Viernes, 30 de diciembre de 2011 | Hoy
VERANO12 › GUSTAVO NIELSEN
–Le traje el rompecabezas porque no había otra cosa. El local estaba repleto de muñecas, y en un rincón apareció esta caja con las inscripciones japonesas. La abrí. El vendedor enloqueció, enarbolando gestos como si me viera cometer una herejía. Dijo algo que parecía una recomendación, pero en su idioma inentendible.
Sonia estaba parada delante de la caja abierta. “Viste lo que son estas piezas”, dijo.
– Sí.
– Infimas. Demasiado pequeñas para Carlitos. Y encima son millones.
–Ya sé. Qué querés que haga. Jamás logrará armar nada que parezca real. A lo mejor el chino quería advertirme sobre el tamaño de las fichas.
Ella metía sus manos y sacaba un puñado de adentro de la caja. Los pequeños hexágonos se le resbalaban entre los dedos como granos de maíz.
Dejé a Carlitos sentado frente a la mesa, con los brazos dispuestos paralelamente uno con el otro, enmarcando la caja abierta.
–¿Te gusta lo que te trajo papá?
–¿Qué es?
–Una foto para armar.
Así lo dejé, y así siguió hasta después de comer, sin moverse. Extasiado, reflexionando sin parar ante ese problema gratuito que le vino de regalo de afuera.
En el trabajo me la pasé dibujando papelitos. No sabía si contarle o no a Sonia, porque nunca antes la había engañado con nadie y no podía suponer cómo reaccionaría. Ni siquiera sabía por qué lo había hecho. En el papel anotaba “por qué, por qué”, preguntándome todo y explicándomelo sin dudar, pero sin explicarlo ni preguntar nada. Para las cinco de la tarde, una de las líneas cerró en un corazón cruzado por una flecha; como cuando éramos chicos con Sonia. Pero el corazón quedó vacío de nombres.
Al llegar a casa la vi tan contenta que me dio lástima. Me esperaba parada en el umbral de la puerta de calle, y sus manos estaban pegadas a la altura del pecho, palma con palma, como una chinita (¿se habría dado cuenta de algo?). Esa fijación mía. Íntimamente me juré que jamás volvería a engañarla.
– Ya completamos el pequinés –dijo ella.
Me acerqué a la mesa. El rompecabezas ocupaba un espacio enorme, tanto que habían tenido que correr el camino de crochet y el centro de vidrio. Lo miré. Mis ojos leyeron los detalles de la situación: estaban reconociendo un perro, sin aprobación mía. Un pequinés.
– Increíble.
–Tardamos todo el día –agregó Sonia–. El animal está embalsamado, ¿ves?, y este fierro que le sale del lomo sostiene la pantalla. Un velador pequinés.
“Y una mesa de luz laqueada en negro y rojo; la colcha roja; las paredes, las intenciones, las luces rojas; roja la china acostada en la cama.” Tuve en los ojos una historia que Sonia alcanzó a entrever. “Parece un telo”, dijo, pálida. Yo traté de disimular. Esa imagen era una imagen mía, pero ¿cómo podía haber aparecido sobre la mesa del comedor? Una foto del viaje; casi una proyección de mi cerebro. Tuve ganas de decirle “es un telo; un cuarto de allá”; pero me callé. Mi silencio rodeó a Sonia de una cáscara invisible de precaución, una máscara hecha para todo el cuerpo, para ocultarse y disfrazarse y darse a conocer nueva, recién nacida. Un signo evidente de defensa; así me pareció. Quizás esté persiguiéndome por eso de la “cola de paja”. Pero ninguno de los tres que estábamos ahí pudo hablar, y el secreto se hizo tan hondo que oíamos el roce de las piezas que Carlitos disponía arriba de la mesa. Sentí que ella tuvo, en ese lapso, la convicción absoluta de que algo había ocurrido. Los ojos de nuestro hijo nos pedían disculpas, sufriendo por nosotros. Yo recordé el cuerpo de una extranjera desnuda. Dije: “basta de pavadas, che”, y desarmé la imagen de un manotazo.
Carlitos empezó a llorar esa misma noche, y el llanto le duró hasta la mañana siguiente. Habían pasado toda la tarde para hacer ese pedacito del cuadro y yo se los destruía sin reflexión, arrebatado por quién sabe qué tipo de furia. Por una furia originada en qué, pensaría Sonia.
Fui a mi trabajo escapándome de casa. Estaba aturdido. ¿Qué había pasado? Era imposible de explicar. Dibujé un plano del cuarto así nomás, en una boleta vieja, para recordar la disposición de los muebles y de la puerta del baño. Ese pequinés horrible y la china trepándosele, después, por atrás, como si fuera otro perro que se lo estuviera montando. La lámpara entrecortaba la luz del cuarto en cada bombeo imaginario. Porque no era ni más ni menos que un buen chiste, uno de chinos. Y el perro con esa cara de mirar un programa de televisión.
