A los ponchazos, mezclando hartazgo, revanchismo de tribunal popular, resentimiento de consumidor estafado y desesperación kamikaze, en más de 20 años de democracia, “la sociedad” –ese sociologismo indigente con que los comunicadores se empeñan en aggiornar la categoría “la gente”, que a su vez ya era un estadio superior de la “Doña Rosa” acuñada por Bernardo Neustadt– ha puesto en la picota a prácticamente todas las instituciones, corporaciones, gremios, cofradías, sectas y hasta grupos de autoayuda de la Argentina. Aunque la mayoría de esos procesos y sentencias tenga hasta ahora poco correlato jurídico real, ya fueron juzgados (y condenados) los militares, la clase política, los partidos, la policía, los bancos, los economistas, los sindicalistas, los encuestadores, los empresarios, los jueces, los abogados, los directores técnicos, los curas, los terroristas, las AFJP, los paseadores de perros, los guardiacárceles, las petroleras, los secuestradores, los travestis, los fumadores. Sólo hay una clase que se mantiene fuera de la órbita de este exhaustivo frenesí inculpatorio: los medios. Ese mero carácter excepcional debería bastar para alertarnos.
¿Por qué nadie dedica a la televisión, la prensa escrita o cualquiera de las innumerables y dinámicas falanges que componen el ejército de la comunicación de masas ni siquiera el diez por ciento del escepticismo, la suspicacia, los razonamientos conspirativos, la voluntad demonizadora y el furor, el furor inmediato, ciego y como inconsolable, que “la sociedad” dedica todos los días a defenestrar de plano al Parlamento, a los médicos en huelga que entonan cánticos ensordecedores “a escasos metros de la unidad de cuidados intensivos pediátricos” (La Nación dixit), a las multas fotográficas, a los inspectores coimeros o a Omar Chabán? ¿Por qué en un país completamente poseído por la compulsión a la sospecha, esa prima pobre y resentida y casi paródica de la lucidez y la vigilia (“¿El juez Gustavo Bruzzone es coleccionista de arte? ¿Con un sueldo de juez?”, Lanata dixit), el único aparato que sigue siendo misteriosamente indigno de análisis, investigación, crítica y denuncia es justamente el que más vive de esa compulsión, el que más se alimenta de ella, el único que no se cansa de ponerla en escena, difundirla y hasta de instigarla?
Pensaba esto hace unos días, el viernes 13 de mayo, mientras veía el clip imperdonable con el que Telenoche –emblema de la “seriedad” informativa en televisión– editorializaba su postura ante la decisión de dos camaristas de excarcelar a Omar Chabán. Vagamente reunidas alrededor de la idea de impunidad desfilaban imágenes de Videla, Massera, María Julia Alsogaray, el caso Cabezas, la AMIA y, por supuesto, Chabán y la tragedia de Cromañón, mientras una voz en off enfática, digna de los peores spots promocionales de la última dictadura militar, vociferaba entre compungida y severa un pastiche plagado de lugares comunes extorsivos y de mayúsculas (Dolor, Justicia, Sociedad, Ricos & Famosos, etc.). No importa cuál sea el grado de responsabilidad que se le endilgue en el caso Cromañón, Omar Chabán sólo puede compartir cartel con un ex presidente genocida en la cabeza infame, canallesca y mendaz de alguien que, bajo el pretexto, una vez más, de hacerse eco de “la sociedad”, decide renunciar no sólo a la verdad, a la dosis mínima, vital y móvil de discernimiento que hace falta para comprender cualquier hecho, sino a la más primaria y elemental sensatez. Es curioso: ¿no es esa virtud promedio, alérgica a todo extremo y toda agresividad, la que los medios suelen jactarse siempre de encarnar? ¿No es así, invocando el sentido común, la razonabilidad, el equilibrio, como los medios se desligan de toda responsabilidad sobre los discursos que emiten, alegando que no hacen más que transcribir lo que piensa o siente “la sociedad”?
Nunca como ahora hubo tal mímesis entre los medios y sus consumidores. Nunca como ahora los medios trabajaron tanto para identificarse con “la gente”, presentarse como portavoces de “la sociedad”, ponerse en el lugar de “todos los argentinos”. Comparadas con esta epidemia de populismo mediático, las inflexiones campechanas del oficialismo suenan casi como pinceladas costumbristas. A veces –las poquísimas veces que sufren algún asedio que va más allá de una protesta por una jugarreta de horarios o el robo de alguna figura estelar–, la respuesta de los medios es que asumen esa posición de representación porque las instituciones entre las que debería estar repartida están en crisis y no pueden cumplirla. Es una respuesta tan canalla como la que dan cuando “cubren” la noticia del furor de los cientos de deudos de Cromañón compaginando a Chabán con Videla y María Julia Alsogaray. Que un país esté signado por la injusticia, las estructuras mafiosas y la ilegalidad no justifica que los medios, para dar cuenta de ese estado de cosas, sólo usen la retórica de la policía (el archivo de un canal de TV es hoy mucho más temible que cualquier uniforme), la mentira, la confusión deliberada, el sentimentalismo, la emoción fascista de un primer plano de dolor o de llanto o de violencia contextualizado por la más simple y siniestra mala fe.
Por razones como mínimo interrogables, sin duda ligadas a la manera específica de hacer política de la comunicación de masas –una manera para la cual la obscenidad, el delito, el corporativismo, la impunidad y cualquier mal de la época son por definición siempre ajenos–, los medios conquistaron en poco más de dos décadas de democracia una inmunidad, un privilegio de extraterritorialidad (por no decir una condición justiciera) que les permite representar, poner en el aire, comunicar “todo lo que pasa” desde una especie de afuera incontaminado, como si el medio (sólo un país necio como éste obliga a volver sobre semejante evidencia) no fuera un factor clave de aquello que comunica y la idea misma de empalmar el rostro de Chabán con el de Videla, lejos de ser un “comentario”, no hubiera estado la noche del viernes ahí, frente a Tribunales, tan presente como los familiares de los muertos o la policía, no informando ni esclareciendo los hechos sino borroneándolo todo en el fango de la mentira y el golpe bajo
La crisis de diciembre de 2001 pasó en limpio con crudeza algo que ya sabíamos: el carácter complejo, oscuro y a menudo falaz de cualquier representación. Demasiado entretenidos en soñar con linchar a nuestros representantes políticos, nos dejamos idiotizar por (y hasta terminamos haciendo nuestras) las palabras, ideas y emociones que los medios dicen que decimos, pensamos y sentimos, y abrigamos la ilusión atroz de que de un lado está la ignominia (los políticos corruptos, los criminales, los mafiosos) y del otro lo único donde todavía palpita un resto de Humanidad, de Decencia y de Esperanza: la alianza entre nosotros y los medios. En otras palabras: el horror.