Domingo, 7 de junio de 2015 | Hoy
> ENTREVISTA A DOLORES FONZI
Por Mariano Kairuz
Como se trata de un título de difícil traducción, para su circulación internacional La patota fue rebautizada Paulina. Es decir, con el nombre de la protagonista. Según contaba Mitre semanas atrás, en una entrevista previa al estreno en Cannes, Paulina siempre fue un título apropiado, porque la película es ella. Siempre fue esencialmente su protagonista, su heroína/víctima, “la que le pone el cuerpo”, desde que arranca la narración hasta el final. Y Paulina es Dolores Fonzi y no es posible apreciar la fuerza dramática que alcanza la película sin apreciar su interpretación, tal como quedó reflejado en las reseñas internacionales. “Hacía falta una actriz extraordinaria para hacer de esta película algo que no fuera simplemente un alegato político en favor de los marginados”, se lee en Le Monde. Bajo el título “La bella obstinación”, Julien Gester escribió en Libération: “Paulina es de una terquedad que la excelencia de Dolores Fonzi encarna maravillosamente con su mirada tensa”. Sin dejar de hacerle algunos cuestionamientos a la película, en su artículo para Variety, también el periodista Ben Kenigsberg habla de la “actuación feroz de Fonzi”.
“Me parece que la película enciende un debate que a esta altura ya no debería ser debate”, le dice a Radar la actriz, volviendo sobre las elaboraciones que realizó para componer a su personaje, y recién llegada de las grabaciones de La leona, la novela protagonizada por Echarri y Dupláa que saldrá al aire en la segunda mitad del año. “Una persona que atraviesa una situación como la de Paulina no puede ser juzgada por nadie, porque es una situación absolutamente íntima. Cada evento violento es único, y una mujer sólo debe hacerse caso a sí misma, decidir qué es lo cree conveniente para ella. Yo entiendo las reacciones que provoca, porque al principio yo misma no entendía por qué Paulina hace lo que hace. Pero encontré una clave en una de las películas que me pasó Santiago para ayudarme a preparar el personaje, El hijo, de los Dardenne. El protagonista de El hijo se relaciona con el asesino de su hijo de una manera obsesiva. Lo sigue, le da trabajo, se lo lleva de viaje. Un día su ex mujer se vuelve loca: ¿Qué estás haciendo? ¿Por qué?. Y el tipo responde: No sé. Esa es su única respuesta. Y es que no sabe, pero no puede evitarlo; él lo vive de esa manera y ésa es su experiencia. Y Paulina también dice: No sé. Uno puede no saber de dónde sale ese impulso. A una persona que ha atravesado un trauma no se le puede decir qué hacer, sólo se la puede acompañar.”
El lanzamiento internacional de La patota representa para Fonzi la consolidación de su regreso. Tras un tiempo alejada del trabajo actoral y dedicada a la maternidad, reapareció, con ímpetu, en múltiples proyectos: en teatro, en televisión (en Graduados y uno de los protagónicos de En terapia) y, en especial, en cine: en un lapso de tres años habrá estrenado El campo (de Hernán Belón), El crítico (Hernán Guerschuny); ahora La patota y en unos meses más la española Truman, de Cesc Gay y con Ricardo Darín. Aunque sus orígenes son televisivos (Verano del 98), siempre fue una actriz de cine y no tardó en ser convocada por algunos de los directores más importantes, tanto del costado más industrioso como del más independiente, del panorama contemporáneo: Marcelo Piñeyro, Luis Ortega, Damián Szifron, Fabián Bielinsky (y Adrián Caetano, aunque en tv: Disputas). Sin embargo, y aunque ya había estado en Cannes con Salamandra (Pablo Agüero, 2008), hay, desde el paso de Paulina, personaje y película, por la Costa Azul, cierto consenso respecto de que este puede ser momento de su consagración, la hora de revelarse al mundo.
Y no cuesta ver qué es lo que encandiló a la prensa internacional: la combinación de un destello de belleza clásica y una entereza de carácter en su personaje, que remite, de modos diversos, a los referentes que Mitre le acercó para componer a la protagonista (entre ellos, la Ingrid Bergman de Europa ‘51, de Rossellini). Fonzi encarna a su Paulina con espíritu de resistencia, una actitud defensiva y alerta –la de quien sabe que tendrá superar numerosos obstáculos para avanzar en el camino elegido– desde el minuto uno; desde la primera escena, desde antes del episodio violento y traumático sobre que el que se articula la historia. Con gesto rígido y los ojos bien abiertos, expectantes, se pone al frente de su primera clase en la escuela rural en la que se involucra contra la voluntad (y los atendibles argumentos) de su padre; al frente de un alumnado que la recibe con la desconfianza que les inspira, naturalmente, otra-chica-rubia que llega de la ciudad a impartirles su discurso sobre derechos humanos, soberanía popular y democracia, a un grupo de empobrecidos descendientes de guaraníes. Luego habrá de hacer frente a otras resistencias (y prejuicios): las que le opone su entorno, y también las del espectador, que puede verla con la misma perplejidad e inquietud; como quien observa a alguien que, en su intransigencia, comienza a perder la cordura.
En la película se plantea que hay un plano individual irrenunciable, pero también uno social: tal como le indica el padre a Paulina, la denuncia de una violación puede ayudar a prevenir otros ataques.
–Lo que pide Paulina es que nadie se meta, que la dejen encontrar su propio ritmo. Y se opone al orden establecido al pedir que el compromiso sea de todos: lo que propone es no más violencia para nadie. Ni para las mujeres, ni tampoco de la policía para sus agresores: la espiral de violencia se termina acá. Claro que es raro de entender; porque su certeza no tambalea ni cuando es ella misma la víctima. Se trata del rol de la mujer libre, de la soberanía sobre su cuerpo, y la decisión de no limitarse a ser una víctima. Lo que es muy loco es que eso todavía sea algo que genere molestia e incomodidad.
La de La patota fue, recuerda, una experiencia de rodaje dura y a la vez feliz. La escena particular de la violación fue, “en lo práctico, algo muy físico y coreográfico. Ensayamos mil veces con una bailarina, una chica que tiene el cuerpo súper entrenado y que les daba indicaciones a los chicos sobre los movimientos: hasta acá hacen esto, acá dan vuelta a Paulina, y así. Y después es el texto, y los gritos y seguir los movimientos, y lastimarse un poco: tragué mucho polvo, me raspé las rodillas. Es muy fuerte hacer una escena así, pero a la vez pasó algo muy impresionante: a pesar de lo intenso y lo oscuro que era lo que estábamos filmando, de la concentración que requerían algunas escenas, fue un rodaje muy alegre. Había una gran energía, y se terminaba de filmar y lo primero que hacíamos era tomarnos una cerveza helada. La pasamos muy bien; parece una locura pero tengo entendido que así eran los rodajes de Bergman: mucha concentración e intensidad a la hora de rodar las escenas, pero fuera de cámara una joda constante. Fue una de las filmaciones más divertidas que viví”.
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