Viernes, 1 de febrero de 2013 | Hoy
VERANO12 › JORGE ACCAME
Vamos por la senda mi hijo menor, José María, y yo. Llevo a Carlitos de la mano.
Caminamos los dos medio torcidos, él va unos centímetros más adelante porque el corredor entre los alisos es muy estrecho y no cabemos juntos.
José María corta con su machete las ramas que atraviesan. Al fondo se ve una luz intensa y yo pienso en los relatos de esa gente que ha estado muerta durante algunos segundos y luego vuelve a la vida.
Me han dicho que en el Angosto se pesca bien, así que preparé mi caña telescópica y mi reel, y le pedí a José María que me acompañe; pero al salir, Carlitos se puso a llorar porque quería venir conmigo.
Ahora estamos los dos, mirando la camisa azul de José María, empapada por la transpiración, que se le pega a la espalda.
José María levanta el machete y lo deja caer. Repite este movimiento una y otra vez, como si fuera su especial manera de existir.
La senda finaliza en un pequeño barranco. Nos lanzamos, hundiendo los pies en la tierra blanda.
Caminamos por las piedras hasta el río y armo el equipo. Carlitos mira cómo se retuerce la unca cuando la ensarto en el anzuelo. Le clavo la punta y sale un jugo pegajoso con olor a barro, la punta asoma y vuelvo a enhebrarla. El niño baja la vista. Ha descubierto algo entre las piedras.
–Miren, sapos –nos dice.
José María y yo nos descalzamos. Carlitos se sube a caballito sobre mi espalda y cruzamos el río en una parte donde el cauce es más ancho y menos profundo. José María junta las cosas y me sigue. Desde aquí al Angosto habrá una hora y media de caminata. Las piedras del fondo están flojas y ruedan sin cesar por la corriente. Un par de veces resbalo y estoy a punto de caer. Pienso cómo debería acomodar el cuerpo para que Carlitos no se lastime y recuerdo al eucaliptus de mi jardín que eché abajo el año pasado. Toda la tarde haciendo cálculos para que cayera en los tréboles y con el último golpe se desplomó sobre el techo del vecino.
Terminamos la travesía en la orilla opuesta, apoyo a Carlitos sobre una piedra y le pido a José María mi caña. Estoy impaciente por probar suerte en un pozo que vengo viendo desde antes de cruzar. Unos minutos, nomás. La línea corre entre la espuma. La dejo hasta que metros abajo se acaba la tanza y el anzuelo aparece corcoveando en la superficie. Recojo y vuelvo a lanzarla.
José María me dice que si quiero llegar al Angosto va a ser mejor que él se lleve a Carlitos a la casa y yo siga caminando. José María tiene los ojos pequeños, separados por una gran nariz de tucán. Detrás de ellos esconde las palabras que no dice. Hace poco que trabaja en nuestra finca; no lo conozco en realidad.
Pienso que tal vez después de todo no vaya al Angosto y me quede en los pozos cercanos, con Carlitos jugando en la arena. Pero Carlitos lo ha escuchado y quiere volver. Me explica que su mamá estaba haciendo tortas fritas para el té y tiene miedo de que sus hermanos se las coman todas.
Los chicos viven cambiando de idea. Si no le hubiera pedido a José María que viniera, ahora tendría que acompañar de regreso a Carlitos y habría perdido mi tarde de pesca.
–Está bien –digo–. Vuelvan.
Voy a quedarme un rato más aquí. Me gustan estos pequeños pozos con buenas correntadas. Siempre he pescado bien en ellos. Sólo un rato más.
Cruzan el río. José María carga a Carlitos, le pasa el brazo por el estómago y el niño va colgando, doblado en dos. José María tiene los pantalones mojados hasta el muslo y arrastra pesadamente sus piernas en el agua.
Aplasto un tábano sobre mi costado y cuando vuelvo la vista, los dos ya están en la otra orilla. José María se calza los zapatos. Carlitos busca algo entre las rocas, los sapitos que me había mostrado antes.
José María levanta el machete que había soltado para calzarse.
Sé que no lo debo pensar pero quizá José María le corte el cuello a mi niño. Tiene el machete en la mano y se le acerca. Carlitos está distraído, en cuatro patas, buscando en las piedras, escarbando con una ramita.
Yo no tengo manera de impedirlo, no puedo saltar el río y aunque lo hiciera no llegaría a tiempo.
Me muerdo los labios y junto las piernas apretando con fuerza las rodillas. Qué podría evitar que José María bajara el machete sobre el cuello de mi hijo y su cabeza rodara por las piedras hasta el agua. Estoy casi seguro de que lo hará. José María me mira y sonríe. Me estremezco. Otro tábano me está picando el hombro. Intento golpearlo con la mano abierta, pero fallo. Escucho el chasquido del planazo sobre mi piel y siento extenderse el ardor hacia la espalda.
Cuando levanto la cabeza y miro, José María estira el brazo para darle la mano a Carlitos y el niño corre hasta él y la toma. No logro oír lo que le dice por el estruendo de la corriente, pero debe de haber sido algo así como “Vamos para la casa, Carlitos”.
Los tábanos me están matando. Recojo mis cosas para seguir más adelante y vuelvo a mirar. Antes de que desaparezcan en un recodo, creo haber visto el manchón de la camisa azul de José María y las piernitas de mi hijo entre los alisos.
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