se transforma en princesa, el amor que rompe el protocolo en una frase tan estúpida como “estás muy linda” para consagrar el protocolo de la pasión que lava más blanco? Y eso que venimos de grandes y mejores bodas en este pobre país del sur que ha hablado de amor sin pausa y sin respiro para consagrar a las parejas del mismo sexo inmoladas en el altar de las promesas eternas que todos y todas sabemos que no son tan eternas aunque también podríamos hacerle la zancadilla a esa realidad del amor cotidiano y soez que se hace de acuerdos y desacuerdos, de cuentas por pagar y lunas de miel que duran una noche. Tal vez se trate de eso esta pasión por ver en directo lo que no se ve, de remojar en las aguas del olvido lo que les cuesta a las mujeres reales el cuento del amor romántico para no hacer el recuento de cuántas han perecido por creerse la ficción de la reconciliación que dibuja la espiral de la violencia y quedarse con las flores que se traen para tapar las heridas y se marchitan tan pronto que apenas dan tiempo para tomar aire antes del próximo golpe. Si quieren venir que vengan, todo lo que recordamos puede ser olvidado por un poco de glamour, un toque de distinción, una nostalgia de lo que nunca ha sido ni será. Si quieren venir que vengan, no presentaremos batalla, porque la batalla nos ha costado demasiados hijos, maridos y hermanos y entonces mejor dejarnos arrastrar por la cadencia de la mano de la plebeya que fue besada no una si no dos veces por el príncipe sapo que no será más que lo que es pero que el cholulismo de turno hasta lo verá guapo porque eso es lo que corresponde a un príncipe. La carne argentina no estará en el campo de batalla, tal vez se acomode ahora entre los pasos del menú real, perdón, Real, bien rare, roja, sangre argentina que en su modorra de viernes tomado por la prole trabajadora apenas si late de ilusión por un cuento de princesas que tiene poco para relatar y mucho para anestesiar. Anestesia, eso es lo que exige el dolor y de eso bebemos frente a la pantalla partida de un televisor que contrasta campera de cuero, gorro, bandera y vincha con vestido de Alexander McQueen y traje de charreteras.

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