Domingo, 25 de enero de 2015 | Hoy
VERANO12 › LILIANA HEKER
En el momento de partir, la señora Eloísa aún pensaba que volver a Azul en auto era un hecho afortunado. El viajante que trabajaba para su futuro consuegro había llegado puntual a buscarla al hotel y parecía una persona correcta; había puesto mucho cuidado al acomodar su pequeña valija de lagarto en el asiento de atrás y hasta le había pedido disculpas por lo lleno de mercaderías que estaba el auto. Disculpa ociosa, pensó la señora Eloísa, estos primeros diálogos con desconocidos siempre le resultaban penosos. Ella misma, apenas el auto arrancó, se sintió obligada a hacer un comentario trivial acerca del calor agobiante, lo que generó un intercambio de opiniones sobre la baja presión, la probabilidad de lluvia y lo bien que esa lluvia le haría al campo, parecer –este último– que fue derivando mansamente a los campos del marido de la señora Eloísa, las tribulaciones de ser hacendado, las dichas y desventuras de ser viajante y los diversos atributos de otros muchos oficios. Al llegar a Cañuelas la señora Eloísa ya había hablado –primero con cordialidad, luego con creciente desgano– del carácter de sus tres hijos, de la inminente boda de la mayor, de las mesas de quesos, del colesterol bueno y el colesterol malo, de la alimentación más recomendable para un cocker spaniel, y a su vez conocía unos cuantos datos de la vida del hombre, datos que antes de llegar a San Miguel del Monte –y luego de un silencio gratamente prolongado– ni siquiera recordaba. Tenía sueño. Había apoyado la cabeza en el respaldo, había cerrado los ojos, y empezaba a sentirse acunada por el sonido del motor, sordo, aletargante, parecido a chicharras de siestas abrasadoras. ¿Le molesta si fumo? Lo oyó como viniendo entre una bruma de aceite y con esfuerzo abrió los ojos.
–No, por favor.
Miró con languidez al hombre que conducía, no recordaba en absoluto cómo se llamaba; ¿señor Ibáñez?, ¿señor Velazco?, ¿señor Burbujita Encantadora?, ¿maese Eructos?
–Gran compañero cuando uno maneja.
Esta vez abrió los ojos con espanto. ¿Quién? ¿Quién era un gran compañero? Buscó una pista a su alrededor pero nada: sólo el hombre fumando con los ojos exageradamente abiertos. El cigarrillo, claro. Hizo lo posible por ser vivaz.
–Todos me dicen que es extraordinario cómo despeja la mente.
Nunca nadie le había dicho semejante estupidez, había sido un error no volver en ómnibus, ahora habría podido extenderse en el asiento y dormir plácidamente. Entrecerró los ojos, pensó que, hasta cierto punto, acá también podía hacerlo. Apoyar la cabeza en el respaldo y quedarse dormida. Así, delicioso: dejarse adormecer y no despertarse hasta gran suerte. ¿Lo oyó? ¿Este hombre acababa de decir “gran suerte”?, ¿no iba a callarse nunca entonces?
–... porque la verdad que esta pesadez da sueño.
En la señora Eloísa fulguró un destello de alegría.
–Un sueño intolerable –dijo. Pensó que ahora el hombre se daría cuenta de que ella necesitaba dormir.
–Y no sólo la pesadez, ¿sabe una cosa? –dijo el hombre–. Anoche no pude pegar los ojos ni un segundo. Por los mosquitos, ¿vio que hay invasión de mosquitos?
Cállese, por favor, clamó ella en silencio.
–Por el calor –dijo–, si no viene una buena tormenta...
–La tormenta ya se viene, mire –el hombre indicó con la cabeza una masa oscura que venía del sur–. En dos minutos vamos a tener una lluviecita que para qué le cuento.
–Sí, qué lluviecita.
Ahora el sueño era un sentimiento doloroso contra el que no deseaba luchar. Casi con obscenidad volvió a apoyar la cabeza en el respaldo y dejó que los párpados cayeran pesadamente. Poco a poco fue desentendiéndose del calor y del hombre y se fue entregando al traqueteo monocorde del auto ...pero descansado no le tengo miedo a la lluvia. Dejó que las palabras se deslizaran por su cabeza, casi sin registrarlas. Lo que pasa es que hoy, qué sé yo, me parece que en cualquier momento me voy a dormir. ¿Un estado de alerta dentro del sueño? Tal vez motivado por el chasquido de las primeras gotas.
–¿Le digo una cosa? Hoy, si no tenía una buena compañía que me charlase, ni me animaba a salir.