Cuando llegué a casa, ellos habían empezado por arriba. “Pobre de vos si lo tocás”, me anticipó Sonia, de muy mala manera, y el cielo raso rojo con el ventilador suspendido del techo estaba casi terminado de armar. Hasta se asomaba una mata de pelo ondulado, al cubo de aire de la pieza. “Nos vamos a quedar a completarlo”, dijo ella, siempre en tono de guerra. “¿Verdad, Carlitos?” Carlitos hizo un sí de cabeza, sin levantar la vista de las piezas. Ella le acarició los cabellos. Yo me fui a dormir, pero estaba tan inquieto que no pude pegar un ojo.
Eran las cuatro y veinte de la mañana cuando Sonia entró al dormitorio, corrió las cobijas y se metió en la cama. Buscó la posición de cuando está peleada conmigo, pegándose bien a su borde. Yo no sabía si hacerme el dormido, o qué. Me volví hacia ella, aparentando estar dormido. Rocé su cintura con mi mano derecha. Sonia se dejó tocar. Le besé la espalda delicadamente, el cuello, la nuca. Me levanté por encima de su cabeza buscándole los labios, los ojos llorosos, la humedad de su cara. Entonces se arropó bruscamente, hundiendo el rostro en la almohada para apartarme de sus lágrimas. Me quedé frío, extendido de espaldas sobre el colchón. Encendí el velador. “Apagá”, dijo ella. Me senté en la cama y lo apagué. Desde el comedor nos llegaba otra luz. Crucé todo el pasillo hasta la puerta abierta: Carlitos se movía electrizado, con la potencia propia de un loco. Encontrando las piezas en la caja sin mirar; ubicándolas en los lugares exactos de memoria, mágicamente. Quedé deslumbrado. Cuando me acerqué a ver, fue como si entrara otra vez en aquel cuarto. Porque en la foto aparecía yo mismo, con mi cara y mis ropas, sentado sobre la cama y atándome los cordones de los zapatos. El pequinés sobre la almohada, con la mujer apoyándole la cabeza en el lomo. Tendida de espaldas, el pelo negro como el de Sonia y la bata azul fosforescente con el dragón dorado. Le dije a Carlitos: “completá acá, el muslo derecho, las piernas”; se lo decía como una especie de aliento que él entendió, porque se arrodilló sobre la silla para trabajar con más intensidad, al máximo de la velocidad de sus brazos. Parecía hipnotizado por el rompecabezas. Las fichas fueron acercándose unas a otras. La bata le tapaba las piernas hasta las rodillas. Yo recordé la mariposa tatuada en el muslo derecho. Los músculos se me aflojaron como si alguien les inyectara un cansancio inmediato. “Vamos –le dije a Carlitos–, hay que ir a dormir.” Lo levanté por los sobacos, arrancándolo de la mesa.
Cuando volví a la cama, lo hice creyendo que ella se habría dormido, y me acerqué a su cuerpo con precaución. Estaba despierta. Dio vuelta la cabeza –supuse, ilusamente, que para darme un beso– y dijo: “Esa no soy yo, porque jamás usaría un kimono tan ridículo”. El énfasis que puso en su afirmación me pareció gracioso, pero no me reí, ni le dije nada.
Al amanecer me sentía malhumorado. Lo primero que hice fue desarmar el rompecabezas. Eché las piezas adentro de la caja con violencia. Tal vez nunca deberían haber salido de allí.
Pasamos un sábado tranquilo, apenas desequilibrado por las menciones obsesivas de Carlitos acerca de esa caja. Ni Sonia, ni yo, queríamos hablar del tema. Ella había preferido hacerse la indiferente, y yo no tenía posibilidades –por el momento– de confiarle lo sucedido. Antes era distinto, hubiera sido como abrirle el corazón a mis infidelidades; ahora era casi una obligación. Un acto de cobardía comprometido por el destino de las piezas. Callar parecía ser la mejor de las opciones, aunque ella me mirara con desconfianza. Disimulé lo más que pude, hasta las seis o siete de la tarde, que fue cuando se cruzó de brazos esperando que le contara algo. Subí mis hombros. Sonia dijo:
–¿Y?
–¿Y, qué?
–¿Qué pasó en ese viaje?
Le dije “nada, pavota”; entonces se enojó. Simulaba estar bien dispuesta a escuchar mi declaración, pero no a seguir en ascuas. Quizás el tema principal ya no fuera el engaño, sino la mentira mantenida. Yo no torcí mis argumentos.
–Te digo que nada.
–¿Y el rompecabezas?
–No sé.
–¿Adónde está?
–Acá.
