Jueves, 25 de enero de 2007 | Hoy
A. D. Q. –¿Cuáles? Por ejemplo, una forma de la modernidad que pone el énfasis en una palabra que hasta ahora no hemos usado: la palabra democracia.
–Para mí, la modernidad es la democracia.
A. D. Q. –No hablo en un sentido electoral...
–Mi campaña electoral estuvo basada en la necesidad de modernizar al Perú: modernizarlo políticamente, con la democracia política; económicamente, con el mercado, e internacionalizar la vida peruana.
A. D. Q. –Pero la democracia también es reconocer que hay sujetos múltiples en una sociedad...
–Desde luego.
A. D. Q. –... y no un solo proyecto nacional.
–La democracia es la diversidad, y es también la coexistencia en la diversidad.
A. D. Q. –Al aludir a los indígenas de la selva peruana has dicho que hay que “hacerlos acceder a la modernidad”. Hacerlos acceder. Ese nosotros imperativo que habla es antidemocrático. Seríamos “nosotros”, entonces, los que vamos a hacer que otros accedan a la modernidad que “nosotros” definimos, sin pensar que puede haber resistencias en esos sujetos a los que convertimos en objetos, que puede haber en ellos el deseo de que su modernidad sea de otra manera.
–Supones que las culturas son todas equivalentes. Y no lo son.
T. E. M. –¿Estás postulando, entonces, que algunas culturas son superiores a otras? ¿O entiendo mal?
–Quiero decir que hay culturas retrógradas y culturas progresistas. Hay culturas que reprimen el desarrollo del individuo. A ésas no las llamo ni siquiera primitivas. Las llamo bárbaras. Un ejemplo, en comparación con la cultura occidental y democrática, sería el fundamentalismo islámico. Ahí tienes una cultura que reprime a la mujer, considerándola un objeto; que sanciona aberraciones tales como imponer justicia mediante la amputación de miembros, que permite la castración femenina. Nadie me va a convencer de que yo debo condenar a inmensas masas humanas a padecer esa cultura sólo por el accidente geográfico de haber nacido en determinado lugar.
T. E. M. –Repruebo esas costumbres, por supuesto. Pero también repruebo el afán de imponer, en nombre de cierta superioridad civilizadora, una determinada cultura sobre las otras.
–Sucede que hay culturas incompatibles. Y esa incompatibilidad está representada para mí por polos que son los de la civilización y la barbarie, los de la modernidad y el arcaísmo.
A. D. Q. –Veamos si hay algún modo de zafarnos de esas oposiciones tan drásticas. Civilización o barbarie. Creo reconocer ese discurso. Ese discurso viene acompañado de otro: el del darwinismo social. El discurso de las sociedades fuertes y las sociedades débiles.
–No. La modernidad es justamente la ruptura de esos esquemas dogmáticos. Es el reemplazo de la idea de cultura por la idea de individuo. Un individuo construye su cultura escapando a los condicionamientos religiosos y étnicos: eso es la modernidad. Y la única cultura que permite esa inmensa diversidad en la que uno puede ser lo que quiere es la cultura democrática. En esa cultura, no hay otro modo de medir lo que quiere la gente que a través de las elecciones. Tú eres puertorriqueño. Y Puerto Rico es, para mí, uno de los ejemplos más interesantes del espíritu pragmático de un pueblo capaz de hacer concesiones en puntos que a primera vista parecen irrenunciables para alcanzar su modernidad y su desarrollo.
A. D. Q. –En ideas como la de nación y la de Estado.
–Así es. En ideas como la de nación y la de soberanía. Esas ideas están ya devaluadas por la cultura democrática. Mucho antes de que eso se convirtiera en una evidencia, los puertorriqueños –por intuición, por voluntad de supervivencia y por espíritu de superación nacional– pasaron el deseo de soberanía a un segundo plano. Con lo cual parecieran haberse anticipado a una de las metas del mundo actual.
A. D. Q. –Esa anticipación ha derivado, sin embargo, en una catástrofe social que se expresa en la música y en la literatura.
