Domingo, 9 de enero de 2011 | Hoy
La historia de este cuento es más bien simple. A los pocos días del nacimiento de mi primer hijo tuve que hacer un trámite en la Maternidad Suizo Argentina, donde nació, y de donde nunca salió con vida, y al terminar me fui a comer algo al McDonald’s de Pueyrredón y Santa Fe. Sentado en mi solitaria mesa con mi Big Mac y mis papas y mi coca mediana (a pesar del tiempo transcurrido, estoy bastante seguro del menú: nunca pedía otra cosa) contemplaba a los comensales, entre los cuales había varias madres con sus niños (aunque quizás hubiera también algún padre con sus niños, eso no lo recuerdo tan bien como el menú) y me dejé llevar por una ensoñación en la cual los distintos McDonald’s esparcidos por el mundo eran, en el fondo, pequeñas cápsulas espacio-temporales sustraídas a las contingencias del tiempo y la geografía, espacios virtuales de absoluta seguridad física y psíquica, no-lugares donde, por lo tanto, nada podía sucederle a uno. Ecosistemas en miniatura, artificiales como peceras con plantitas de plástico y piedritas de vidrio, en principio diseñados para la variedad estadounidense de la especie, para que en ningún otro hábitat se sintiera lejos de casa (los McDonald’s son pequeños consulados espirituales; emotivamente, el equivalente culinario de los cajeros automáticos). La comida era apenas una excusa: ¿quién podía explicar su arrolladora, imparable popularidad en base a una hamburguesa flácida que nunca estaba a la altura de su copia fotográfica, como si ilustrara alguna tesis de Philip K. Dick, unas papas que parecían cortadas con Segelín de una bola de telgopor, y una coca que es igual a todas las cocas? Lo que uno pagaba en McDonald’s, me di cuenta en ese momento, era el derecho de habitar una Arcadia a la cual tenían vedada la entrada el más inquietante de los temores y la más cruel de las divinidades: la incertidumbre, el azar.
Pero así como los antiguos nos recordaban que en Arcadia no entraban ni el invierno, ni el hambre, ni la violencia, ni las diferencias sociales, ni –alabado sea el gran dios Pan– el trabajo, pero sí la muerte (“In Arcadia ego” decía su tarjeta de presentación); adentro, en las entrañas mismas del aparentemente invulnerable Edén macdonaldsiano acecha la más temible de las serpientes, Ronald McDonald, el siniestro payaso ante cuya sonrisa pierde la alegría el mismísimo It de Stephen King. Y la Cajita Feliz es una caja de Pandora de la que puede salir cualquier cosa, si uno comete la imprudencia de abrirla.
Cuando vayan al próximo McDonald’s, tómense un minuto para observar la risa metálica de Ray A. Krock, y sabrán de qué se ríe.
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