Martes, 1 de abril de 2008 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Norberto Galasso *
Frente a los acontecimientos que suceden en relación con el campo, ocurre que el ciudadano común se pregunta a veces inocentemente: ¿cuál es la razón por la cual tanto el gobierno de Perón como el actual se atribuyen el derecho de quedarse con una parte de las utilidades que provienen del “esforzado” trabajo del mundo agropecuario? Reside aquí una de las tantas trampas de nuestra historia y de nuestra política. Se oculta que el negocio agropecuario, en cualquier parte del mundo, tiene una renta, una ganancia, normal y propia del capitalismo en que se vive, pero que además, en la Argentina tiene una superganancia –que ha sido llamada con razón “renta agraria diferencial”– y es sobre esta que se produce hoy la acción del Gobierno. Esto se origina en que el campo argentino posee una fertilidad asombrosa –una capa de humus importante que lo convierte en las praderas más rendidoras del mundo y también un clima propicio que evita gastos en tinglados y otros medios de protección del animal–. En su momento, Federico Pinedo sostuvo que en Argentina producir un kilo de carne costaba ocho veces menos que producirlo en Francia. Años después, Scalabrini Ortiz sostuvo que esa relación era de 1 a 5. De uno u otro modo, esto significa que en relación con los precios del mercado mundial, los productores argentinos –salvo aquellos expoliados por altos arrendamientos y con menor productividad por la extensión de campos marginales– obtienen, cuando venden al exterior, no sólo ganancias normales, sino también esas “rentas diferenciales”. Por esta razón, cuando Perón les quitaba una parte de la renta diferencial a través del IAPI y el control de cambios, o ahora el Gobierno, a través de las retenciones, no caen en pérdidas ni dejan de producir, lo cual ocurriría si no existieran esas condiciones excepcionales del campo argentino. Esta situación se torna fabulosa cuando, además de la renta agraria diferencial, los precios internacionales se desbordan alcanzando valores asombrosos como últimamente, por ejemplo, con la soja.
En la estrecha mentalidad rentística y parasitaria de los dueños de los campos todas esas ganancias, la normal, la diferencial y la proveniente del precio internacional, les pertenecen a ellos por un regalo de Dios, o de la naturaleza, como usted quiera. Para ellos, esa ventaja excepcional no es de la Argentina, sino únicamente de ellos, porque sus antepasados han sido los “avivados” de la enfiteusis rivadaviana o los amigos de Anchorena y Mitre, robándoles la tierra a los gauchos, como denunció Hernández, o pagando a tanto la oreja de indio para quedarse con las inmensas estancias del sur. En esa vieja historia de latrocinios están fundados los reclamos de hoy, que son latrocinios también y que, a su vez, salvo raras excepciones, tienen empleos parasitarios que ellos mismos reconocen hoy cuando dicen que el número de cabezas de ganado es el mismo de hace muchos años atrás, pero que, desgraciadamente, los argentinos somos más y les restamos los saldos exportables. Por eso quieren exportar sin que les toquen los precios altísimos y, al mismo tiempo, vender internamente a esos mismos precios. A todo este panorama se suma el trasfondo político del movimiento: suponen que con cacerolas pueden hacer lo mismo que hizo el pueblo contra la entrega y la impotencia de De la Rúa, pero en eso también se equivocan. Vivimos otros tiempos y el viejo mundo va quedando atrás indefectiblemente.
* Historiador y ensayista.
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