VERANO12 › JUAN DIEGO INCARDONA

Víctor San La Muerte

Caminaba por el barrio
hacia ningún lugar
en especial. Era la
primavera del año 1993.

En la entrada de Puente 7 lo encontré a Pocho, un empleado de la Municipalidad que había conocido años atrás en San Justo. Me contó que ahora tenía no sé qué cargo en la parte de Barrido y Limpieza. Yo, que andaba desocupado, le mangueé laburo casi por inercia, sin mucha expectativa, pero él, sorpresivamente, me dijo que justo necesitaban a alguien.

Me explicó de qué se trataba y acepté sin dudarlo. Empecé temprano a la mañana siguiente, en el mismo lugar en donde nos habíamos cruzado, a la vera de la autopista. A las seis en punto, me reuní con la cuadrilla y debuté limpiando las lomas parquizadas junto a las banquinas, armado con un par de guantes de cuero y una vara de hierro larga y fina como un florete. Me había convertido en pinchapapeles.

Realmente fue un trabajo agradable. Yo lo tomaba como un paseo. Hablaba con uno, hablaba con otro, y mientras tanto levantaba papelitos sin tener ni siquiera que agacharme, gracias al pinchador, que imponía respeto como si fuera un arma. Hasta en la villa me saludaban. Era el rey de la autopista Richieri.

Estaba contento, y además tenía plata en los bolsillos, porque pagaban bastante bien. Pese a todo, duré pocos meses, porque nunca me gustó madrugar. El tiempo que estuve me alcanzó para aprender los gajes del oficio y conocer, probablemente, a los personajes más extraños de los que tenga memoria.

Estaban Martín, Sergio y el Chueco, pinchapapeles de toda la vida; el Tata y el Tito, serrucheros de árboles caídos; los hermanos Fititos –les decían así porque andaban en un Fitito cada uno–, destapadores de desagües; la pandilla Moreno, barrenderos de escobillón ancho; la pandilla Cortez, barrenderos de escoba; los pibes de Chicago –eran tan fanáticos que se les permitía trabajar con la camiseta verdinegra–, asistentes de bolsas de residuos que iban y venían a toda velocidad, llevándose la basura al camión y reponiendo nuevas a quien las necesitara; la Mirtha –única mujer del grupo–, limpiadora de manchas de aceite, famosa, entre otras cosas, por tener auspiciante: una fábrica de detergente de La Tablada, que le proveía remeras y delantales con el logo de la empresa; y por último, el flaco Víctor, apodado “El Mudo”, “La Momia” o “San La Muerte”, según la ocasión, un tipo de más o menos cuarenta años de quien no se sabía casi nada, salvo que vivía en Aldo Bonzi. El suyo era el trabajo más triste de los trabajos tristes: recolectaba de la calle animales muertos por atropellamiento o cualquier otra causa.

Quiero creer que, de alguna manera, fuimos amigos. Nuestras charlas eran más un monólogo de mi parte que otra cosa. Yo le hablaba de distintos temas y él se quedaba callado. Ni siquiera podía estar seguro de que me estuviese escuchando. Siempre miraba el piso. Quizá, por costumbre, buscaba restos orgánicos. Su cabeza estaba llena de visiones. Por momentos lo veía haciendo muecas, y diciendo cosas en voz baja, palabras que no se entendían, secas y cortadas, como la tos.

Los otros muchachos lo trataban muy poco, en parte por la propia actitud de Víctor, que se aislaba, tanto en los viajes como en los almuerzos, pero principalmente porque le tenían miedo. Es que igual que la mayoría de los habitantes del sudoeste, también los trabajadores municipales eran gente supersticiosa.

Cuando llegábamos al punto de reunión y todos nos saludábamos, varios se limpiaban la mano en el pantalón después de estrechársela a él. Lo hacían como quien no quiere la cosa, pero yo me daba cuenta. Una vez lo encaré al mayor de los hermanos Fititos, a Fitito rojo (el otro era azul) y le pregunté por qué hacía eso. El me contestó que era por el olor. Su excusa tenía algo de verdad. Yo lo había notado desde el principio, pero hacía como que no lo sentía, para no incomodar a Víctor. Evidentemente, los guantes que usaba no eran suficientes y el olor a perro muerto, a gato muerto, se le había pegado a las manos.