Ella no abrió los ojos. Dijo con sequedad:
–No sé si soy una buena compañía.
La rabia casi había conseguido desvelarla pero no iba a darle al hombre el gusto de conversar: fingió que se dormía. En seguida oyó la lluvia como una demolición. Durante unos minutos fue todo lo que oyó y poco a poco se fue quedando realmente dormida.
–Por favor, hábleme.
Las palabras entraron en el sueño como un grito. La señora Eloísa abrió con dificultad los ojos.
–Qué manera de llover –dijo.
–Terrible –dijo el hombre.
Ahora otra vez le tocaba a ella.
–¿Le gusta la lluvia? –dijo.
–Poco –dijo el hombre.
Sin duda él no la ayudaba. Todo lo que pretendía era que hablase ella para no quedarse dormido. Casi nada.
–A mí me gusta, me gusta mucho –sospechó que por ese camino podía llegar a un punto muerto; se apuró a agregar–. Es decir, no así. –En un altillo, yo muerta de hambre, ¿pintora?, bailarina, y un hermoso hombre de barba amándome como nunca imaginó que se podía amar, y la lluvia sobre el techo de chapa–. No así –repitió con energía (debía darse tiempo para encontrarle otro rumbo a la conversación: el sueño la hacía meterse en callejones sin salida). Impulsivamente dijo–. Una vez escribí una composición sobre la lluvia –se rió–. Es decir, qué tonta, debo haber escrito muchas composiciones sobre la lluvia, es un tema tan vulgar.
Esperó. Luego de unos segundos el hombre dijo:
–No, no crea.
Pero no agregó nada más.
La señora Eloísa buscó con cuidado algo nuevo de qué hablar. Dijo:
–Me gustaba hacer composiciones –por fortuna empezaba a sentirse locuaz –. Tenía temperamento artístico, me dijo una vez una profesora. Originalidad. Esa composición que le digo, es raro que me haya acordado de golpe. Es decir, es raro que le haya dicho “una vez escribí una composición sobre la lluvia”, no le parece, cuando en realidad escribí tantas –el secreto era hablar y no detenerse–, y que no tuviera ni idea de por qué lo dije cuando lo dije, y que ahora sí. Es decir, no sé si puede entenderlo, pero ahora estoy segura de que cuando le dije “una vez escribí una composición sobre la lluvia”, quería decir la de los pordioseros y no otra.
Se detuvo, orgullosa de sí misma: había llevado la conversación a un punto interesante. Podía apostar que ahora el hombre iba a preguntarle: ¿Pordioseros? Eso sin duda facilitaría las cosas.
No, al hombre no parecía haberle llamado la atención. De cualquier modo, ella sin duda había dado con una buena veta porque ahora recordaba nítida toda la composición. Era lo esencial: un tema concreto, cosa de seguir hablando y hablando aun cuando estuviera un poco dormida. Dijo:
–Mire qué curioso, en esa composición yo decía que la lluvia era una bendición para los pordioseros, ¿cómo se me podía ocurrir una cosa así?
–Qué curioso –dijo el hombre.
La señora Eloísa se sintió alentada.
–Yo dentro de mí le daba una explicación bastante lógica. Decía que los pordioseros viven calcinándose al sol, en fin, se ve que me imaginaba que para ellos era siempre verano, bueno, se calcinaban al sol y entonces, cuando llegaba la lluvia, era como una bendición, la fiesta de los pordioseros, creo que decía.
Apoyó la cabeza en el respaldo como quien se premia. AZUL 170 KM, leyó a través del agua. Suspiró aliviada: había conseguido hablar un buen trecho, seguro que el hombre ya estaría despejado. Cerró los ojos y disfrutó de su propio silencio y de la amodorrante letanía del agua. Con ternura se fue dejando arrastrar hacia la concavidad del sueño.
–Hábleme.
Sonó imperioso y desesperado a la vez. Recordó al hombre y su cansancio, ¿es que tenía tanto sueño como ella? Mi Dios. Sin abrir los ojos trató de acordarse de qué había estado hablando antes de dormirse. La composición. ¿Qué más podía decir sobre la composición?
–Usted pensará que... –le costaba retomar el hilo–, es decir, la maestra pensaba que... –ahora le parecía vislumbrar otra punta del recuerdo. Dijo con firmeza–. Hizo un círculo rojo. La maestra. Hizo un círculo rojo alrededor de “bendición”, y escribió con letras de imprenta una palabra que yo en ese tiempo desconocía: Incoherente –miró con desconfianza al hombre–. No era incoherente. Tal vez usted piense que era incoherente pero no lo era.
