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La vida de los estudiantes

El hallazgo de una curiosa sintonía de ideas entre el ensayista berlinés Walter Benjamin y el reformista cordobés Deodoro Roca le permite a Diego Tatián reflexionar sobre el lugar de la crítica y el rol transformador de los alumnos en una universidad asediada por el cientificismo y el profesionalismo.

 Por Diego Tatián *

Un estudiante alemán de 23 años acababa de romper con la llamada “Comunidad escolar libre” a la que pertenecía (la misma frente a la que, cuatro años más tarde, el viejo Max Weber pronunciaría, en Munich, sus célebres conferencias sobre “La ciencia como vocación” y “La política como vocación”), acusándola de legitimar el poder de las instituciones vigentes y de renunciar al ejercicio de la crítica. Su nombre era Walter Benjamin y como testimonio de esa ruptura escribe un breve texto, “La vida de los estudiantes”, en 1915. El mismo año, en la Universidad Argentina de Córdoba, un joven que acababa de graduarse, llamado Deodoro Roca, leía en el salón de grados de esa universidad un texto cuyo título era “Ciencia, maestros y universidades”. La comunidad de ideas que revelan esos escritos resulta hasta tal punto sorprendente, que permite encontrar en ellos una misma inspiración y una misma orientación crítica.

Es posible, pues, trazar algunos Passagen entre estos escritores que vivieron durante los mismos años (Roca nació en 1890 y murió en 1942 casi sin haber salido de Córdoba; Benjamin nació en Berlín en 1892 y se quitó la vida en Port-Bou en 1940, tras una existencia marcada por el nomadismo y el exilio), mutuamente desconocidos y distantes en el espacio. En primer lugar, rompen con la tradición espiritualista de la filosofía de universidad (Schelling, Humboldt, Fichte, Hegel...) –al igual que hacia mitad del siglo anterior lo habían hecho Schopenhauer, en un encendido panfleto contra la filosofía de universidad, y el joven Nietzsche, en las conferencias de Basilea sobre “El porvenir de nuestras escuelas”.

En “La vida de los estudiantes”, Benjamin comienza por una acerba crítica a la consideración de la ciencia como una cuestión puramente profesional, ligada a la obtención de habilitaciones y títulos. De este modo era, según él, considerada por la mayoría de los estudiantes a quienes trata como miembros de una comunidad “inescrupulosa e interesada”, en la que el “espíritu creador” degenera en “espíritu de funcionario”, por lo que “no se encuentra en los estudiantes libres ninguna voluntad progresista frente al poder reaccionario de las instituciones universitarias” y sí un rechazo de lo imprevisible, considerado el espíritu mismo de la vida estudiantil –donde lo central, como lo será asimismo para Deodoro Roca, es la palabra “vida”.

Es posible aprehender aquí, nítido, el rastro schopenhaueriano: “No conduce a nada bueno considerar morada de la ciencia aquellas instituciones donde suelen adquirirse como medios de vida y de profesión cosas como títulos, habilitaciones, etc...; la tarea: fundar una comunidad de hombres con conocimientos en lugar de una corporación de funcionarios y licenciados” –la misma inspiración que animaría el proyecto de “supresión del Doctorado en Derecho”, presentado al Consejo Directivo de su Facultad por el consejero Deodoro Roca en 1920.

En los años ’30, hacia el final de su ensayo sobre Kafka, Benjamin se detiene en la figura de los estudiantes que aparecen en los relatos kafkianos como “representantes de una raza que tiene particularmente en cuenta la brevedad de la vida”; como extraños seres “que no duermen”, emparentados aquí con los “ayudantes” y con los “locos”. Entre un texto y otro –entre “La vida de los estudiantes” y “Franz Kafka”– han pasado casi veinte años y la universidad ha quedado para Benjamín definitivamente atrás, pero se trata siempre de aprehender el secreto de una forma de vida donde se anega todo “trabajo productivo” (en sentido marxiano, es decir como subordinado a la plusvalía capitalista), y donde la lógica social de la producción de mercancías y reproducción de la vida se interrumpe, pues la consagrada al estudio es una existencia que no prepara para la familia ni para el ejercicio de ninguna profesión.

Lejos de la desconfianza de Benjamin frente a la condición estudiantil de su tiempo, quien sería el mentor de la Reforma Universitaria de 1918 considera a los estudiantes en otros términos y con otro tono, pues al menos en esos años –aún ajeno a la desesperanza con la que autointerpreta la Reforma durante los años ’30–, Deodoro refiere a la juventud estudiosa como el sujeto político destinado a producir un cambio sociocultural cuya radicalidad desbordaría las universidades pero tendría en ellas su origen. ¿Qué es una generación? ¿Cuáles son sus tareas? ¿Cómo es su relación con una herencia? ¿De qué modo reivindicar el derecho a una experiencia propia? Esta secuencia de preguntas establece sin embargo una nítida y extraña comunión entre ambos e irrumpen con intensidad en una circunstancia de “bancarrota moral” y necesidad de acuñar otras “fuerzas morales” –según el léxico de José Ingenieros, decisivo en la prosa de Roca.

