PLáSTICA › BOURRIAUD SOBRE SU LIBRO “POSTPRODUCCION”
Los artistas son semionautas
Junto con la edición de su libro en Buenos Aires, el teórico francés viajó a esta ciudad y dejó una nota lúcida y polémica.
Por Nicolás Bourriaud *
Se ha vuelto imposible para un individuo que vive en 2004 reunir la totalidad de un saber, incluso si tiempo atrás pasaba por altamente especializado. Nos vemos sumergidos en un mar de informaciones cuya jerarquización ya no nos es provista por ninguna instancia de alcance inmediato, bombardeados por hechos que se acumulan a un ritmo exponencial, y que provienen de múltiples focos.
La mundialización de las artes y las letras, la proliferación de productos culturales y la disponibilidad de saberes en Internet, por no hablar de la erosión de los valores y las jerarquías nacidos en el modernismo, crean las condiciones objetivas de una situación inédita que los artistas exploran en obras que dan cuenta de esto a la manera de un itinerario u “hoja de ruta”. Internet sugiere el método de la navegación razonada, intuitiva o aleatoria y ofrece una metáfora absoluta del estado de la cultura mundial: una cinta líquida en cuya superficie se trata de aprender a pilotear el pensamiento. La capacidad de navegar por el saber está a un paso de convertirse en una facultad predominante para el intelectual o el artista. Releyendo los signos entre sí, produciendo itinerarios en el espacio sociocultural o en la historia del arte, el artista del siglo veintiuno es un semionauta.
La “hoja de ruta” podría ser entonces el emblema de una “segunda modernidad” que sucedería a esa fase de transición que fue el posmodernismo. Esta segunda modernidad reagrupa hoy a navegantes de la cultura que toman como universo de referencia las formas o la producción imaginaria. Su método (la producción de formas mediante la recolección de información), utilizado más o menos conscientemente hoy en día por numerosos artistas, evidencia una preocupación central: afirmar el arte como una actividad que permita dirigirse, orientarse, en un mundo cada vez más digitalizado. El uso del mundo, a través del uso de las obras del pasado y de la producción cultural en general, podría ser incluso el esquema orientador de los trabajos presentados en esta exposición.
En mi libro Postproducción intento sentar las bases para una “cultura del uso” de las formas, de los signos y de las obras: “Al volverse generador de comportamientos y de nuevos usos potenciales, el arte viene a contradecir la cultura ‘pasiva’ oponiendo las mercancías y sus consumidores; hace funcionar las formas dentro de las que se desarrollan nuestra existencia cotidiana y los objetos culturales propuestos para nuestra apreciación. ¿Y si la creación artística pudiera hoy compararse a un deporte colectivo, lejos de la mitología clásica del esfuerzo solitario? ‘Son los espectadores los que hacen el cuadro’, decía Marcel Duchamp: una frase incomprensible si no se la asocia a la intuición genial de la emergencia de una cultura del uso, para la cual el sentido nace de la colaboración, de una negociación entre el artista y aquel que contempla la obra. ¿Por qué el sentido de una obra no podría provenir tanto del uso que se hace de ella como del sentido que le da el artista? Tal es mi hipótesis: ¿aquello que se denomina “arte de apropiación” no es por el contrario un acto de abolición de la propiedad de las formas?
El dj es la figura popular concreta de ese colectivismo, un practicante para quien la obra pegada a su firma no constituye otra cosa que un punto dentro de una larga línea sinuosa de tráficos, bricolajes, etc.
“La cultura es la regla; el arte, la excepción”, recordaba Jean-Luc Godard. En ese sentido se podría denominar artística toda actividad de formación y de transformación de la cultura. Formación y transformación: si el abuso del término “crítica” puede fácilmente irritar, el artista contemporáneo no mantiene con su cultura nacional (o regional) relaciones complacientes. Existe no obstante una fractura por largo tiempo ignorada en el seno del mundo del arte “globalizado”, que procede menos de una diferencia cultural que de grados de desarrollo económico. La distancia que existe aún entre el “centro” y la “periferia” no separa culturas tradicionales de culturas reformadas por el modernismo sino sistemas económicos en distintas etapas de su evolución hacia el capitalismo global. No todos los países han salido del “industrialismo” para acceder a aquello que el sociólogo Manuel Castells califica de “informacionalismo”, es decir, una economía donde el valor supremo es la información, “creada, acumulada, extraída, tratada y transmitida” en lenguaje digital. Una sociedad en la cual “lo que cambia no son las actividades en las que la humanidad está comprometida sino su capacidad tecnológica para utilizar como fuerza productiva directa aquello que hace la singularidad de nuestra especie: su aptitud superior para manejar los símbolos”.
