Desde la década del ’30 –es decir, desde el inicio de lo que podría llamarse, con alguna licencia, la Argentina moderna–, la política de alianzas internacionales argentina parece signada por la unilateralidad, a menudo condimentada por fuertes dosis de nostalgia y romanticismo. Por ejemplo: fuimos proeuropeos desde 1930 hasta 1945 –es decir, precisamente cuando el modelo de agroexportación hacia Europa declinaba–; y pro Eje desde 1945 hasta 1955 –es decir, justamente después de la derrota de los nazis alemanes y los fascistas italianos en Europa–; luego volvimos por largos años a nuestra tradicional alineación con “la vieja Europa”, para luego reincidir –en el tercer gobierno de Perón– en la admiración por Italia –esta vez la de Licio Gelli en vez de Mussolini– y llegamos a ser prolibios –quizá por asociación de ideas: después de todo, Libia es una ex colonia italiana–. Bajo la dictadura militar de 1976-1983 fuimos discretamente prosoviéticos, por una combinación de rechazo a la política de derechos humanos de EE.UU. de Jimmy Carter y de usufructo de las ventas agrícolas a la URSS, que por esos años tuvo la idea de invadir Afganistán y sufrió un embargo cerealero norteamericano a consecuencia. La vuelta de la democracia fue la vuelta al europeísmo, con Menem fuimos pronorteamericanos y el último experimento parece ser con Brasil.
De cada una de estas experiencias salimos como despechados, como desilusionados, por la simple razón de comprobar en cada caso que los intereses nacionales argentinos nunca podían coincidir palmo a palmo con los de la “vieja Europa”, la Alemania nazi, Italia, la Unión Soviética, Estados Unidos o Brasil. En estos romances pareciera haber algo de narcisismo de vieja dama decadente que, en lugar de alianzas, busca un espejo favorable en que mirarse y con el que identificarse, así como cierta inercia que pone a la Cancillería en un piloto automático y se niega a aceptar la realidad de que una política de alianzas internacionales, especialmente para un país como la Argentina, debería ser un instrumento extremadamente maleable y cambiante que necesita adaptarse a las necesidades del día a día. A la política exterior argentina tradicional le faltan oportunismo y traición, es decir, justamente las cualidades que distinguen a la política exterior de cualquier potencia, grande, chica o mediana. Es posible que esa inercia se derive de la llamada “edad dorada” previa a los años ‘30, donde casi toda la política exterior necesaria era embarcar granos y carnes hacia Europa. Pero en realidad, lo necesario está en el extremo opuesto, en apostar a distintas fichas al mismo tiempo y en hacer lo que hace cualquier país pequeño: jugar a los más grandes el uno contra el otro, para venderse según el caso al mejor postor.
Es posible que estas opiniones provoquen escándalo, pero eso es porque el debate sobre política exterior –en la escasa medida en que tal cosa existe– está signado por la estrechez de miras ideológicas de todas las partes involucradas y el apasionamiento político por las disputas de otros. Por ejemplo, un conservador prooccidental de la vieja escuela vería –y ve– con horror acuerdos con Cuba y Venezuela, mientras un progresista haría lo propio frente a acuerdos con Estados Unidos. Pero en relaciones internacionales, que es el campo más frío, implacable, duro y cínico de la política de los Estados, no valen el romanticismo ni los enamoramientos: solamente los resultados.
Principio de realidad, por favor. La Argentina es un país chico y su peso internacional es insignificante, por lo cual experimentos como la membresía del gobierno alfonsinista en un grupo de países por el desarme nuclear mundial o el intento de mediación de Carlos Menem entre árabes e israelíes resultan curiosidades de humorismo involuntario que parecen sacadas de una novela de Evelyn Waugh. Pero las últimas noticias que llegan a mi escritorio no son demasiado alentadoras: parece que hay una pelea con Brasil por compartir (o alternar) un asiento permanente en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, justamente cuando este organismo ha perdido todo significado tras la invasión unilateral estadounidense de Irak.