El tránsito de una universidad profesionalista a una universidad “socrática” no es en Deodoro únicamente una simple reconversión institucional, sino un espíritu orientado a la transformación social. “Pienso –escribe en 1918– que en las universidades está el secreto de las grandes transformaciones. Ir a nuestras universidades a vivir, no a pasar por ellas... al espíritu de la Nación lo hará el espíritu de la universidad... Naturalmente, la universidad con que soñamos no podrá estar en las ciudades. Sin embargo, acaso todas las ciudades del futuro sean universitarias.” Este anhelo, no obstante, comienza a desvanecerse casi de inmediato, y se estropea completamente en la década infame; es posible pues comprobar en los escritos de Roca de esos años cómo los términos se invierten: no puede haber Reforma Universitaria sin una previa transformación social.

Lo que se halla en juego, tanto en los ensayos juveniles de Benjamin como en los de Deodoro, es una reflexión sobre la cultura y una disputa por la ciencia para sustraerla de su apropiación por el cientificismo y la profesión, bajo la idea común de que es “la insatisfacción de los estudiantes” contra la “servidumbre de la ciencia” lo que organiza la vida estudiosa. En el mencionado texto de 1915 sobre “Ciencias, maestros y universidades” –y en muchos otros–, Deodoro afirmaba una idea socrática de ciencia y la bancarrota del cientificismo. En efecto, “la ciencia tiene sus entusiastas pero tiene también sus fanáticos –escribe–, y si fuera necesario tendría asimismo sus intolerantes y sus violentos. Afortunadamente lleva el remedio consigo misma...”.

Tanto Roca como Benjamin postulan la necesidad de una izquierda –un movimiento estudiantil y un movimiento obrero– que afronte los grandes temas de la cultura contemporánea; la asunción de los más urgentes debates sobre arte, música, literatura –tradición perdida de la que los textos de Roca agrupados en la reciente edición de la Universidad de Córdoba en el volumen sobre Estética y crítica constituyen un documento relevante, y que en la Argentina tiene acaso un exponente tardío en José Aricó–. Benjamin lo dice de este modo: “(La corporación estudiantil es) un movimiento burgués, indisciplinado y miope, que no se avergüenza de hacerse pasar por luchador y liberador de la vida universitaria. El estudiante universitario no se encuentra... donde se combate por el arte nuevo, ni al lado de sus escritores y poetas, ni siquiera cerca de las fuentes de la vida religiosa”. El estudiante alemán, para Benjamin, simplemente ha subordinado todo espíritu creador al anhelo de convertirse en funcionario. Asimismo, quien sería el autor del Drama barroco... y el máximo activista de la Reforma convergen en considerar a la filosofía, la conversación socrática en su aspiración de universalidad, como antídoto de todo profesionalismo; como “aliento y protección de la comunidad filosófica... no mediante cuestiones propias de una filosofía profesionalizada y científicamente limitada –escribe Benjamin–, sino mediante las cuestiones metafísicas de Platón y Spinoza, de Nietzsche y los románticos”. Exactamente, lo que Deodoro llamaba “espíritu filosófico”, según él “muerto y amortajado en las universidades y en todos los institutos oficiales de cultura”. El cultivo de la ciencia acotado a la especialidad aparece aquí como capitulación, no sólo de la filosofía, sino de toda inteligencia colectiva y de un intelecto general capaz de afrontar “los problemas universales de la cultura”.

Este protagonismo adjudicado a una filosofía renuente a volverse disciplina es lo que permite a los saberes universitarios la interlocución con ideas de otro origen: “En su función creadora –escribe Benjamín, siempre en ‘La vida de los estudiantes’–, el estudiante viene a ser como un gran transformador encargado de utilizar un aparato filosófico para traducir a un lenguaje científico, las ideas nuevas previamente surgidas en el terreno del arte y de la vida social”. La filosofía como interés en la no-filosofía, la universidad como atención por la vida no universitaria y por experiencias que tienen lugar al margen de su ámbito, rompe tanto con la “autonomía” cientificista como con la “heteronomía” profesionalista (y también, por anticipación, con lo que Heidegger va a llamar en 1933 “autoafirmación” de la universidad), en favor de una “heterogeneidad” irreductible a cualquier idea de “ciencia politizada”; ni meramente autónoma ni heterónoma, heterogénea resulta aquí una universidad sensible a una pluralidad intelectual, estética y social de la que toma sus objetos, y por la que se deja afectar.

Así comprendida, la heterogeneidad universitaria reconoce una responsabilidad que no se reduce al hecho de asumir una pertenencia institucional, estatal, nacional (aunque esto también deba volverse asunto a pensar); antes bien esa responsabilidad se ejerce como resistencia a la imposición de una lengua única, o mejor aún: acto de invención en la lengua y el saber, que permite sustraer el estudio, el producto del estudio, la forma de vida dedicada al estudio, de la “ciencia politizada” en cualquiera de sus variedades: la que es capaz de promover un Estado nacional, tanto como las que ponen en circulación los grandes centros de financiamiento y los organismos internacionales de crédito como si se tratara de una pura neutralidad –o incluso la “ciencia politizada” en su acepción asistencialista, muy extendida en la militancia de cierta izquierda estudiantil.

Un cotejo de toda reificación académica con el tribunal de la imaginación radical reivindica la existencia –o coexistencia– de una “universidad inferior” (según esa extraña y tal vez irónica manera kantiana de hablar), en el interior de la cual, transversal a todas las ciencias, saberes y técnicas, se acepte el trabajo de la crítica entre pasado y futuro, en la precisa encrucijada de una herencia –hecha de revolución y de reforma universitaria–, un porvenir abierto por pensar.

* Docente e investigador de la Universidad Nacional de Córdoba.

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