Busqué la caja sobre el aparador, y busqué los ojos de Sonia con la mirada. No teníamos ganas de pelear. Carlitos se colgó de mis brazos y me la quitó, desparramando las piezas por el suelo. Nos quedamos pensando, con Sonia. ¿Por qué recomenzar ese juego? Había un vacío entre los dos, era fácil de detectar, y un chico buscaba completarlo desde los mosaicos de la cocina, moviendo cartoncitos como autómata. Ella abrió un poco la boca para decir algo que no dijo, y después se agachó junto a su hijo, que histéricamente insistía en juntar bordes con bordes. Me fui a dar una vuelta, antes de que me absorbiera la tragedia.
Caminé dos cuadras hasta un bar, y entré porque estaba por llover. Mi propio hijo me traicionaba. Quién sabe qué fue lo que gritó el chino de la juguetería. Pedí una ginebra doble. “Si eran de la misma estatura, con Sonia, y el pelo del mismo tipo.” Podía ser ella, qué tanto. Salvo por los rasgos y el tamaño de los pechos, distinciones que desde la espalda no se notaban; podían ser la misma mujer. Cuando le pedí a la china que se pusiera contra la pared, erguida, me di cuenta de lo flaca que era. Como no me entendió la agarré y la puse. Unos pezoncitos de muñeca. Después la di vuelta. De espaldas era idéntica a Sonia; ahí le vi el tatuaje sobre el muslo. Ahí le abrí los cantos con las manos y ella torció la cintura. “Ji, ji, ji”, la china. Sonia no me dejaba incursionar por esos rincones. Estaba clarísimo: con la china había hecho lo que Sonia me prohibía. ¿Cuántas ginebras había bebido? Salí del bar borracho y excitado. Necesitaba una china masturbándose con el hocico de un pequinés embalsamado. Necesitaba besar esa mariposa y abrazarla en el suelo, en el baño, cuando se lavaba entre las piernas sobre la pileta de loza.
Entré a mi casa como al suicidio. El rompecabezas estaba desarmado sobre el piso de la cocina. Pero desarmado con furia, con la furia de una mujer engañada. Quién sabe qué habría visto, qué nuevo instante de aquella noche habría descubierto. Carlitos empezó a juntar lo que quedaba y le dije “vamos, vamos, andate al comedor o a tu pieza”. Se me notaba la borrachera en el aliento y en la voz cascada; yo mismo la noté. Tambaleé en mi lugar. Ella bajó los ojos. Tenía las manos serias, asustadas.
– Me voy –dijo.
Yo había preparado con anticipación un hueco en mis oídos para ocuparlo con esas dos palabras. Un agujero exacto, con las exactas dimensiones de un “me voy” apagado, seco, que estaba esperando escuchar de sus labios ya idos.
–Bueno –le dije.
La ginebra la alejaba más de mí. Ella recogió su valija y terminamos para siempre.
Caminé durante toda la noche; el departamento fue una calle interna, con paredes como las medianeras de una ciudad oprimida y compacta. Vi un cielo sin salida, el cielo de los que están solos, proyectado contra el techo del dormitorio. Había un sobre con la letra de Sonia. Lo toqué y lo apoyé contra mi pecho, sin abrirlo. Carlitos entró corriendo a la pieza. Su exaltación me hizo sentar. Una alegría extraña le pintaba la cara.
–Terminé el rompecabezas –dijo–, pero no lo terminé.
–Qué querés decir.
–Que falta una pieza.
Me levanté y fuimos hasta la mesa. La imagen había cambiado nuevamente. Adentro del cuarto rojo, con la puerta abierta del baño, mi figura ya no aparecía. Tampoco el pequinés de la mesita de luz (ese detalle me sumió en una especie de tristeza). La mujer sí, de espaldas, doblada en dos por su cintura, lavándose con su cara muy próxima al chorro de agua de la pileta. Desnuda. Se le veían las piernas flacas y las caderas. Me dio la impresión de verlo acabado.
–¿Qué decís que falta?
–Acá –dijo el chico, señalando el muslo derecho de la china. Sin esa mariposa, la mujer seguía siendo cualquiera; así, en la indefinición propia del rompecabezas. La china, una vecina de la china, Sonia, cualquier novia parecida de la juventud. Una mujer morocha, petisa, flaca, de espaldas. Me di cuenta de golpe. Una idea rara, casi un presentimiento, hizo que volara hacia la pieza. Me arrojé sobre la cama con la ansiedad de romper ese sobre con la letra de Sonia dibujando mi nombre. Al tacto, en la enloquecida carrera por rasgarlo, supe de qué se trataba. Lo abrí; solté el contenido sobre la colcha. Una mariposa roja del tamaño de un garbanzo se posó en el vacío que dejaban mis manos; con las alas desplegadas pero muerta, anterior, de cartón pintado.
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