Una de las críticas más inteligentes que escuché formular a Juan Pablo II y sus seguidores es la de haber querido responder con respuestas viejas a preguntas nuevas. El sayo le cabe a cualquiera, no es fácil acompañar el cambio máxime en épocas donde es extremadamente veloz. Todo lo cual viene a cuento para reseñar una deuda de la democracia argentina, en verdad de su actual etapa, que es la falta de una política específica dedicada a dar nuevas respuestas a los nuevos problemas que suscita el mix de pobreza, desocupación, mal empleo y mal salario. Esto es, de dar una respuesta a algo así como la mitad de la población argentina, colectivo integrado por trabajadores desempleados sin ingreso alguno, amas de casa, beneficiarios del plan Jefas y Jefes de Hogar (JJDH), trabajadores en negro, trabajadores formales con sueldos insuficientes, jubilados que cobran el mínimo o poco más. Integran un novedoso conjunto que amerita una política específica, activa, directa, algo más que el discurrir del crecimiento económico.
En los ‘60 o los ‘70, la pobreza se combatía con pleno empleo, como mucho, con aumentos de sueldo. En los ‘80 comenzó a haber políticas sociales enfocadas a los pobres estructurales. En 2002, en una situación de emergencia en la que había muchísimos pobres desocupados, el gobierno urdió, de modo veloz y algo brutal, un plan de ingresos, el JJDH. No estaba mal, eran otros tiempos.
Ahora, digamos después de 2002, el universo se ha sofisticado. Y al tiempo, parece, se cristalizó un poco. Hay más empleo que antes, y menos desocupados. Pero hay desocupados que tienen mejores chances de reinserción que otros de su clase. Son los que tienen destrezas previas, experiencia adquirida, cultura de trabajo. Así las cosas, el panorama podría llamarse mejor pero las desigualdades aumentan. Y las hay nuevas, ya se dijo.
El Gobierno parece creer que la mejor solución es una reformada política económica sesentista, combinada con una reformada política social ochentista. Al humilde parecer de quien esto escribe, el nuevo universo requiere una nueva mirada e instrumentos acordes.
Varios hay en danza en las discusiones públicas y también en el interior del Gobierno, pero están muy lejos de ponerse en práctica y (en muchos despachos oficiales) hasta de analizarse a fondo. Dos, que no tienen por qué ser los únicos ni excluyentes, producirían un avance importante.
Uno es el ingreso ciudadano universal que en la Argentina, por razones instrumentales y culturales, sería bueno articular vía la asignación universal por hijo. Se trata de una herramienta supernovedosa, aplicada por ahora en pocos lugares, en ningún país. Es un dato a computar (en contra) pero también debe sopesarse que la emergencia local habilitó leyes también únicas (en materia económica o en derechos humanos) y que el canje de deuda argentino fue tan telúrico y exclusivo como el dulce de leche. La novedad debe alertar pero no es causal de recusación, en un país tan dado a la innovación como éste.
El otro instrumento pendiente es el seguro de empleo y capacitación que sí existe en muchos países primer y tercermundistas. Tiene más precedentes que el ingreso universal y puede ser menos costoso, dos ventajas vistas desde la lógica de la acción gubernamental. Tiene un límite, que es el de amparar a una parte del universo de los desiguales, su tope superior, el de aquellos que tienen chance de reinsertarse en el mundo del trabajo formal. Esto es, a una minoría dentro de los desfavorecidos. Vuelve a dejar a algunos afuera.
Aplicar estas novedades choca con varias lógicas de los gobiernos. Su apego conservador a lo ya hecho (sea en el pasado, sea en su propia gestión), también su costo económico. Ninguna de esas prevenciones es desdeñable. Los cambios cualitativos deben estudiarse a fondo en su conveniencia y en su factibilidad. De lo que no tiene dudas el autor de esta nota es de que la Argentina sería otra, y sería mejor, si tuviera una política integral de lucha contra el desempleo, la pobreza, el mal trabajo y el mal salario. Y que el Gobierno (y una buena parte de la sociedad a su vera y a su zaga) está en mora no sólo a la hora de ponerla en marcha, sino aun a la hora de debatirla.