–Ni con lavandina se limpia la muerte –dijo Fitito rojo, lapidario.

Pero el colmo de todos era el Chueco, que cuando estaba cerca de Víctor se persignaba a cada rato. El disimulaba y hacía primero como que se rascaba la frente, después se tocaba en el medio del pecho y finalmente pasaba por un hombro y después por el otro, masajeándose a sí mismo y actuando gestos de dolor, como si estuviera contracturado. Yo lo miraba y me reía por adentro, esperando la cereza del postre, el momento en que se llevaba la mano a la boca y se la besaba a toda velocidad.

Es difícil decir si Víctor se daba cuenta o no de las reacciones que provocaba, de tan ensimismado que estaba todo el día. Si lo sabía, la verdad que lo soportaba con una entereza increíble. Yo no podría haberlo tolerado. El, en cambio, convivía con la superstición de los demás, que lo consideraban no sólo un malasuerte, sino también alguien malvado, y seguía con su rutina como si no pasara nada, elevado por encima de las opiniones y creencias, más preocupado por el perfeccionamiento de su oficio que por las habladurías del mundo.

Tenía una gran disciplina y mucha paciencia. Cuando alguien de la cuadrilla daba el alerta de ¡Animal muerto!, enseguida aparecía Víctor en el lugar de los hechos y sacaba de su mochila las espátulas y extrañas herramientas que él mismo fabricaba. Como si fuera un arqueólogo, despegaba lentamente el cadáver que ya empezaba a fosilizarse en el asfalto, por acción del sol y de las ruedas impiadosas de los autos que siguieron aplastándolo una y otra vez.

Al finalizar la operación, guardaba los restos en una bolsa negra. Lo hacía con mucho cuidado y solemnidad. Hay que reconocer que semejante respeto era digno de admiración, aunque bastante inútil por cierto, porque en pocas horas el desafortunado iría a parar, como toda bolsa de residuo, al basural de turno.

Una vez que la bolsa era atada y anudada, alguno de los pibes de Chicago se convertía en cadete de la Parca y, en menos de un suspiro, llevaba el bulto hasta la caja del camión.

El flaco Víctor se quedaba un rato mirando la mancha final, que él no permitía que limpiasen, ni siquiera la Mirtha, que a veces se ofrecía a ayudarlo, detergente en mano. Era como una cosa mística que le agarraba. No podría decir cuál era el verdadero motivo, pero así pasaba siempre. Ya fuera a la mañana o a la tarde, San La Muerte, erguido como un soldado, se tomaba el tiempo que fuera necesario hasta asegurarse que las últimas gotas de vida del pobre diablo se evaporaran allí mismo.

Verlo era un espectáculo. Por eso, los compañeros que andábamos cerca, dejábamos un rato lo que estábamos haciendo y nos quedábamos mirándolo, hipnotizados casi como él, que finalmente cerraba la escena balbuceando algo, quién sabe qué.

La mayoría de las víctimas eran perros y gatos callejeros, pero a veces se trataba de otros animales. Víctor no hacía diferencias y a todos les prestaba su servicio: desde palomas y sapos hasta ratas.

Muy de vez en cuando, levantaba liebres o culebras del campito que se aventuraban a cruzar la avenida Olavarría. El hecho más raro fue el de un tatú carreta, un tipo de armadillo que, según contaron el Tata y el Tito, suele verse por el norte. Ellos lo sabían bien porque eran chaqueños; lo que no sabían, y tampoco los demás, es cómo había llegado ese bicho hasta Celina. Era un misterio. El Tata propuso que lo comiéramos asado, porque decía que su carne era riquísima, propiamente un bocado de los reyes, pero por más que insistió durante media hora, apoyado por todos, el flaco Víctor no quiso saber nada y encaprichado le dio el mismo destino que a los demás.

–No hay manera con este cabeza dura –se lamentó el Tata–, ni que encuentre un dinosaurio va a dejar que lo toquen.

La única excepción eran los animales domésticos. Si alguien reclamaba el cuerpo, Víctor, automáticamente, se lo entregaba al dueño y seguía con otra tarea.