Son raros los artistas provenientes de países “periféricos” que hayan logrado asimilar el sistema central del arte contemporáneo sin moverse de su país de origen: despojándose de todo determinismo cultural mediante actos de rearraigo sucesivo, personalidades brillantes como Rirkrit Tiravanija, Sooja Kim o Pascale Marthine Tayou no logran tratar los signos de sus culturas locales sino a partir del “centro” económico –y no se trata de azar ni de una simple decisión oportunista de parte de ellos–. Existen desde luego algunas excepciones, algunas idas y vueltas. Pero la importación-exportación de formas sólo parece funcionar del todo en el corazón mismo del circuito global. Porque ¿qué es una economía global? Una economía capaz de funcionar a escala planetaria, en tiempo real.
Acelerada y extendida a partir de la caída del Muro de Berlín en 1989, la unificación de la economía mundial acarreó mecánicamente una uniformación espectacular de las culturas. Este fenómeno, presentado como el acontecimiento de un “multiculturalismo”, se revela sin embargo, y sobre todo, como fenómeno político: el arte contemporáneo se adapta progresivamente al movimiento de la globalización, que estandariza las estructuras económicas y financieras haciendo de la diversidad de formas un reflejo invertido, pero exacto, de esta uniformidad.
La globalización es económica. Punto. El arte se limita a seguir los contornos, ya que es el eco, más o menos lejano, de procesos de producción y por lo tanto de formas simbólicas de la propiedad.
Sería fácil hacer aquí un juicio errado: precisemos entonces que, lejos de constituir un mero espejo donde se reconocería la época, el arte no procede por imitación de procedimientos y de modas contemporáneas, sino según un juego complejo de resonancias y resistencias que lo acercan tanto a la realidad concreta como lo alejan hacia formas abstractas o arcaicas.
El multiculturalismo artístico resuelve el problema de una manera no concluyente: se presenta como una ideología de la dominación de la lengua universal occidental sobre culturas que no son valoradas sino en la medida en que se revelan típicas, es decir portadoras en sí de una “diferencia” que ese lenguaje internacional puede asimilar. Dentro del espacio ideológico “multicultural”, un buen artista no occidental debe entonces ostentar su “identidad cultural” como si la llevara tatuada.
El multiculturalismo se presenta así como una ideología de la naturalización de la cultura del Otro. Es también el Otro como supuesta “naturaleza”, como reserva de diferencias exóticas, por oposición a la cultura norteamericana percibida como “mundializada”, sinónimo de universal. ¿Cómo no ver que el arte contemporáneo es sobre todo contemporáneo de la economía (y por lo tanto de la política) que lo rodea?
Existe sin embargo una alternativa para esta visión “globalizada” del arte contemporáneo: esta alternativa afirma que no existen biotopos culturales puros, sino tradiciones y especificidades culturales atravesadas por esta mundialización de la economía. Parafraseando a Nietzsche, no hay hechos culturales sino interpretaciones de esos hechos. Lo que podríamos llamar interculturalismo se basa en un doble diálogo: aquel que el artista mantiene con su tradición, y al que se agrega un diálogo entre esta tradición, y el conjunto de valores estéticos heredados del arte moderno que fundan el debate artístico internacional. Los artistas interculturales fraguan sus vocabularios en la matriz modernista y releen la historia de las vanguardias a la luz de sus respectivos entornos visuales e intelectuales específicos.
La calidad del trabajo de un artista depende de la riqueza de sus relaciones con el mundo, y éstas están determinadas por la estructura económica que les da forma con más o menos fuerza, incluso si, felizmente, cada artista posee en teoría los medios para escapar de esa estructura.
* Director del Palais de Tokyo (París), escribió esta nota a propósito de su libro Postproducción (La cultura como escenario: modos en que el arte reprograma el mundo), que acaba de ser publicado en Buenos Aires.