–Claro, siempre hay un precio doloroso que pagar. Pero si tú cotejas la situación de Puerto Rico con la de países latinoamericanos equivalentes, como Honduras o la República Dominicana, hablar de “tragedia puertorriqueña” resulta una broma de mal gusto.
A. D. Q. –Los modernizadores puertorriqueños de los años ’50 tenían una consigna cuyas consecuencias se ven ahora. “Gobernar”, decían, “es despoblar”. Era una consigna que se alzaba en nombre de la razón, de la democracia y del futuro. Contra esa modernización hubo una resistencia cultural.
–Pero el pueblo puertorriqueño, con un olfato más afinado que el de muchos de sus intelectuales, ha preservado cosas esenciales como el idioma, sin sacrificar sus posibilidades de desarrollo material. O sea que no se dejó colonizar culturalmente, a la vez que económicamente supo convertir su condición colonial en algo beneficioso para las mayorías. Si los intelectuales hubieran decidido la suerte de América latina, todo el continente sería ahora un inmenso Gulag. Hoy la democracia ya es algo asumido, pero en un principio fue una decisión instintiva de los pueblos y no un movimiento que los intelectuales hayan encabezado. NO: los intelectuales fueron a remolque de esa decisión.
T. E. M. –No siempre. En el caso de México, por ejemplo, fueron los intelectuales, desde Azuela, Reyes y Vasconcelos, los que contribuyeron a poner orden en el caos posrevolucionario y a afianzar la democracia. Has hablado de un precio que se debe pagar. ¿Crees que en tu país, el Perú, hay que pagar el inmenso precio de la soberanía nacional para alcanzar una modernidad para la que nadie te ofrece ninguna garantía previa? ¿Crees que México debe pagar ese precio para ingresar en el Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá?
–Lo que sí creo es que la modernidad significa la disolución de la soberanía. Si te acercas a un campo decisivo como el económico, descubres que las fronteras son ya algo muy relativo que está desapareciendo. Los mercados comunes están convirtiendo la idea de nación en una idea retórica. Si las sociedades primitivas quieren modernizarse ahora no tienen otro remedio que abrir sus fronteras. Si quieres mantenerlas, estás condenado a la suerte de Cuba o a la de Corea del Norte. Un país pequeño, que no figura en el pelotón de los países modernizados, tiene muy pocas posibilidades de decidir sobre las cuestiones políticas centrales que le conciernen. Fíjate en un país tan poderoso como Rusia. Pues bien: buena parte del destino de Rusia se está decidiendo fuera de Rusia. Y lo que vale para Rusia, ¿cómo no va a valer para la Argentina o el Perú? Empujemos esa realidad. Acabemos con las fronteras. Por primera vez en la historia de la humanidad, eso es ahora posible.
T. E. M. –La utopía que acabas de exponer es la que se puede expresar desde un país desarrollado, no desde la periferia. Los países desarrollados pueden predicar, mientras les convenga, la apertura de fronteras económicas, pero simultáneamente están cerrando cada vez más las fronteras políticas. No hay barreras ni aduanas para recibir los dividendos económicos de los pueblos subdesarrollados, pero las barreras se alzan de inmediato cuando se trata de recibir a los emigrantes de esos mismos pueblos. Les pasa a los turcos en Alemania, a los árabes en Francia y les pasaba o les pasa a los sudacas en España. O el liberalismo se da en todos los terrenos a la vez, o hay que desconfiar de su sinceridad.
–El proceso de la modernización es largo, está lleno de reveses y retrocesos, pero no es utópico. La utopía da sensación de irrealidad y no es irreal lo que postulo. Lo que ya ha pasado en el campo económico abre la puerta, de hecho, a una internacionalización creciente también en otros campos. ¿A quiénes Europa les pone visas? A los dominicanos y a los peruanos, pero no a los chilenos. ¿Por qué los chilenos pueden hoy entrar adonde quieren? Porque tienen trabajo en su país y porque Chile no exporta masas de hambrientos. No niego que haya dificultades en este proceso. Las hay. Fíjate en la internacionalización creciente de la cultura. Las comunicaciones han hecho volar las fronteras. Por primera vez, todos los hombres son ahora contemporáneos.
