Martes, 13 de septiembre de 2011 | Hoy
UNIVERSIDAD › LA PARTE DEL LEóN > DOS REFLEXIONES SOBRE EL LEGADO DE ROZITCHNER
Por Gregorio Kaminsky *
Hacer memoria no es, usualmente, mi fuerte. Es más, desconozco si la memoria se “hace” o simplemente se “tiene”, si es un bien o un mal, un depósito o una fábrica, una virtud o un defecto, una gloria o una vergüenza, el enemigo o la otra cara del olvido. Pero atisbo modos de la vida, experiencias; sentidos que franquean el carácter neblinoso de la duda y la incerteza, acciones que no requieren fundarse exclusivamente con la evocación o el recuerdo. Esas experiencias son trazos vividos de existencia, vida compartida, por lo que no se hacen ni se tienen; es la existencia propia la que testimonia su presencia, aun en el estado un tanto culposo del olvido moral o gnoseológico. La experiencia vivida también dispone de una residencia ausente en la que puede existir. Desde allí, en la morada de la existencia experimentada o, lo que es lo mismo, experiencia existida-existente es de donde puedo evocar, hablar de León. Ni recuerdos, ni memorias sino existencia-experiencia pura, pero no con la pureza de los duros conceptos sino en el amasijo de los afectos y lo que ellos pueden testimoniar: su capacidad de afectar y ser afectados.
Años sesenta, tenía dieciséis o diecisiete años, yo no había concluido la escuela secundaria y, en medio de una universidad militarizada como antesala primera de lo que se convertiría todo el país, participaba del coro de Filosofía y Letras que ya había decidido separarse de la UBA y de la facultad homónima. Dirigía el coro José Antonio Gallo y lo integraban jóvenes universitarios, todos mayores que yo, algunos de ellos serían años después los integrantes de I Musicisti y luego Les Luthiers. Entonaba discretamente motetes y madrigales, me gustaba cantar Brahms, Mendelsohn y nunca el carnavalito quebradeño. Tras los ensayos, dos veces a la semana, casi todos íbamos a tomar algo al bar más próximo y allí se hablaba de música pero mucho más de política y de la universidad, en particular lo que había quedado de ella luego de la luctuosa Noche de los Bastones Largos.
Aprendí mucho con los afectos, de amistad, de música y, en la evanescencia de la memoria, recuerdo que me había conmovido lo que, en una charla de circunstancias, había contado un compañero. Comentó medio al pasar que estaba estudiando “magchismo” en un grupo de estudios. Fueron varios días, o mejor, no pocas reuniones en el bar los que me demoraron en descifrar qué era lo que estudiaba el compañero de coro y de qué trataban esos grupos. Sus problemas foniátricos se manifestaban en los ensayos del coro –lo advertía en el rostro de Pepe, el director–, pero no adivinaba de qué se trataba, en qué consistía el “magchismo”. Hasta que atiné a hacerle la incómoda, avergonzada pregunta. Me dijo que en los grupos de estudio se estudiaban los textos de Kagl Magx y eso, es de imaginar, antes que aclarar profundizó mis ignorancias. Todo esto me incomodaba porque sentía que ponía al descubierto mis adolescencias y colocaba al amigo en aprietos verbales.
