Miércoles, 4 de octubre de 2006 | Hoy
El Premio Nobel de Física cayó este año en manos de dos norteamericanos que investigaron la infancia del universo y encontraron una fuerte evidencia en favor de la teoría del Big Bang.
Por Federico Kukso
Si hay algo que no tienen hoy los premios Nobel, son sorpresas o, como se dice, científicos “tapados” que hagan saltar las mesas de apuestas o que abran mandíbulas en expresión de asombro. La ecuación es simple: si se es hombre, estadounidense, de más de 35 años y si se lo cita profusamente en papers como alta autoridad de referencia, se tienen altas probabilidades de terminar el año con una medalla, un cheque por 10 millones de coronas suecas (algo así como un millón de euros) y una invitación para viajar el 10 de diciembre a una gran ceremonia en Estocolmo, Suecia. Tal vez por eso, el anuncio de que el Nobel de Física de este año se dividía en partes iguales entre los astrofísicos estadounidenses John Mather y George Smoot no causó ningún revuelo, más bien cierta sensación tranquilizadora de pronóstico cumplido y, además, de galardón bien otorgado. En palabras de la Real Academia de las Ciencias sueca, los científicos –principales investigadores del satélite COBE, lanzado por la NASA en 1989– recibieron el premio por su “descubrimiento de la forma de cuerpo oscuro y la anisotropía de la radiación cósmica de microondas de fondo”, o lo que es (casi) lo mismo, por sus mediciones del universo en su estado primordial, infantil.
“Sus investigaciones aportaron un gran espaldarazo a la teoría del Big Bang”, explicó a Página/12 el astrofísico Alejandro Gangui, investigador del Conicet y del Departamento de Física de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA. “Los nombres de Mather y Smoot se veían venir pues verificaron en la práctica lo que se venía pensando: ratificaron la idea de que el universo tiene un pasado, caliente y denso, muy distinto del presente.”
La historia es así: a lo largo del siglo XX la visión que el ser humano tenía del universo sufrió un vuelco. De un universo clásico, infinito, eterno, un paisaje estático y de pasmosa tranquilidad –ya no sostenido por los caparazones de tortugas antiguas– se pasó con el correr de los años a un universo movedizo, en continua y acelerada expansión y que había tenido un comienzo en el tiempo. Las galaxias, que se separan día a día un poquito más unas de las otras, no pudieron estar alejándose desde siempre. La expansión tuvo que haber tenido un punto cero, un momento de arranque. Así comenzó la exploración hacia atrás, rebobinando la cinta del tiempo, con el objetivo de llegar hasta los albores de la gran explosión, el Big Bang, el “tiempo cero”. Entre descubrimiento y descubrimiento, en 1964 Arno Penzias y Robert Wilson hallaron accidentalmente el “eco” de aquella explosión: la “radiación cósmica de microondas” o “radiación del fondo cósmico” nacida del momento en que se separaron materia y radiación, 300 mil años después del “tiempo cero” (ahora se sabe que tiene 13.700 millones de años), una radiación que baña al universo por completo y se considera la principal evidencia del modelo cosmológico del Big Bang.
Ahí entran en escena Mather (60 años, del NASA Goddard Space Flight) y Smoot (61 años, de la Universidad de Berkeley): entre 1989 y 1996 lideraron a un equipo de más de 1500 científicos y se encargaron de los instrumentos del satélite COBE (Cosmic Background Explorer) de la NASA que desde órbita midió pequeñas variaciones o “arrugas” en la temperatura de la radiación de fondo cósmico que muestran las irregularidades que condujeron luego a la formación de las primeras galaxias o estrellas.
“Hemos observado lo que creemos que son las más grandes y más antiguas estructuras del universo”, dijo por entonces un alegre George Smoot, antes de tirar, en pleno éxtasis cosmológico, otra de esas frases inmortalizadas para el recuerdo: “Hallamos evidencia del nacimiento del universo; es como haber visto a Dios”.
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