T. E. M. –Tu frase me recuerda lo que escribía Octavio Paz hace cuarenta años, cuando los tiempos eran otros, al final de su libro El laberinto de la soledad. Escribió, si la memoria no me traiciona, “Somos por primera vez en nuestra historia, contemporáneos de todos los hombres”.
–Cuando Paz lo escribió, era mucho menos cierto de lo que es ahora. Hoy es una realidad flagrante. Si haces a todos los hombres contemporáneos, los grandes beneficios de la modernidad van a convertirse en un apetito, en un deseo.
T. E. M. –Sigo sin ver cómo México pagaría con su soberanía el precio de la modernidad. No creo que el Tratado de Libre Comercio valga un precio tan alto.
–Soy un defensor acérrimo del tratado de Libre Comercio. Creo que es el más rápido instrumento para la democratización de México. Si el tratado se hace realidad, será muy difícil que pueda sobrevivir un sistema como el del PRI3, que está montado básicamente sobre el patrimonialismo, es decir, sobre el poder mantenido en base a prebendas y privilegios. En el momento en que haya una liberalización económica, no creo que el PRI pueda mantenerse. A ese tratado deben incorporarse todos los demás países que vayan abriendo sus economías. Chile puede muy bien postularse para ser admitido. Mientras más empujemos al mundo y a América latina en el camino de la integración económica, lo que equivale a una disolución de las fronteras comerciales, hay más posibilidades de acabar con aventuras bélicas y con aventuras imperialistas, puesto que nadie va a querer conquistar a quien ya le sirve y es su socio. Y en América latina es donde se puede llegar más rápido.
T. E. M. –Habría que saber si en Estados Unidos coinciden con ese punto de vista.
–La última campaña electoral en Estados Unidos ha mostrado la capacidad de regeneración que tiene el sistema. Había hartazgo y pesimismo con la recesión y con los reveses económicos internos. Se eligió entonces una figura joven, de otro partido. Y eso ha despertado nuevas ilusiones en el sistema como instrumento de cambio. Para mí eso es muy positivo, porque creo en el sistema. Ahora bien, Clinton representa un peligro en el campo de la internacionalización. En él veo el riesgo de una vuelta al proteccionismo y de un nuevo confinamiento en el localismo. Lo que vaya a ocurrir no está claro, porque Clinton envía señales aún equívocas.
T. E. M. –Había desánimo antes de Clinton, dijiste. ¿Por qué había desánimo? Pues justamente porque había fracasado una política de mercados abiertos, porque, al llegar a sus extremos, el liberalismo estaba mostrando sus grietas.
–No. Si Bush fracasó es porque frenó el impulso hacia la liberalización que había sido muy fuerte en tiempos de Reagan. Sucede que Bush nunca fue un liberal. Fue un conservador.
T. E. M. –Bush, de todas maneras, pone al descubierto el hecho de que, tras ocho años de impulso liberalizador, como dices, tras ocho años de Reagan, Estados Unidos había perdido todas las ventajas que tenía en su competencia con los japoneses, por ejemplo.
–Es que el mercantilismo destruye el liberalismo. La única manera de afrontar la competencia es compitiendo. Si las industrias no están en condiciones de competir, deben reformarse o desaparecer: ése es el principio básico de la libertad.
T. E. M. –La experiencia histórica demuestra, sin embargo, que el liberalismo económico rara vez va acompañado por el liberalismo político. Más bien sucede al revés.
–Pero a los países que han llevado más lejos su liberalismo les ha ido mejor. Los países con grandes sectores públicos están en desventaja ante los que ya han descentralizado su economía. Esas son leyes generales para las que no hay excepciones.
T. E. M. –Uruguay, sin embargo, decidió democráticamente, a través de un plebiscito, oponerse a la venta de sus empresas públicas. Y no me parece que le esté yendo tan mal.
