Domingo, 20 de febrero de 2011 | Hoy
“Historia clínica” es el primero de los seis diarios íntimos falsos que escribí. Fue hace muchos años, en Caracas, en casa de Sergio Chejfec y Graciela Montaldo, donde había hecho base unos días antes de salir hacia mi destino final, la Bienal de Literatura Mariano Picón Salas de Mérida, una ciudad donde los Andes y el trópico confluían de manera bastante desconcertante –sobre todo para mí, que jamás había estado en los Andes ni en el trópico–. Por entonces yo empezaba a padecer los síntomas de un mal extraño. Cada tanto me invitaban a participar de coloquios y yo no sabía cómo responder. Decía que sí, que encantado, que honradísimo, pero me quedaba mudo y temblando, en una víspera de ataque de pánico.
Todo coloquio propone un “tema”, por lo general lo suficientemente vago para que una multitud versátil de invitados pueda decir lo que tenga ganas de decir –o lo que ya haya dicho en algún coloquio anterior, de “tema” opuesto pero igualmente vago– sin tener la incómoda sensación de desubicarse o desairar a sus anfitriones. Eran esos “temas” los que me aterraban. Cuanto más vagos, más abiertos, más tolerantes..., más siniestros. (Hay que decir que el síndrome no era del todo nuevo para mí. Lo había sufrido desde chico: incapaz, siempre, de responder a la pregunta por el “tema”. Novelas, películas, canciones: de todo lo que por definición tenía un “tema”, eso, el “tema”, era lo único que yo no podía reproducir. Pensaba uno y cuando estaba a punto de decirlo, feliz, porque creía haberme curado, aparecía otro, a primera vista tan convincente como el primero, y dudaba, y enseguida surgía un tercero, mucho más pertinente que los primeros dos, y así sucesivamente.)
El tema de la Bienal de aquel año era “Exilio y memoria”, o algo así. Atrapado en el delicioso cepo psicótico en el que me gustaba caer (decir siempre que sí a lo que me dejaba mudo), decidí hacer algo que nunca antes había hecho: viajar a Venezuela sin nada, sin haber escrito nada. El típico salto al vacío que suponía que mi temperamento más bien precavido no resistiría. Me veía sentadito en la habitación fresca y confortable que mis amigos de Caracas habían dispuesto para mí, para que resolviera el trance en las mejores condiciones posibles, y un estallido craneano súbito, como los que Cronenberg multiplica en los simposios cerebrales de Scanners, empañaba la imagen con una masiva salpicadura de sangre y sesos.
Pospuse el momento lo más que pude. Inventé toda clase de distracciones inviables –salir a caminar por Caracas, por ejemplo–, que mis amigos aceptaban emprender con una mezcla de piedad y hartazgo conmovedora. Hasta que me senté, y en una computadora ajena –el colmo de la adversidad–, los cuatro o cinco dedos que normalmente uso para escribir, después de perder media hora de precioso tiempo precalentando a un costado de la página, decidieron que sólo había una forma literaria capaz de dar cuenta de la inmediatez desesperada de mi condición: el diario íntimo. Sólo el diario podía decir la dificultad de decir, el balbuceo, la crisis de causalidad y de jerarquía, el desorden del saber, la amnesia –todas las prodigiosas aventuras mentales de las que mis amigos eran testigos alarmante o sabiamente distantes–. Pero sólo el diario, también –y ese descubrimiento fue capital– me daba la perspectiva irresponsable –el yo como máscara, el presente omnívoro como déspota, la coexistencia de lo banal y lo decisivo en una espuma de frases completamente precarias, el desdén total por las transiciones– que necesitaba para poder, por fin, medirme con el “tema” del coloquio. El diario me permitía algo único, una solución al mismo tiempo literaria y teatral, púdica e histérica: no responder al problema del exilio y la memoria sino encarnarlo.
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