La Argentina solía ser un país de esperanza, un sitio donde cada habitante sabía, en el fondo de su corazón, que sus hijos vivirían mejor que ellos. Eran épocas del sueño del ascenso social, sueño que, mágicamente, quienes vivían en este país veían concretarse a lo largo de su vida. Eso conllevaba implícito grandes esfuerzos, cada peso se ganaba sudando y no siempre la acumulación, a veces módica, se hacía en menos de una década. Pero los esfuerzos, generalmente, tenían sus recompensas.
El convencimiento colectivo de tal generosidad argentina tenía como sostén no sólo la voluntad de los hombres de trabajo, apoyada en una cultura de esfuerzo, propia de inmigrantes. Su anclaje con la realidad estaba en el elemento que diferenció a la Argentina de Latinoamérica, el Estado de bienestar, un Estado benefactor que no olvidaba, que protegía a quienes contenía. La construcción de welfare state criollo (modelo que adoptaron los países europeos tras la Segunda Guerra Mundial y que mantienen hasta la fecha, gracias a lo cual se han convertido en la región con mayor justicia social del planeta) reconoce su génesis en dos grandes batallas políticas. Una la dio el radicalismo; la otra, el peronismo. El radicalismo incorporó, a principios de siglo pasado, a las clases medias a la mesa de toma de decisión política nacional. Lo mismo hizo el peronismo, a mediados del siglo XX, con las clases bajas. Estos procesos, sumados, dieron como corolario la democratización de la decisión del poder en la Argentina: éste era el único país de América (Estados Unidos incluido) donde un obrero de la construcción (como de cualquier ramo) podía llegar a ser senador de la nación.
El proceso político de incorporación de la población al decisionismo político, sobre cuestiones de Estado, la creación de civilidad, de sociedad civil, tuvo su espejo en las reformas que llevaron al Estado argentino a preocuparse por la salud, la educación, la seguridad y el progreso de sus habitantes, por intervenir allí donde se crearan injusticias, a repartir equitativamente las ganancias que se producían en este suelo, generoso pero cruel.
Así, a principios de la década del ‘70, la Argentina tenía indicadores económicos y sociales similares –y en algunos casos mejores– que la Italia de la época.
Esa Argentina comenzó a morir en 1975, con el estallido de la economía llamado “rodrigazo” (por el nombre del ministro de Economía del momento, durante el gobierno de Isabel Martínez de Perón, Celestino Rodrigo, un opaco funcionario vinculado al siniestro José López Rega) y continuó fatalmente con las políticas económicas perpetradas durante la dictadura. El tiro del final se produjo más acá en el tiempo, con Carlos Menem ejecutando su revolución conservadora de exacción y desguace del Estado nacional. Menem terminó de matar aquel sueño.
Todo ese proceso de destrucción estatal y el consiguiente desamparo en que dejó a la gran mayoría de los compatriotas tuvo su correlato en el sistema de representación política. Para hacer añicos al Estado benefactor también se debió hacer trizas la política. Hoy es común llamar clase política a quienes deben ser los representantes del pueblo. Quizás porque esos representantes contribuyeron, mayoritariamente, a destruir lo que tanta sangre, lucha y sufrimiento costó construir.
Hoy el desafío es doble. Reconstruir el Estado de bienestar sería, además de un acto de justicia, devolverle a la política un sentido de necesidad que no tiene desde hace tiempo. Y, a la vez, volver a tejer las redes de solidaridad y contención social que existían en aquella sociedad prerrodrigazo, una sociedad donde los vecinos se ayudaban, los chicos aprendían en los colegios públicos y tener un Premio Nobel en ciencias no era un imposible.
El filósofo francés Víctor Cousin escribió que “el Estado constituido más conforme a las normas de la moral es aquel en que todos toman parte lo más intensamente posible en los destinos de la patria y llevan doquiera, en la corriente de la vida, la conciencia de los públicos deberes”.
Volver a rearmar el Estado de bienestar sería volver a tener patria.