Martes, 2 de febrero de 2010 | Hoy
Por Beatriz Guido
Todo comenzó aquel día. A mi lado, mi hermana terminaba, tristemente, el postre de gelatina de tapiocas.
–Si les diéramos todas las noches “mousse” de chocolate, no pondrían esa cara. Pero las cosas serían distintas –dijo una voz inconfundible que venía de la cabecera de la mesa.
Sí, las cosas serían distintas. Todos teníamos algo que ver con ese postre de tapiocas: mis padres, la “señora mayor”, como llamaban a mi abuela, y también nosotros, mi hermana y yo.
“Quizá”, pensé, “si comiéramos más a menudo postre con chocolate, variaría de color nuestra piel fláccida y amarillenta”.
Mirándonos compasivamente, el mucamo acercó a mi padre una copa de frutillas.
–No es la estación todavía; podría hacerles daño –dijo indiferente nuestra madre–. Además, ya es hora de acostarse.
–Ya es hora de acostarse –repitieron después de un silencio, sólo interrumpido por el sonido de la plata al chocar con la porcelana, mi padre y la “señora mayor”.
Era el mes de diciembre y nos preparaban para rendir exámenes libres.
–Jamás irán al colegio –observó mi padre–; los que se eximen no aprenden nada. Además, pierden mucho tiempo con los amigos.
Cuando llegó el infaltable postre de tapiocas, cerré mi mano alrededor de la copa de cristal, pero no me atreví a quebrarla.
La “señora mayor” no presidía esa noche nuestra mesa; se había hecho servir la comida en su cuarto.
De pronto sentimos un extraño tintineo de caireles y una risa aguda y desconocida.
Después apareció ella, la “señora mayor”, en combinación negra, colgando collares y pulseras. Fumaba en una larga boquilla de plata; tenía la boca, los ojos y las mejillas pintados de rojo naranja.
–Buenas noches, mis queridos hijos... feos, feos –dijo, después de una reverencia, haciendo un guiño gracioso.
–¡Mamá! –exclamó mi padre demudado.
–¡Señora! –repitió mi madre llevándose las manos a la cara.
–”Grand-maman” –rezamos en voz baja.
–Aburridos, aburridos. Más que feos, horriblemente feos... –siguió diciendo.
–Se ha vuelto loca... ¡Dios mío!... –observó mi madre.
–Loca; sí. Loca. “Me llaman loca pero es mentira...” –y comenzó a bailar al compás de la música y a arrojarnos flores que vaciaba de los floreros.
Interrumpió su canto la entrada del mucamo y una inconfundible escala de sonidos: la porcelana quebrándose sobre el mármol del piso.
Entonces mi padre, como un autómata, se dirigió al teléfono. Mi madre, sin perder la calma, ordenó:
–Los chicos arriba. Dios la ampare; se ha vuelto loca.
A los pocos días pidió vernos.
La encontramos sentada frente al espejo, tratando de pintarse los lóbulos de las orejas. La enfermera nos impidió acercarnos.
–¡Ah! Son más feos que ellos dos. Ya me había olvidado de ustedes, cara de payasos, miga de pan. ¿Es que no pueden ser un poquito mejor? Después de todo, no tienen la culpa. Eso me pasa por haberme casado con ese viejo horrible –dijo, señalando un medallón con el retrato de mi abuelo–. Y no hablemos de tu madre... –terminó acercándonos una caja de bombones–. ¡Qué mañana más hermosa!, ¿no quieren bañarse conmigo en la fuente? –invitó.
–Pero, “grand-maman”, si vos no querías... que nos acercáramos...
–¿Y por qué me hacían caso?... ¡tapiocudos!
Nos echamos a reír con ella. Creo que fue la primera vez en mi vida que la risa me hizo doler las comisuras de la boca.
Los días siguientes, por orden de su médico, la veíamos en el parque. Ella nos acariciaba el cabello y las manos; después corría con nosotros por el parque, como si fuera muy niña. La dejábamos alcanzarnos. Ella coronaba con guirnaldas de eucaliptus y cedros nuestras cabezas. A mi hermana le enseñaba a pintarse los labios a hurtadillas y a mí me repetía al oído:
–Tenés que buscarte novia muy pronto. Si no, te hincharás como tu padre y terminarás casándote con un “bicho feo” como tu madre. Yo ya tengo novio –aseguró señalando la estatua de un Apolo.
–¡Pero abuelita, qué cosas decís! –la reprendíamos felices y avergonzados.
Detrás de una ventana, nuestros padres, mudos e impotentes, nos vigilaban. Una tarde estaba más feliz que nunca. De pronto dejó de reír.
–Si pudiera agarrar ese pájaro lo comería vivo. No quiero volver a vestirme de negro. No quiero volver a verlos como antes. Quiero que sean hermosos...
Entonces trató de subir al árbol para buscar el pájaro.
Esa noche se la llevaron...
Nosotros nos echamos a llorar.
Unos meses después cosieron una franja negra a la manga de nuestros trajes. Nos dijeron que la habíamos perdido para siempre. Desde ese día nadie pudo obligarnos a comer postre de tapiocas, a rendir exámenes libres ni impedir que nos bañáramos en la fuente del parque. Y creo también que, gracias a ella, somos hermosos, mucho más hermosos.
(De La mano en la trampa, “Entreacto”.)
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