SOCIEDAD › EL MUNDILLO DE LOS QUE RECORREN LAS FERIAS TODOS LOS FINES DE SEMANA

La adicción de buscar oportunidades

 Por Mariana Carbajal

Hay quienes buscan antigüedades o equipos de audio para revender. Son los compradores de oficio. Pero la mayoría de los que se meten en casas ajenas en busca de oportunidades, cachivaches o algún objeto que los seduzca son amateurs, gente de buen poder adquisitivo –ahora sin demasiado efectivo por culpa del corralito– que se autodefine como adicta a las ferias americanas. “Es un vicio”, admite Susana Páez, 70 años, de Núñez. “Somos adictas”, coincide Adriana, una psicóloga de 60 que vive en Martínez y prefiere guardar su apellido en el anonimato.
Adriana siempre va a las ferias con otra amiga y colega con la que comparte el hobby. “Empecé a ir hace muchos años. Alguien me llevó y me pareció divertido. Después dejé y volví hace un par de años. La esencia es la sorpresa. Y la gracia es ir con otra persona. Los que van de oficio a las ferias nos toman en pelo. Dicen que compramos cosas absurdas”, cuenta Adriana. Algo de razón tienen. Y Adriana lo sabe y se ríe de sí misma. El último fin de semana fue con su amiga a una feria que se hizo en una casa de San Isidro Chico y se compró un arbolito de Navidad. “Un cono lleno de hilitos dorados y lucecitas adentro, lo más inútil que puedas imaginar. Pero no pude resistirme”, reconoce, muerta de risa. Una vez, recuerda, fueron a la casa de una ceramista y Adriana le compró un maniquí con las piezas del cuerpo de cemento. “Lo tengo en el jardín, entre las plantas, una pierna por un lado, un brazo por el otro....”
En una época, Adriana estaba obsesionada con la vajilla. “Los juegos de platos lindos me pueden. Debo haber comprado cinco”, reconoce. Ahora, en tiempos de vacas flacas, achicó su presupuesto. En la última feria a la que fue también compró dos pipas para su hijo a 5 pesos cada una, una pieza de caracol fosilizado y un portavela para su hija “que queda lindísimo” a 2,5 pesos. “Mi marido odia que vaya. ‘¡Qué vas a tirar!’, me dice, pero a mí me divierte ir y me despeja el mate”, dice Adriana. Sus dos hijos, de 34 y 23 años, suelen ser, ahora, los destinatarios de sus adquisiciones, igual que sus nietas, a las que les obsequia cocinitas, barbies y otros juguetes, todos adquiridos en las ferias.
Los adictos a las ferias son hombres y mujeres, profesionales en actividad o retirados, que más que un televisor de ocasión y a buen precio, buscan extravagancias y entretenerse. Su nivel de vida puede deducirse por los autos, generalmente importados, con los que llegan al domicilio de la venta.
Adriana y su amiga, como otros tantos viciosos de este tipo de compras, lo primero que hacen el viernes y el sábado a la mañana es leer el rubro 5 de los clasificados para ver qué les depara el destino. Y entre las ofertas de ferias americanas eligen la que, por la variedad y tipo de objetos, les convence más. Y para allá rumbean. En la cola para entrar encuentran siempre a los que buscan antigüedades para revender, que madrugan más que ellos por temor a perderse un buen negocio.
“A mí me divierten cosas muy antiguas. Muebles nuevos, no”, aclara Adriana. Le atrae comprar frasquitos de bronce con baño en oro. “Me encanta darles lustre. Ver cómo van tomando forma, descubrir el mundo amoroso del otro que ya no le sirve. Me imagino la historia detrás del objeto”, detalla. Susana Páez, otra adicta, también prefiere antigüedades, pero antes que objetos, en las ferias busca conectarse con gente, conversar. “Voy para charlar”, cuenta a Página/12. Ella compra por encargo o para regalar. “Es una oportunidad para tener cosas buenas –dice Susana-. Aunque antes había objetos y muebles de más valor, hay cosas hermosas.
Mis hijos se han ido armando sus casas con lo que yo les he comprado.”

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