–Ellos eligieron regresar a la idea de la tribu. No es infrecuente. Si no les va mal ahora es por la apertura sensata que se aplicó durante la presidencia de (Julio María) Sanguinetti. Su sucesor, Luis Lacalle, quiso llevarla un poco más lejos, y los uruguayos le dijeron “No queremos”. Pues bien. No quieren. Eso debe respetarse, porque no creo que esos procesos se deban hacer a la fuerza. ¿Quieren un Estado fuerte? Entonces hay que darles un Estado fuerte. Pero si existe la democracia, van a terminar descubriendo que esa política los pone en desventaja.
A. D. Q. –A esta altura de la conversación advierto que el verdadero modelo de Mario Vargas Llosa para el espacio público es Sarmiento, con su discurso civilizador y modernizador, y sus ideas de civilización y barbarie. No Borges, al que dedicaste un ensayo en el que lo oponías a Sartre, sino Sarmiento.
–Sarmiento me parece un escritor extraordinario. Facundo es, pienso, la gran obra narrativa del siglo XIX. Pero, a diferencia de él, no creo en la europeización racial. Su racismo es para mí inaceptable.
T. E. M. –Vuelvo a Borges, entonces. Por un lado están las erráticas ideas políticas de Borges, que se le han perdonado para dejar que prevalezca la grandeza innegable de su obra. Pero por otro lado está, también, la intención de Borges, a través de sus declaraciones públicas y de conferencias como “El escritor argentino y la tradición”, de que su visión o no visión del mundo, su antisentimentalismo, el pudor y la elusión que eran característicos de su obra, se conviertan en paradigmáticos para la literatura argentina: la intención de que toda la literatura argentina sea como era la literatura de Borges.
–Borges no fue un político y no puede juzgárselo como tal. Fue un escritor que descreía ya no sólo de la política sino también de la realidad. Pero eso que racionalmente tal vez sea un disparate produjo en su caso una obra magistral. De todos modos, tuvo actos de extremo coraje. Se opuso a la guerra de las Malvinas cuando su país estaba ganado por la histeria nacionalista, fue antifascista cuando las mayorías abrazaban el peronismo, que era en aquel momento la forma argentina de fascismo. Pero lo que queda de Borges no es eso, como tampoco es el lado político lo que ha quedado de Neruda, con quien habría que ser severísimo. Lo que queda de Borges es su extraordinaria capacidad para transformar la lengua literaria española con una fuerza que no se conocía desde los clásicos del Siglo de Oro.
A. D. Q. –Hacia el final de ese mismo ensayo, El escritor argentino y la tradición, Borges afirma que el escritor latinoamericano es como los judíos, que pueden innovar más fácilmente en la cultura occidental porque actúan dentro de esa cultura pero no se sienten atados a ella. Pareciera estar marcando así nuestra marginalidad frente al centro, que es la cultura occidental. ¿Esa es también tu posición?
–Borges refuta allí el nacionalismo con argumentos contundentes. Para él, la cultura está en un plano distinto del de la historia, que también es, él lo insinúa, una rama de la ficción. Pero creo que Borges representa la cultura occidental. No hay otro escritor en América latina que sea tan universal como él. Antes de Borges tal vez haya que citar a Rubén Darío, quien fue también capaz de decir: “Yo me apodero de lo que me gusta. Y lo que me gusta es mío”.
A. D. Q. –Pero eso sólo se puede hacer desde el margen. Desde el centro es imposible hacerlo.
–Cuando ellos lo hicieron no se podía, en efecto. Creo que ahora sí se puede, cada vez más. Aun así, no ser nada o ser todo es una de las maneras más auténticas de ser latinoamericano. Es el caso de Darío, a quien no se puede encasillar en una tradición concreta, porque está en todas a la vez. Lo concreto es su obra, que tiene un sello muy personal. También Borges y Octavio Paz son eso. Octavio Paz es un caso notable de universalismo que se expresa claramente en algo muy personal.
