En diciembre de 2001, hace tres años y medio, sonaron las cacerolas hasta que voló el presidente electo en las urnas cuando apenas había gastado la mitad del mandato. “Que se vayan todos”, estalló la consigna impulsada por la bronca dominante y, tal vez, por un ideal renovador que tenía la intención última de reconciliar a la política con la sociedad. La bronca se apagó, pero el ideal sigue pendiente. Quedaron algunas brasas encendidas, aquí y allá, como luces mortecinas y dispersas, a la espera quizá de futuros vientos que las enciendan.
La construcción de partidos nuevos requiere mucho más que movilizaciones callejeras. Lo ideal sería una acción combinada, interdisciplinaria, de las instituciones democráticas, con la ley, los tribunales y los recursos del poder, pero es casi una visión idílica, ya que los que tienen que ser desplazados resistirán con las fuerzas acumuladas, entre ellas y no menor la fuerza de la costumbre. Por lo pronto, hay que cerrar las fuentes de alimentación de los viejos aparatos porque no sólo les dan energía para sobrevivir a las tempestades sino que terminan enviciando a los brotes que tratan de florecer en los troncos tradicionales.
Buena parte del movimiento popular, que se presentaba como un actor social diferente, hoy en día funciona con las reglas del antiguo régimen. Sería vano esperar que las representaciones de lo establecido se peguen un tiro en el pie derecho, aprobando la “reforma política” que cambie las normas de relación entre la plata y los partidos o termine con la lista sábana armada “a dedo”, para citar nada más que lo obvio.
Con la mitad del mandato cumplida, el Gobierno ya dejó de hablar de “reforma política” y hasta la “transversalidad”, propuesta cuando todavía se sentía débil, ahora se enuncia como frentismo peronista, mientras el plebiscito que se reclama para octubre próximo quiere reinstalar en el centro de la política el añejo paradigma de líder y mayoría. El complejo de Perón es como el de Edipo: muchos lo pueden contraer, pero nunca será igual al original, y en la mayoría de los casos empieza y termina en pura imaginación.
Si comenzara por la cabeza, la reforma política sería más fácil y centralizada, aunque eso no quiere decir que sea imposible de otra manera. Cuando arranca desde abajo o desde el medio, no puede ser desde un solo punto, porque la cuesta a remontar es demasiado empinada. Tienen que encenderse brasas, las que quedaron y muchas otras, en numerosos sitios a la vez, en el Concejo Deliberante, en la Intendencia, en la Legislatura provincial y hasta en la Gobernación, lo importante es que la mayor parte sople en el mismo sentido para avivar el fuego.
Para arrancar la carrera casi cualquier lugar es bueno, un club de barrio, un movimiento vecinal, una organización social, siempre que represente la voluntad de los que lo rodean, y los participantes tendrán que estar preparados para derrotas y victorias, para consagraciones y fraudes, pero manteniendo la terca convicción de empezar una y otra vez, hasta que se consolide la tendencia. Ganada la primera elección, es apenas el principio y, en lo posible, hay que tener planificados los pasos sucesivos.
La experiencia pasada y la actual muestra que más de uno que llegó desde abajo luego se pierde en los pasillos del poder o pasa por el sitio conquistado sin dejar rastro, o en lugar de armar bloques los hace añicos o, lo que es peor, se corrompe como el más vicioso de los veteranos. A veces el impulso llegó hasta lo más alto de la pirámide institucional y allí se marchitó como una flor arrancada de la planta. Y hay que arrancar de nuevo. La materia prima básica es la participación ciudadana, que el que tenga ganas se comprometa en la medida de sus fuerzas y, en un ejercicio de tolerancia cotidiana, busque a los iguales hasta encontrarlos. Hasta el momento, nadie en el mundo propuso métodos más drásticos en la democracia para producir los relevos renovadores, después de la crisis mundial de las representaciones y de las ideologías del siglo XX, excepto seguir dependiendo del caudillo iluminado, hasta que se apague y venga otro.
Esto no quiere decir que deba abandonarse el reclamo hacia los de arriba ni que la sociedad tenga que reemplazar a los que asumen el gobierno para resolver las grandes cuestiones nacionales (pobreza, empleo, educación, salud, justicia, etc.), pero aun esas demandas serán más efectivas si tienen defensores en todos los niveles donde se toman las decisiones que afectan la vida de cada miembro de la comunidad.