–No, por favor –dijo el hombre– ¿por qué iba a pensar eso?
–Sí, seguro que usted lo piensa porque yo misma me puedo dar cuenta de que parece incoherente pero hay cosas... –cosas, ¿qué?; ya no veía con tanta claridad como recién por qué eso no era incoherente. Igual debía seguir hablando de lo que fuera antes de que el hombre se lo ordenase–. Quiero decir que hay veces en que el calor es peor que... –Contra su voluntad miró el cartel indicador. Un error: saber con exactitud cuántos kilómetros más debería seguir hablando le produjo una sensación angustiosa, como de estar cayendo en un pozo inagotable–. Hay veces en que el calor es abrumador, sobre todo si... –Buscaba con pánico las palabras, ¿y si nunca más encontraba un tema de conversación? Durante un brevísimo instante tuvo que reprimir el deseo de abrir la puerta y arrojarse al camino. De golpe dijo–: Una vez vi a una pordiosera –y se sorprendió de sus propias palabras porque la imagen no estaba en su memoria ni en ninguna parte: acababa de emerger de la nada, nítida bajo el calor sofocante de Buenos Aires: una mujer joven y desgreñada, un poco ausente entre los autos–. No sé si sería una pordiosera, es decir, no sé si ésa es la manera adecuada de llamarla: era rubia, y muy joven, de eso me acuerdo bien, y si no hubiese estado tan despeinada y tan flaca y con esa cara de desaliento... Eso era lo peor, la cara, esa impresión que daba de que iba a seguir día tras día errando entre los autos como si nada en el mundo le importara.
Hizo una pausa y miró al hombre; él hizo un leve gesto de asentimiento con la cabeza, como autorizándola a seguir.
–Había autos, ¿le dije que había autos?, un embotellamiento o algo así. Yo estaba en Buenos Aires con mi marido y con mi... Perdón, me había olvidado de decirle que hacía un calor espantoso, si no sabe lo del calor no va a entender nada. El auto estaba atascado y el sol pegaba de frente, así que yo saqué la cabeza por la ventanilla para respirar un poco. Entonces fue que la vi, mirándonos a todos con una indiferencia que daba miedo. Mi marido no la vio, es decir, no sé si la vio porque no me comentó nada, a él no le llaman la atención estas cosas. Estaba bien vestida, ¿se da cuenta de lo que le quiero decir?, una blusa y una pollera ajados y muy sucios, pero se notaba a la legua que eran buena ropa. Estaba ahí, entre los autos, y ni siquiera hacía el ademán de pedir, por eso no sé si está bien llamarla pordiosera. Era como si un buen día, así como andaba vestida, hubiese cerrado la puerta de su casa con todo lo que había adentro: el marido, las fuentecitas de plata, esas reuniones de imbéciles, todo lo que odiaba, ¿se da cuenta? El chico no, ahí tiene, ahí se da cuenta de que al chico en realidad no lo odiaba. Le resultaba pesado, simplemente, y más con ese calor. Pero odiarlo no lo odiaba. Al fin y al cabo se lo había traído con ella.
–Disculpe, me parece que me perdí –el hombre parecía más despierto ahora–. ¿Había un chico?
–Claro –dijo con fastidio la señora Eloísa–, ya le dije al principio que tenía un chico, si no dónde estaba lo terrible. La mujer estaba ahí, en medio de los autos, con el chico en brazos y mirándonos con esa cara de. Un bebé grande y muy rubio, rubio como la mujer, y gordo, demasiado gordo para cargarlo con ese calor, ¿entiende lo que le quiero decir? No me diga que sí, que entiende, yo sé que por más que se esfuerce no puede entenderlo. A usted le parece que sí, que lo entiende lo más bien, pero hay que cargar con una criatura cuando una está cansada y tiene calor para saber lo que es. Y eso que yo iba sentada, no como la mujer; sentada lo más cómoda en el auto. Pero igual sentía el peso sobre las piernas, y la pollera pegoteada, y encima mi beba que lloraba como si la estuvieran... –miró con desconfianza al hombre, que parecía a punto de decir algo. Ella no le dio tiempo–. Pero la mujer ni siquiera estaba sentada y a mí me parece que la espalda le debía estar doliendo una barbaridad. No tenía cara de dolor, tenía cara de indiferencia, pero yo igual me daba cuenta de que la criatura era demasiado pesada para ella.
Se quedó en silencio, un poco absorta. El hombre sacudía la cabeza. De pronto pareció haber descubierto algo que lo puso contento.