A. D. Q. –No entiendo entonces muy bien por qué Paz, en el comienzo mismo de El laberinto de la soledad, se refiere despectivamente al “pachuco”4 que es justamente producto de la hibridez y de la mezcla.
–No creo que Octavio Paz haya hablado despectivamente del pachuco.
A. D. Q. –No lo ve como una cultura. Lo describe como un no ser.
–Lo ve como a la encarnación de una falta de identidad. Y en eso descubre un símbolo. Pero no lo trata de modo despectivo. Más bien hace de él una descripción trágica...
A. D. Q. –Admiro profundamente a Lezama Lima, pero tanto él como Pedro Henríquez Ureña y otros intelectuales caribeños de primera magnitud tienen una ceguera plena ante el mundo afro. No pueden verlo como un mundo capaz de generar cultura. La otredad empieza donde está lo afro. Pero lo afro nos rodea por todas partes. Ahí tienes un serio problema de identidad.
–Creo que la identidad es un mito, una ficción. Lo afro es tan ficticio como lo blanco o como lo judío. La identidad es un producto de la ideología. Se trata de hacerme pensar que existen comunes denominadores a los que no podemos escapar, y eso no es verdad. Sólo adviertes que hay una identidad auténtica cuando te vuelves hacia lo individual. Mira tú lo de las identidades nacionales: eso es una pura ficción, una invención de los antropólogos.
A. D. Q. –Cuando veo a los puertorriqueños bailando sus plenas en Nueva York, no necesito hablar con los antropólogos para darme cuenta de que allí hay una identidad, algo que es propio de ellos y sólo de ellos.
–Pero ése es sólo un nivel donde yo también puedo ser un puertorriqueño. Oigo una plena y lloro. Me produce una emoción infinita. La bailo mal, pero no por eso me conmueve menos. Si de la plena hablamos, yo también soy puertorriqueño.
A. D. Q. –Sucede que en América latina se tiende a negar lo que es inmediato, no lo que es remoto. Insisto con Lezama Lima, uno de los grandes escritores del Caribe. Lezama no podía ver lo afro.
–No lo veía. Pero la identidad tampoco puede ser acumulativa, porque entonces desembocas en el artificio. Hablar de identidades puede ser equívoco y peligroso.
A. D. Q. –Pero sí se puede hablar de construcción de identidades. Lo que pasa es que la negación de lo afro, sobre todo en el Caribe, revela un conflicto cultural muy vivo todavía en la tradición latinoamericana.
–En lo que veo un peligro es en establecer un esquema intelectual ideológico, político, y en juzgar una obra exclusivamente en función de ese esquema. Eso es una distorsión, la vieja distorsión ideológica, de la literatura y de la cultura en general. Según eso, quienes son políticamente correctos son buenos y son válidos, y quienes no, no lo son. Así se establecen unas jerarquías aberrantes. Quiero añadir algo sobre la identidad. Hay identidades que aproximan a ciertos seres, pero no en función de la geografía o de la religión, por ejemplo, sino en función de sus propias semejanzas como individuos. Lo demás es artificio.
1 Cf. Granta, Nº 36 Summer 1991, Vargas Llosa for President. Incluye el texto al que alude Vargas Llosa y otro de su hijo Alvaro, que luego formaría parte de un libro de este último sobre la campaña presidencial, publicado en 1992 por Seix Barral.
2 Vasconcelos fue candidato a la presidencia de México en 1929. El Ulises criollo fue publicado en 1935.
3 Sigla del Partido Revolucionario Institucional, del que han salido todos los presidentes de México en las últimas seis décadas.
4 En su libro de 1950, Octavio Paz define a los “pachucos” como a “bandas de jóvenes, generalmente de origen mexicano, que viven en las ciudades del sur (de Estados Unidos) y que se caracterizan tanto por su vestimenta como por su conducta y su lenguaje”. Los pachucos son también conocidos como “chicanos” y constituyen ahora casi un tercio de la población en el sur de Texas y de California.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.