Cuando esto pasaba, todos salían disparados y lo dejaban solo al pobre Víctor, para enfrentar la situación. Es que nadie quería estar presente en un momento así, porque te partía el alma ver a un chico que perdió la mascota, a una señora que se quedó sin compañía, a cualquier persona, en definitiva, llorando sobre los restos del ser querido.

Uno de los casos más famosos, y también más extraños, fue el de Lola, la vieja tortuga de Doña Lupe. Los vecinos estaban conmocionados. Me acuerdo como si fuera hoy.

Resulta que Aldo, el hijo de Lupe, “vago de porquería”, según lo nombraba la gente esa tarde para desquitarse, había dejado la puerta mal cerrada. Vaya uno a saber qué le pasó por la cabeza al bicho para dejar el jardín, pero movido por Dios o por el Diablo, salió a la vereda y allí empezó una lenta carrera, una carrera fatal. Lo que más sorprendió de este accidente, fue el lugar adonde sucedió: a más de dos cuadras de la casa de Lupe.

Era increíble que nadie la haya visto caminar tanta distancia e impedido su loca aventura, pero así fue nomás, porque a esa hora de la siesta hasta los perros duermen y ni el loro anda por la calle. Paso tras paso, avanzó, subiendo y bajando escaloncitos por Giribone, cruzando la zanja y la misma calle Ugarte para seguir, contra viento y marea, hasta San Pedrito.

La naturaleza es sabia, se dijo en el tumulto, porque del otro lado de San Pedrito empezaban los potreros. En esa dirección caminaba Lola, que anhelaba, tal vez, perderse dentro de tanto yuyo, un deseo digno, hay que decirlo, de sus parientes las tortugas marinas, que, al nacer, sólo buscan el mar.

Rodeado por vecinos y empleados, Víctor cumplió, una vez más, su trabajo. Cuidadosamente, despegó a Lola del asfalto, y después de envolverla en un nylon, se la entregó a Lupe, que volvió a su casa escoltada por un montón de vecinos. Todos trataban de consolarla, pero era en vano.

Mientras Víctor cumplía el último rito, hablando solo frente a la mancha de sangre, los curiosos que todavía quedaban seguían reconstruyendo la historia. Algunas mujeres, lideradas por la Porota, de pronto culpaban a Teresa, otra vecina que para mí no tenía nada que ver, pero que ellas señalaban por ser enemiga histórica de Doña Lupe. Comentaban que seguro la vio salir a Lola y que a propósito no le avisó a nadie. La versión más fantasiosa decía que Teresa había sembrado el camino con zanahoria rallada, para tenderle una trampa a la tortuga. Esto me sonaba a delirio mayor, pero muchos realmente lo creían y empezaban a repetirlo, porque el odio en un barrio, como en un pueblo, puede ser infinito.

En las dos semanas siguientes, Víctor casi no tuvo trabajo, porque llamativamente no se produjo ninguna fatalidad. La gente cuidaba a sus mascotas como nunca y hasta sacaban a los perros con correa, una conducta insólita en el barrio, donde todo el mundo simplemente dejaba que los animales pasearan sueltos, por su cuenta. La paranoia llegó a tal punto que ahora Porota decía que una secta había venido a Villa Celina para sacrificar animales, en honor de no sé qué dios de los negros de Brasil.

Hasta la propia naturaleza parecía advertida, porque, tal como lo demostraba el ocio obligado del flaco Víctor, ni las palomas se equivocaban cuando picaban migas de la calle, ni las ratas se arriesgaban a salir de los agujeros de los cordones, ni los sapos abandonaban los charcos.

Fue la época dorada de los animales de mi barrio. Eran tan mimados que en la Veterinaria San Roque se agotaron las golosinas, juguetes y huesitos. Hasta comida balanceada compraban los vecinos, que ya no consideraban suficientes los restos de guiso, de sopa, de arroz, que antes les daban a sus mascotas.

Esta racha puso a Víctor bajo una nueva luz. Mientras los demás seguíamos con nuestras tareas habituales, barriendo, pinchando y destapando, él ahora iba despacio por la vereda sin preocuparse por nada, con la cabeza en alto, tomando el sol de su veranito de San Juan.