–Lo que es la vida, ¿no? –dijo–, seguro es la que se va a casar.
La señora Eloísa lo miró, perpleja.
–No entiendo lo que me quiere decir.
–Su beba, digo, se me ocurrió, esa nena llorona que llevaba en brazos –el hombre se rió bonachonamente–. Como pasan los años, seguro que ha de ser la que se le va a casar.
–Yo nunca dije eso –dijo ella con violencia.
–Perdón, no sé. Dijo que lloraba y entonces yo pensé...
–No, no me entendió, no lloraba. Yo dije muy claramente que pesaba mucho y que a la mujer le debía doler la espalda. Pero nunca dije que llorara. ¿Que iba a ponerse a llorar en cualquier momento? Eso se lo admito. No lo dije pero se lo admito: todos lloran. ¿Vio con qué desesperación lloran cuando una piensa que tienen todo lo que quieren y no se puede dar cuenta de lo que les pasa? Ese día hacía calor, un calor intolerable. Y el cielo era de un azul que lastimaba, un azul con el que una podría ser feliz si estuviera sola, o al lado de alguien muy –giró la cabeza hacia el hombre. Dijo con ira–: Si una no tuviera que cargar sobre la falda a un bebé que llora sin motivo –se pasó una mano por la frente como si estuviera espantando un insecto–. La mujer no hacía ningún gesto, seguía ahí parada con su aire de abandono, pero yo adiviné en seguida que estaba enfurecida. Quería tirar al chico, arrojarlo contra algo, pero no porque lo odiara. Quería tirarlo porque le pesaba mucho y hacía calor, ¿se da cuenta? No se puede soportar ese calor, y el peso, y el terror de que se pongan a llorar en cualquier momento.
Dijo y se puso a mirar la lluvia como si nunca hubiese hablado.
El hombre se movió en el asiento. Se aclaró la garganta.
–¿Y entonces qué pasó?
Ella se volvió hacia él con irritación.
–¿Cómo qué pasó? Eso pasó, ¿le parece poco? Una mujer muy cansada y con esa ropa tan linda, no sé, como si un buen día se hubiese dado cuenta de que estaba harta de todo. Entonces agarró al chico, cerró bien cerrada la puerta de su casa, y se fue. Así de simple. Ya sé que resulta difícil entenderlo pero así pasan las cosas. Una puede estar lo más tranquila corriendo una cortina o comiendo un bizcocho, y de pronto se da cuenta de que no da más. ¿Usted sabe lo que es una criatura que llora todo el día y toda la noche, todo el día y toda la noche? Una criatura es algo demasiado pesado para el cuerpo de una mujer. Después, con los otros, una se acostumbra o, ¿cómo decirle?, una se doblega tal vez. Pero con el primero es tan exasperante. Una resiste, no crea, una resiste y cada mañana se repite a sí misma que todo está bien, que tiene todo lo que una mujer puede soñar, que cómo la deben estar.... No, si da vergüenza confesarlo, pero es la verdad, hasta eso se llega a pensar: En las otras, quiero decir, en cómo la deben estar envidiando las otras mujeres con este marido tan atento que tiene una, y esta casa tan confortable, y esta beba tan gordita. Cosas así puede una llegar a pensar para tranquilizarse. Pero un buen día, no sé, algo se suelta. La beba que no para de llorar, o el calor, no sé, una no puede acordarse bien de todas las cosas si después no la dejan hablar de eso, ¿no le parece? Que no, insistían con que no, que ellos sabían lo que había que decir, que yo igual estaba enferma y no era aconsejable que hablase... Armaron toda una historia, un accidente o algo así, creo, pero no sé si fue lo mejor. Si yo lo único que quería, lo único que necesitaba decirles era que no la odiaba, cómo la iba a odiar, la quería con toda mi alma, ¿usted por lo menos me entiende? Simplemente la estrellé contra el suelo porque lloraba y lloraba y me pesaba tanto, usted no puede imaginarse, me pesaba más de lo que mi cuerpo podía resistir.
Ahora estaba muy cansada y pensó que le faltarían las fuerzas, que sencillamente le faltarían las fuerzas para seguir hablando el resto del camino.
–Quiero bajarme –dijo.
El hombre frenó en silencio. Debía tener mucho apuro por alejarse porque sólo la miró una vez, parada bajo la lluvia en la banquina, y arrancó en seguida. Ni siquiera le avisó que se olvidaba la valija de lagarto en el asiento de atrás. Mejor, esa valija era demasiado pesada para ella.
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