Este laberinto semántico se disipó cuando, caminando por la calle y ante una vidriera de una librería, leí un nombre más o menos similar en la tapa de un libro: El Capital. A la siguiente reunión fui yo quien le preguntó, en aparente conocimiento de autor y libro, si en el grupo de estudio estaban leyendo El Capital. Su respuesta fue que hacía más de un año estaban estudiando un breve texto del mismo autor: los Manuscritos de 1844. Poco tiempo después fui y compré los Manuscritos; debí afrontar su lectura pero advertí –con los esfuerzos de la intuición que siempre merodean los esfuerzos del desciframiento– que ésa era la tarea en la que me embarcaba la próxima vida universitaria y política. Pasó poco tiempo más y le pedí al compañero el teléfono de ese profesor. Y, en otro poco tiempo, lo llamé. Tengo vagos recuerdos de los primeros encuentros, aunque de inmediato me incorporé a uno de esos grupos. Las reuniones de los grupos de estudio a los que frecuenté contaban con profesionales, especialistas de primer nivel en sus áreas de estudio. Allí comencé a conocer –debería decir: comenzó a resonar en mi cuerpo– la enajenación y el fetichismo, la dimensión del sujeto, la cultura, la ideología; comencé a comprender que no existían las duras equivalencias entre ser de izquierda y, por ejemplo, estar en el PC. Una experiencia, cuyos alcances son imprecisos, es la que vincula el judaísmo con una fuerte inflexión filosófico-cultural y no necesariamente una religiosa inscripción maníaco ritualista. Leíamos y estudiábamos los textos, charlábamos y discutíamos los acontecimientos de la época, siempre al calor y la vehemencia de sus propias ideas. Allí, así, conocí a León.
Se incorporaría Hegel a la lectura y, tiempo después, Freud, siempre con la óptica social, histórica, cultural que aún pocos autores habían provisto y que, con posterioridad, sus seguidores continúan desproveyendo. Es la época en que León escribía Freud y los límites del individualismo burgués, un libro que lo menos que podemos decir es que ha sido subutilizado por freudianos y marxistas. Un libro extenso y complejo, hasta de extenso y complejo título por el que muchos han creído que se trataba de un libro sobre el individualismo burgués de Freud. Es la época en que se radicalizan y polarizan las posiciones políticas. Es el tiempo de las vanguardias armadas, del militarismo y nuestras críticas a esos procedimientos. Tiempos de los imberbes peronistas.
Mientras tanto, en cuanto a mí ya había renunciado a la abogacía luego de un breve paso por esa casa mortuoria y estudiaba filosofía en la universidad, una filosofía poco asociada a lo que ya conocía del marxismo, salvo la Fenomenología del Espíritu, de Hegel, y algunos pensadores de Frankfurt que estudiábamos con Ansgar Klein, fallecido prematuramente. En los grupos, leímos y estudiamos al detalle los Grundisse, fueron los tiempos de mi viva adhesión a todo aquello que no tuviera siquiera algún tufillo estructuralista: para nosotros el ser social no estaba estructurado como un lenguaje saussureano, dicotómico y binario. Fueron tiempos tumultuosos.
Sobrevino la brutalidad militar. Vinieron luego los tiempos del exilio, él en Caracas y muchos de nosotros en México. Prefirió la distancia y tierras más del trópico. Nos visitamos bastante, de sus conferencias en la universidad donde yo trabajaba salió lo que se convirtió en su libro Freud y el problema del poder. También su pequeño ensayo sobre la guerra de las Malvinas, en respuesta a una suerte de texto de argentinos residentes en México; allí aparezco en la lista y él propinándome un mandoble político. Después vinieron los retornos, y Agustín, y mucho más de Freud. Las disputas en el Conicet y en la Facultad de Filosofía y Letras, o sea, entre la burocracia y la mediocridad. Como se ve, escribir sobre –acerca de– León es algo que no puedo hacer con facilidad, no me sale, porque no puedo colocarlo en el fixture intelectual, ni en el catálogo de los filósofos nacionales o en el depósito del generalizado ninguneo local. Tampoco soy apto para escribir de él porque me siento muy próximo para emprender una semblanza teórica y porque lo personal es político... y es personal. No sé si León me transmitió sabiduría o conocimientos, pero con los recursos (¿discursos?) de la experiencia no requiero de la memoria para reconocer que es por León –eterna beatitud– que llevo el sentido vívido de lo político en el sujeto, el magchismo en el cuerpo.
* Profesor universitario, ensayista.
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