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Carta a los amigos del sábado

 Por Juan Sasturain

Queridos, parto de la premisa de la definición de amigo que nos dejó al pasar el Negro Fontanarrosa: “Un amigo es alguien que si un día viene y te dice entusiasmado Acabo de ver una película iraní vos podés contestarle sin mayores miramientos No me empieces a romper las pelotas. Eso es un amigo”. Es decir: alguien con quien se puede ser sincero y discrepar –por ejemplo– sin temor de romper nada porque no hay posibilidad de malos entendidos. Nada que se pueda romper es importante porque si se rompe es porque no tiene importancia. Porque la base está. “Amar es no tener que pedir perdón”, decía en otro registro contiguo y más cursi el slogan de la alevosa Love story. No es nuestro caso, claro. Pero va por ahí.

Como la base está, Nene, puedo no ir a tu casa una reunión de sábado a la noche en que me había comprometido, no avisarte incluso, y mal/bien explicarte después que “todo se complicó” sin elaborar excusa ni inventar mentira. Y podría haber cruzado pretextos, pues tenía dos cumpleaños de amiga/o querida/o –como se usa por esas cosas de la ultracorrección– y no fui a ninguna parte.

Valga esta carta entrecerrada para tratar de explicar ahora que más o menos lo veo –dos días después– qué carajo (nos) pasó para decidir un poco inercialmente quedarnos en casa el sábado, “no estar con gente”, una categoría más amplia que amigos, por supuesto. Hablo por mí, y no hablo por la reunión en tu amorosa casa, Nene, en la que me siento como en la mía y nadando en complicidades, sino por cualquier tipo de encuentro en general. La idea es haberme dado cuenta de que era preferible para mí y para cierto concepto acaso equívoco de salud no cruzarme con nadie, incluso contrariando las ganas. ¿Qué había ahí?

Es increíble, pero ahí estaba la política, fue por la política. La inevitable política. La puta política.

Querido Federico –que no fui, tampoco, a tu cumpleaños–, te cuento que hace mucho tiempo que trato de no discutir de política, de no pelear por ella. Es que no se trata de una cuestión más, sino que por muchos años fue la cuestión que definía todo. Desde que me fui del peronismo y del jetoneo con el primer sapo de la interminable Serie Menem atragantado –el indulto a los milicos y afines, va a hacer pronto veinte años–, no estoy parado en ningún lugar partidario, no voy a la Plaza, no hablo desde ningún lugar sino desde las pobres y a veces vacilantes convicciones, una posición compartida por tantos que tenemos opiniones pero no vocación política/partidaria.

Es que uno no se va de ciertos lugares porque deje de creer en lo que creía sino porque deja de reconocer a ese lugar como representativo de las cosas en las que sigue creyendo. Y no se va a otro lado. Se recoge, se va para adentro. Algo así.

Por eso, Andrea –y me disculpo acá, bah, te cuento– uno ha hecho autocrítica de su eventual intolerancia o ceguera calentona y reduccionista de otros tiempos, y siente o sabe que la mayoría de las veces no vale la pena discutir por política (ni por cualquier otra cosa). Sobre todo, trata de no cruzarse al pedo con energúmenos irreparables (es inútil) sino disuadirlos; no discutir con el taxista (bostezar) ni amargarse con radios de mala leche. Mi viejo, por ejemplo, ponía a Neustadt para putearlo, leía La Nación para confirmar qué no debía opinar. No me parece. Mejor dejarlo, como decía el sabio Vallejo.

En esa línea, amigos, cansado –acobardado, mejor–, un poco escéptico pero jamás cínico, uno apuesta cada vez más a “la paz resfriada” en detrimento de “la guerra con salud”, se borra del peloteo, soslaya chicanas, le gambetea cada vez más al “nosotros” contra “ellos”, se fija y calla. Y opina sólo y si le preguntan de lo que cree saber. Que cada vez es menos.

Hasta que –vos lo sabés, Nene, lo pueden entender Federico o Andrea– en determinadas circunstancias algo sucede. Como si todo se volviera a plantear, como si en este país nunca hubiera pasado nada y cada uno se inventara una virginidad política a medida de la ocasión y del olvido. Y ahí uno, literalmente, siente que toda la tarea de autocontrol y budismo zen de entrecasa aplicado a la cuestión política se va al carajo. Porque más allá de haberse sacado escuditos y marchas en busca de coherencia personal, más allá de atorrantes, patoteros y corruptos impresentables que ensucian la mejor foto, hay gestos enfrente tan repugnantes que lo obligan a uno a trazar una raya de tipo barrial: con éstos no, con éstos no me junto, no aprenden, no quieren ver, el odio los ciega. Y ahí, por eso, uno siente que si habla se saca, que va a terminar a los gritos y a las trompadas como en los viejos tiempos, que no puede ser que haya que ver y escuchar cosas (espontáneas, viscerales, verdaderas) que parecía que nunca más... Nunca más –qué palabritas– porque los milicos están desactivados o en otra... Porque la coyuntura internacional y latinoamericana no ayuda. Porque si no, en la Argentina no faltarían nudillos para golpear en la puerta de los cuarteles...

Y este exabrupto nada tiene que ver con los reclamos justos, muchos justísimos, del sector en conflicto. Hay que negociar, como debe ser. Y puede ser largo el tironeo, y cabe, y todos deben (debemos) escuchar, tratar de entender y si corresponde, cambiar. Ninguna protesta debe ser desatendida, y menos ésta, con tanta gente que está jodida.

Repito entonces –Nene, Andrea, Federico, amigos míos– y de nuevo estoy sacado: esto nada tiene que ver con las razones que me hicieron no salir el sábado, dejarlos colgados, evitar cruzarme y charlar con clase media porteña a la que pertenezco. Es que después de lo que escuché en las adhesiones a la protesta, después de la visión y lectura de algunas coberturas del conflicto, después de ver aflorar el prejuicio, la ceguera y la peor mala leche clasista histórica sólo me salía, si acaso me cruzaba con alguno, mandarlo a él y a todos esos –supongo inconscientes– a la reputísima madre que los reparió. Y no cabía ni cabe. Una vez más, la política no vale la pena.

Buenas noches.

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Imagen: Sandra Cartasso
 
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