En la mañanita desapacible de mayo, mi amigo Valdivia espera turno para saludar e invocar a San Cayetano. El rezo colectivo del rosario preside la ceremonia compartida por miles de fieles que pretenden desafiar, mediante la oración, las predicciones científicamente fundamentadas por los organismos competentes: este año la desocupación bajaría un 2,5 por ciento.
Y Valdivia, que perdió hace rato la fe en la razón pero utiliza torpemente sus herramientas, ensaya este cálculo: si se concede que la mitad de la gente que va a San Cayetano lo hace para pedir trabajo y la otra mitad concurre en carácter de agradecimiento, frente a la iglesia hay entonces unos 2 mil desocupados y otros tantos agradecidos a la providencia. El humilde aporte empírico de Valdivia a las estimaciones oficiales predice que, de esos 2 mil optimistas, sólo 50 conseguirán trabajar esta temporada.
No son tan modestas las expectativas de los que pasaron la noche allí. Semejante sacrificio devocional exige como contrapartida un plus de generosidad, un shock ocupacional que transgreda las planillas de los cráneos de turno. La esperanza derrocha lógica, a su manera: un santo, y de los grandes, tiene mucho más poder que un ministro.
Valdivia tiene el mismo nivel de exigencia que estos miles que rezan Padrenuestros y Avemarías, pero su caso es diferente. Opuesto, diría. Lo que Valdivia quiere es parar de trabajar. Desde que ingresó hace 18 años al mercado laboral, su vida se vio desbordada de responsabilidades y horarios. En su momento, la demagogia estatal y el neoliberalismo salvaje se confabularon para obstaculizar sus sueños de ocio improductivo. Una vez estuvo a punto de conseguir su objetivo. Seis meses de huelga y toma heroica de una revista de actualidad desembocaron en una típica solución capitalista: todos a la calle. Pero parece que su complacencia gremial fue tan notoria que un día después de que lo echaran, la Secretaría de Trabajo de la Nación le ofreció hacer prensa en la obra social. Fue su ingreso triunfal a la burocracia periodística, que apuraría otros capítulos memorables: diversas reparticiones oficiales convocaron sus servicios; así consiguió, sin mediación de su voluntad, contratos renovables de por vida; a veces caducaban prematuramente debido a su inoperancia o al ingreso político de otros talentos, pero entonces, para su pesar, la mano del poder volvía a entrar en acción y lo confirmaban en el puesto.
Los años ‘90, que dejaron a millones en la vía, lo colmaron de favores; estimulado por su honestidad militante, se convirtió en testigo y acusador de las iniquidades del gobierno, tarea ingrata que engordó su curriculum. Pero ser progre las 24 horas es un trabajo muy arduo. Cada vez que aducía ante sus jefes un exceso de estrés lo premiaban con horas extra, y hasta sus vacaciones, planeadas (involuntariamente, de su parte) en puntos estratégicos del planeta, terminaban en azarosas corresponsalías de guerra. Cuantos más muertos, más textos, con recuadros y notas color.
Valdivia pensó, con cierta ingenuidad, que el sorpresivo advenimiento de un gobierno de izquierda en su país traería por añadidura un rebrote de periodismo fascista-opositor, y una consecuente disminución de su carga laboral. Todo lo contrario: una agencia publicitaria lo contrató para que entrevistara e incluyera en una base de datos a todas aquellas figuras (de la política, el deporte, el comic, las ONG) afines al ideario súbitamente en boga. La lista, que en principio era pequeña, fue engordando con los fervores de la nueva era; comenzó a hacer cuentas: no le alcanzaría una vida y media para entrevistar a todos los flamantes progres. Desesperado, Valdivia comprendió por fin que su única esperanza era San Cayetano. Es decir, el único que podía compadecerse de él sin exigirle a cambio un artículo. Juntó sus estampitas y se fue a pasar la noche a Liniers.
Lo que le está pidiendo ahora al santo es relativamente fácil, mucho más sencillo que conseguirle empleo a un tornero en alguna de las fábricas que no existen más. Valdivia le toca apenas la cabeza y lo felicita por su hiperproductividad vitalicia. Es probable que en Noruega y en Suiza (si es que existen versiones noruegas y suizas de San Cayetano) compense su sobreexposición argentina.
¿En cuántos de estos desesperados manifestará su gracia infinita? ¿Cuál será su criterio de justicia? ¿Podrá ser Valdivia, con su mochila de nihilismo pragmático, uno de sus favoritos? Valdivia mira a quienes lo rodean y extrae algunas conclusiones prematuras: la señora de adelante, pálida y con los ojitos vencidos, parece estar sufriendo por la humanidad entera y da la sensación de que la concesión de un trabajo para alguno de sus nietos no le devolverá vitalidad a su mirada; la chica de atrás, que viene de comprar gustosa el santoral 2005, tiene cara de estar allí para agradecer: consiguió, conjetura Valdivia, un trabajo administrativo, once horas por día, media hora para comer, un franco semanal rotativo, 350 pesos por mes. Le está hablando con entusiasmo a una señora bastante agradable que, por lo que cuenta, parece soñar con el merecido despido de la empleada que la precede en el escalafón. Valdivia quisiera saber si la concreción favorable de estas solicitudes debería ser consignada en el rubro “milagros” y si éstos, de hacerse realidad, serán reemplazados por eufemismos tecnicistas en los discursos contra la desocupación.
En estas y otras cosas se va pensando Valdivia mientras ensaya la retirada entre la renovada multitud de devotos. Un llamado a su celular confirma para el día siguiente la entrevista con el delegado de Greenpeace. Pero Valdivia confía en San Cayetano. Una señal, tan sólo una señal (una súbita descompostura –de Valdivia o del delegado, no importa– que impida la concreción del reportaje, un temible escape de uranio en el Mar Báltico que modifique la agenda del funcionario) es todo lo que necesita para inaugurar su primera gambeta periodística.