Sobre las cosas pendientes, razonables o no

Por Leonardo Moledo

Bueno, y resultó que, para mí, lo que estaba pendiente era escribir una nota para el anuario. Pero, ¿qué se puede decir de las cosas pendientes?

–Andá al café –me dijo Raquel, mi esposa–, enseguida te van a decir cuáles son las cosas pendientes y te vas a inspirar.

–Pero, ¿te parece que me van a decir cosas razonables? –contesté.

Me fui al café.

Nelson, el mozo, me comprendió perfectamente: una cosa pendiente es diseñar una máquina que asegure que Boca siempre va a ganar –me dijo–, póngalo en su diario y, de ese modo, en una de esas a alguien se le ocurre.

–Ponga que la deuda pendiente es la deuda interna, y que parte de esa deuda es desarrollar la ciencia y la tecnología –dijo una mujer gordísima que todas las tardes viene a tomar un té con leche y medialunas, y después se larga a llorar desconsoladamente–. Ponga que sin ciencia y técnica no hay desarrollo posible –y se puso a llorar.

La verdad, nunca creí en ese slogan: “Sin ciencia y técnica no hay desarrollo posible”. Ultimamente ando pensando que el desarrollo, posible o no, depende de la existencia de una clase capaz de tomar el desarrollo en sus manos, incluso hasta el punto de lograr, democráticamente, el poder político.

–Siempre que se den las condiciones –apuntó un parroquiano desde otra mesa–; por más vocación que hubiera por el desarrollo, un gobierno como el de Menem sembró la destrucción.

–Tal vez –le contesté–, pero no se olvide de que Menem no fue un horrible dictador que se apoderó del poder por la violencia y que mantuvo oprimida a la población. Ganó las elecciones con todas las de la ley y revalidó su mandato con el apoyo de la mitad del país que votó por él; muchos de los que ahora lloran sobre las ruinas. ¿Usted no lo votó?

–Por supuesto que lo voté –contesté.–Y lo volvería a votar.

–Tenían un criterio tan parasitario como la burguesía, que en vez de reinvertir en el país pone su plata en departamentos en Miami –seguí–. Si usted lee el libro de mi amigo José Natanson, va a ver que todos esos buenos muchachos, los economistas neoliberales, no fueron solamente una banda que fundió al país sino gente que tuvo consenso popular hasta que todo estalló.

La gorda se levantó enjugándose las lágrimas y salió apurada a comprar el libro.

–Y le digo algo más –señaló un viejo–. Si en las últimas presidenciales la segunda vuelta hubiera sido entre López Murphy y Menem –me recorrió un escalofrío retroactivo–, todos los seguidores del dictador depuesto, incluso los que ahora gobiernan, hubieran votado a Menem. Así son los partidarios del dictador depuesto.

Era muy viejo y muy gorila.

–¿Quién es el dictador depuesto? –preguntó un chico.

–Videla –le contestó la madre, al tiempo que le daba una sonora bofetada, que no tenía mucho de razonable.

–¿Y entonces? –preguntó alguien–. ¿La ciencia y la técnica no tienen nada que ver con el desarrollo?

–Por supuesto que tienen que ver –contesté–, pero a veces me pregunto si no son más bien un índice del desarrollo que una causa del desarrollo. Un país puede crecer perfectamente bien con la ciencia disponible, y la investigación científica crecerá naturalmente si se implementan políticas razonables. Pero también puede ocurrir que el núcleo científico crezca como apéndice de los grandes programas internacionales sin que por eso beneficie al crecimiento, y que funcione como el sector importador de la era menemista. Esta vez, exportador en el sentido más literal, ya que estaría produciendo científicos que finalmente no hacen sino abastecer a los centros europeos y norteamericanos, que planifican muy bien su captación de científicos del tercer mundo. Es decir, seguiría el país financiando el crecimiento del centro. Lo cual, desde ya, no sería una política razonable.

–Usa mucho la palabra razonable –me dijeron.

–Es que creo que suele ser la clave de todo –dije–. Marguerite Yourcenar decía, por boca de Adriano, “que no hay cosa más difícil que la sensatez”, y realmente estoy de acuerdo. Es impresionante la cantidad de cosas que se solucionarían siendo razonables. Muchas veces los pueblos van a una guerra para, después de incontables desastres y desgracias, estar exactamente en la misma situación que al empezar la guerra y firmar la paz en las mismas condiciones en que podrían haber acordado de entrada, con la diferencia de que el equilibrio del principio es un equilibrio de Pareto y el del final es un equilibrio de Nash.

–¿Por qué no nos cuenta que son esos equilibrios?

–No ahora –dije–, tal vez en el próximo anuario. Pero pueden sacar Una mente brillante del videoclub. Trata, justamente, de Nash. Lo cierto es que los equilibrios de Pareto son los que se alcanzan con la sensatez, y los de Nash cuando no queda más remedio que ser sensatos. Por supuesto que los de Pareto son más beneficiosos. Pero la cultura argentina corriente siente predilección por los equilibrios insensatos.

–Ya que le importa tanto la razonabilidad, ponga que una cosa pendiente es tener una izquierda razonable, que cuando alguien ose sugerir que “tal vez en Cuba no hay tanta libertad de prensa”, no acuse a quien lo dijo de ser un lacayo del imperialismo –dijo un tipo de izquierda.

–Y una derecha razonable que se alegre cuando se declaran inconstitucionales las leyes que amparan a los militares genocidas y pida que se los juzgue, y que no digan que cualquiera que los ataca es un “zurdo” –dijo un tipo de derecha.

–Y sindicalistas razonables, que defiendan cosas razonables –dije–, que luchen por los derechos sindicales, pero no por los disparates sindicales.

–¿Por ejemplo? –preguntó, agresiva, una chica que militaba en no sé qué agrupación de base.

–No me pongas en compromisos –dije–. Ya tuve bastantes problemas cuando una vez hice una crítica razonable a los irracionales que tomaban el rectorado.

–Mmm –dijo alguien–, la crítica era razonable, sí. Pero tal vez un poquitito, sólo un poquitito mordaz.

–Bueno, de eso hace ya mucho tiempo –dije.

–Antes haría falta que hicieran justicia a los indígenas de la Patagonia, y que sacaran el nombre y las estatuas del genocida Roca –insistió la chica.

–Totalmente de acuerdo, pero de eso se va a ocupar Osvaldo Bayer, en este mismo anuario, con toda seguridad.

En ese momento volvió la gorda con el libro de José Natanson, se sentó, lo abrió y se puso a llorar a mares.

–¿A usted le parece razonable? –me preguntó Nelson.

–Sospecho que no –le contesté–, pero no puedo seguir en esta conversación. Tengo que escribir sobre las cosas pendientes y terminar mi nota hoy mismo. Al final, venir al café no me sirvió para nada.

–Ambiéntela en el café –dijo Nelson– y ponga que lo que está pendiente es la razonabilidad.

–Suena razonable –dije. Y así lo hice.

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