Se lo veía tan relajado, que cuando viajábamos en el camión, por momentos cerraba los ojos y hasta parecía dormirse, algo que le sucedía a la mayoría pero jamás a él, siempre obsesivo y enfocado en su trabajo. Pero ahora debería estar reconciliándose con el sueño. Quién sabe si habrá podido pegar un ojo en esos últimos años, de tantas pesadillas que lo deben haber torturado en forma de perros, gatos y pajaritos recién muertos.

Durante exactamente dieciséis días, la fauna del sudoeste se mantuvo saludable y no hubo nada que interrumpiera su vitalidad, ni camiones, ni zanjas contaminadas, ni honderas o rifles de aire comprimido, pero la mañana del día diecisiete, una mañana de cielo encapotado que no se decidía si llover o no llover, una voz gritó algo que nadie hubiera querido escuchar. Era la voz de Fitito rojo, que, con un tono cargado de dramatismo, anunció:

–¡Perro atropellado en Giribone y Unanué!

Nos quedamos duros como una piedra, inclusive Víctor, que en ese instante caminaba justo al lado mío. Alrededor, el ritmo de la calle también se detuvo, como si no corriera más el tiempo. A lo lejos, la boca abierta de Fitito intentaba repetir el alerta, pero, al menos yo, no podía escucharlo.

De pronto, el mundo empezó a girar de nuevo. Víctor se enderezó hasta ponerse firme, dio una media vuelta y se dirigió, acelerando, hacia la esquina en cuestión.

Toda la cuadrilla municipal lo persiguió. En la cuadra, algunas ventanas se abrieron violentamente, y los vecinos que habían escuchado, se asomaron para ver.

Enseguida, varios salieron a la calle a correr la bola. La Porota, enloquecida, le avisaba a todo el que se cruzaba en su camino, y cada vez que lo hacía, agregaba un nuevo detalle.

–¡Mataron a un perro!

–¡Volvieron a matar a un perro!

–¡Los de la secta volvieron a matar a un perro!

Al llegar a la esquina de Giribone y Unanué, ya se había formado una ronda alrededor del cuerpo. Nadie se atrevía a tocarlo. Apenas apareció Víctor, la gente abrió paso. Cuando vi al animal, se me paró el corazón. La víctima era nada más y nada menos que “El Viejo”, un perro blanco callejero que paraba con mis amigos en la esquina de casa. Desde hacía dos años, mi hermana María Laura le tiraba una mantita en el porche y le daba de comer.

Supuestamente, por lo que nos contó Tuta, iba ciego atrás de una perra y por eso se distrajo. Un auto le pegó con todo y el perro rebotó como tres metros y ahí se quedó, duro.

Víctor sacó sus herramientas de la mochila y desplegó la bolsa negra.

Todos guardaban silencio, hasta que la Porota estalló de bronca:

–¡Me indigna! ¡Me indigna!

Entonces, las voces se multiplicaron y el barullo creció tanto que te dejaba sordo. Pero entre todas las cosas que se decían, una frase, tibiamente, ganó la escena. Era como un grito que silenciaba todo lo demás, un grito pegado en voz baja. La boca de San La Muerte pronunció lo inesperado:

–Está vivo.

–¿Qué decís? –le preguntamos todos.

Víctor no contestó. Levantó al perro con cuidado y usando la bolsa negra como si fuera una camilla, lo llevó hasta el camión.

–¡Está vivo! ¡El Viejo está vivo! –repetía la gente.

Sin perder tiempo, el camión arrancó y salió por Giribone hacia la colectora de la Richieri. En caravana, fuimos hasta el M.A.P.A. de Boedo, allá en Capital.

En la guardia, el veterinario nos dijo que el perro estaba en shock y que tenía fracturadas dos patas, pero que se iba a recuperar. El grupo de Celina estalló de júbilo. El propio Víctor sonrió, una sonrisa ancha como la risa, que jamás le había visto antes.

Pronto, para su pesar, la vida y la muerte volverían a la normalidad. Sus manos se calzarían nuevamente los guantes, empuñarían las extrañas herramientas y atarían cientos de veces las bolsas negras, pero no ese día. Pronto, su boca recitaría oscuras oraciones frente a las manchas de sangre, el resto de la cuadrilla municipal observaría a distancia sus rituales, los pibes de Chicago llevarían los bultos a la caja del camión, pero no ese día.

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Imagen: Guadalupe Lombardo
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