Viernes, 9 de febrero de 2007 | Hoy
Los vecinos de Villa Soldati cortaron avenida Cruz en protesta por el anuncio del traslado de 468 familias de Villa Cartón a un predio ubicado frente al barrio. Brotes de odio y xenofobia. El terreno era un yuyal y habían iniciado los trabajos de limpieza.
Por Horacio Cecchi
“Ahora sí que basta”, parecían decir con sus dos neumáticos bonzo dispuestos como un corte (piquete de clase media) sobre Cruz y Varela, más sobre la primera, cortando el tránsito en el bulevar y dejando liberada la segunda. En la esquina de ambas avenidas, dos cuadras hacia el Riachuelo hasta Fructuoso Rivera, entre Varela y Castañón, se despliega la supuesta piedra de las rencillas: un terreno de cuatro a seis hectáreas, un campito o descampado, como quiera que se llame, un yuyal rodeado por una empalizada de ladrillos que hasta ayer impedía el acceso. Una topadora municipal y un boquete en la pared encendieron la mecha. Cincuenta vecinos, brotados de odio e indignación contra el otro ajeno y extranjero, emprendieron el corte, forzaron a que volvieran a tapiar el boquete y se mostraron dispuestos a que el predio fuera un yuyal de ratas antes que un vecindario venido a menos.
“Mirá si la ponen ahí. Yo me muero. Enfrente de mi casa. Me muero”, le confesaba la chica, que no llegaba a los 20 años, a una amiga. Se refería al plan del gobierno de instalar 468 familias de Villa Bajo Autopista, o Villa Cartón, como la conocen entre sus propios habitantes. Apenas las primeras imágenes de TV repitieron la noticia del incendio de la villa, el boca a boca de los vecinos de Soldati fermentó la idea de resistir a la pobreza de los otros. “Es un incendio hecho a propósito, no me vas a decir a mí –aseguraba a los gritos uno de los vecinos más enardecidos–. Le prendieron fuego para venir acá.”
“Ya estamos podridos de tanta villa –gritaba una mujer desaforada y rubia, que no quería dar su nombre de pila–. Poneme Ana, de Soldati. No podés viajar de noche porque te roban. Te parece poco, ¿eh? No queremos extranjeros. Te parece poco, ¿eh?”
Otra mujer, con acento extranjero, de piel blanca y acento eslavo, aclaró: “Yo soy extranjera, pero trabajo”, dijo, indignada, mitad por el esfuerzo de establecer una línea divisoria que la diferenciara de los otros (extranjeros) para poder ser de unos (nacionales), mitad porque los gritos de su vecina desaforada sin proponérselo, sin siquiera saberlo, la señalaba. Otra mujer, joven, quizá peruana, Katia dijo llamarse, también sintió la necesidad de argumentar. “Soy extranjera. Mis padres laburan –dijo– desde muy temprano. Me parece muy injusto. Todos queremos tener una vivienda, pero tenerla con trabajo, ganándola y mereciéndola. Todos queremos y tenemos derecho a que nos den una casa.”
A media tarde, el calor de los dos fogones recalentaba los ánimos. Era curioso ver a los vecinos traicionados por su propia falta de hábitos en cortes, apenas con un cartel de media tarde y de improviso (no una sábana sino un plástico pintado), un par de patrulleros casi protectores, un par de policías de la 36ª de civil intentando provocar algún disturbio y la columna de autos que se formaba por el corte que no era piquetero.
Hasta ayer, un muro de ladrillos de unos dos metros de altura impedía el acceso al terreno. Casualmente, las dos paredes que dan al cruce de Varela y Cruz ayer estaban blanqueadas a la cal y sobre el blanco un celeste muy argentino rezaba “Telerman”. A unos veinte metros de la esquina, sobre Cruz, se descubrían las huellas de la topadora. La pared había sido volteada. Por allí la cuadrilla de obreros ingresó la topadora para que nivelara el terreno. Por la tarde, la presión de los vecinos obligó a que los obreros retiraran la máquina. “Querían cerrar con tablones de madera, pero nosotros exigimos que fuera una pared de ladrillos”, aseguró un vecino, orgulloso de una primera victoria.
“Es injusto que el gobierno les dé a unos y no les dé a otros. Nuestros hijos también quieren tener una casa”, reclamó la extranjera de acento eslavo que intentaba disimular su acento. “Basta de villas por votos. Queremos seguridad. Los vecinos”, decía el único cartel de plástico con letras rojas que había llegado a media tarde y empezaba a abrirse en el bulevar que separa en dos a la avenida Cruz. De un lado y del otro, sobre la calzada, los vecinos hacían corrillos muy cerca de los dos neumáticos bonzo. Se escuchaban comentarios sobre lo que habían escuchado uno y otro, el reclamo hacia los políticos, la convicción de que todo se trataba de una movida para comprar votos.
A medida que se calentaban los neumáticos bonzo, las críticas, el nacionalismo barato y los lugares comunes se multiplicaban y elevaban de tono. “Decime –preguntaba un vecino sin preguntar–, ¿cuándo viste un argentino en una villa? Yo no tengo nada contra los extranjeros, pero en las villas son todos extranjeros.”
Entre los vecinos, el eje del reclamo se concentraba en el miedo, y el miedo se sostenía, en buena parte, en desconocimiento o información incorrecta. La versión más difundida en el corte era que no cabía ninguna duda de que el incendio en Villa Cartón había sido provocado para ocupar el predio. “¿Cuándo viste que en un incendio tengan tiempo de sacar las heladeras?”, preguntaba un vecino y otro, insidioso, agregaba: “Televisores plasma sacaban, y yo no tengo ni para comprar un blanco y negro”.
Pero también circulaba en forma insistente la idea, errónea (ver recuadro), de que el predio había sido entregado a los habitantes de la villa después del incendio, y que el gobierno lo estaba cediendo pero jamás lo había adquirido. Cediendo, y peor que nada, a extranjeros.
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