Desde que tengo uso de razón me aprietan los zapatos.
Ser argentino es como haberse comprado zapatos nuevos. Duros y en punta. Ideales para que a una la pasen a buscar en auto y la depositen en un cine o en un restaurante, pero fatales si el programa es caminar sin rumbo fijo. Ser argentino es caminar sin rumbo fijo, pero con zapatos nuevos. Ser argentino es una piedra en el zapato. Una molestia permanente que no nos deja concentrar en el paisaje, ni en el día extraordinario que acaso nos ha tocado en suerte, ni en esa callecita tentadora, ese pasaje de nombre raro que no figura en la Guía Peuser. La Argentina es un pasaje que no figura en la Guía Peuser. Una curiosidad geográfica, política y social, una sorpresa cultural, un desconcierto fenomenal a la hora de atajar el talento. El talento argentino chorrea a borbotones y es malo y es bueno. Es bueno porque es mucho y de tanto que es, se sale de cauce. Por eso mismo es malo. Porque termina desaprovechado y porque, por si eso fuera poco, como solían decir los talentosos vendedores ambulantes, encima está sobreestimado: es mucho pero creemos que es muchísimo. Ser argentino es arreglarse con poco y tener grandes ideas. Y no poder llevarlas jamás a cabo. Es estar en el medio del río y no ver una luz, como los uruguayos, que según Jorge Drexler cantó en la entrega del Oscar, creen haber visto esa luz al otro lado. Los argentinos no vemos lucecitas. Vemos estrellas fugaces. Somos de encandilarnos. De enceguecernos. De llevarnos todo por delante. Las lucecitas siempre nos parecen poca cosa. Los argentinos tenemos grandes expectativas. Tantos climas y tantas esperanzas. Y la realidad nos torea y lo que hay es menos, siempre menos de lo que hemos soñado. Ser argentino es haberse desilusionado. Es haber creído que estábamos para el campeonato. No se puede creer cuando nos eliminan en cuartos de finales. ¿No éramos los mejores? Pareciera que no. Pareciera que prometíamos. Como antes, como hace tanto, como cuando no habíamos nacido, pero el granero del mundo pintaba para potencia. Y mirá lo que quedó. Pendejos cartoneando. Pendejos haciendo malabares. En los semáforos, ellos hacen que saben tirar las pelotitas como si fueran del Sarrasany. Pero las pelotitas se les caen y dan pena, y algunos ni los miran, pero otros les ponen la moneda de veinticinco centavos en la mano precisamente porque las pelotitas se les caen, porque no son payasos, porque te parte en dos el patetismo de la gracia mal hecha. El papelón por veinticinco, ¿quiere que se lo haga de nuevo? Cuando corte el semáforo, ellos van a volver a hacer lo que saben. Qué van a saber, si tienen siete años. Ser argentino es quedarse pensando en ese chico y también es olvidarse. Es tener memoria del horror y desmemoria. Es tener conciencia de que hoy no se chupan a nadie por pintar una pared pero putean porque cortan una calle. Es vivir con la soga al cuello porque nunca, nunca en estos años se logró exterminar el bicho autoritario. Ese bicho que nos sale de adentro, del intestino del país, esa bacteria comecarne que no mata ideas pero mata gente. Acribillada o de hambre. Ser argentino es no haber terminado de sacarse la faja. Vivir fajado para no decir todo lo que uno piensa. Ser argentino es no querer escuchar la verdad cruda. Es apenas aceptar la verdad razonable. Es desnudarse a medias, dejarse los zoquetes puestos en una noche de frenesí. Ser ridículo. Eso es ser argentino. Capitanes Beto con fotos de Gardel rumbo al espacio. Es estar orgullosos de Ginóbili (de Manu) porque triunfa en EE.UU. y repetir como pelotudos que inventamos el colectivo, el dulce de leche y las huellas digitales. Es ser poquita cosa pero con una soberbia obesa. Ser argentino es andar con zapatos nuevos como la democracia que ya anda por la mediana edad y sin embargo parece una quinceañera atolondrada que en cualquier momento vendrá a decirnos que quedó embarazada. ¿De qué estará embarazada esta democracia nuestra? ¿Qué parirá? ¿Un mañana más amable para la mayoría o un monstruo que la devore?
Ser argentino es haberse comprado zapatos nuevos y salir a caminar sin rumbo fijo. Es maldecir esta naturaleza de comprador compulsivo. Es hacer facha con los zapatos nuevos cuando lo único que los haría felices sería olvidarnos que tenemos pies, y andar ligeros, cómodos, reconciliados con el modesto piso que pisamos.
Ser argentino es pedir lo imposible, ser realistas.