CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR

Como diría Frank Sinatra

 Por Juan Sasturain

Hace un tiempo, el año pasado, a muchos trabajadores del gremio periodístico de muy diferente pelaje nos convocó el Observatorio de Medios de nuestra entidad gremial, la Utpba, para que diéramos cuenta –a partir de una consigna un tanto hermética– de en qué medida quedaba “comprometido el sentido de verdad” en nuestra tarea de “productores de capital simbólico” dadas “las actuales condiciones”. Creo que, pasada en limpio y en claro, la pregunta era: cómo te las arreglás con las presiones de tu medio laboral para hacer el trabajo dignamente y poder seguir mirándote al espejo. Más o menos eso –supongo– pretendía observar el Observatorio.

Antes de contestar, en ese momento me permití algunas salvedades que se desprendían del planteo. Primero, que no sabía cuándo se suponía que habían empezado a regir “las actuales condiciones” pero que lo sospechaba. Segundo, que la pregunta parecía presuponer, tácitamente, una convicción: que hoy (por entonces, mediados del 2007) existían problemas para decir la verdad o simplemente para hablar de ciertas cosas.

Respecto de ambas salvedades sostuve que creía que las “actuales condiciones” no eran peores que en otras épocas –de la dictadura para acá– en lo que respecta a la actitud general y al papel del gobierno de turno (Néstor Kirchner, digo, hace casi un año); pero que creía que acaso sí lo eran en cuanto al desempeño de los medios privados altamente concentrados. Y en lo que se refería a la segunda cuestión, sentía que era cierto: había problemas para decir la verdad y hablar de ciertas cosas. Como siempre. También escribí que creía –como consecuencia de todo lo anterior– que las cosas de las que no le gustaba al gobierno que se hablase no eran menos importantes que las que los medios concentrados se negaban sistemática e históricamente a mencionar. En ese sentido –me adelantaba a postular– la “libertad de prensa” vivida y celebrada durante el menemismo había tenido que ver, simplemente, con la comunidad de intereses absolutamente compartidos entre las políticas de aquel gobierno de turno con los sectores que representaban entonces y representan hoy los medios concentrados. Ya John William Cooke explicó en este país, hace más de medio siglo, los equívocos intencionados entre libertad de prensa y libertad de empresa. Qué cabe agregar. Todo lo ha dicho él, antes y mejor.

Dadas las circunstancias actuales, sólo cabría subrayar algún aspecto puntual. Cuando se insiste en advertir acerca de los “avances del gobierno” (es decir de este ocasional poder político) sobre la prensa –y no faltan ni razones ni evidencias para que así se señale– cabe no olvidar la incidencia directa y permanente del poder económico en la configuración misma de algunos de los medios llamados independientes. ¿Independientes de quién? No precisamente de los poderes hegemónicos del sistema vigente. Porque como decía Churchill del Imperio que le tocó conducir –y le gustaba citar a mi viejo–, “Inglaterra no tiene aliados permanentes; tiene intereses permanentes”. Quiero decir que cierta prensa “independiente” tradicional tiene intereses (económicos y de clase) permanentes, y a ellos responde con tal coherencia y fidelidad que cualquier gobierno o sector de poder que toque (o diga que aspira a tocar parte de) esos intereses será –por lo menos– sospechoso de totalitarismo. Porque también conocemos y reconocemos eso.

Así, volviendo al planteo del Observatorio y a la cuestión espinosa de dónde ponerse, dije que sólo me cabía y me salía una respuesta personal, no generalizable. Y desarrollaba entonces la idea de que cuando un medio se convierte, como suele suceder, en vocero tácito del poder –ya sea del gobierno (poder político) y/o de sectores sociales poderosos y determinados (poder económico)– a la larga, si no se encanallece, se sentirá como diría Sinatra en el foxtrot famoso: Demasiado cerca para estar cómodo. Y que a su vez, cuando un periodista empleado o estrella está excesivamente identificado con un medio, que a su vez lo está con alguna forma del poder, se sentirá –en algún momento de lucidez– también incómodo, pero al cuadrado.

Por eso, en estos tiempos y en cualquier otro –decía entonces y pienso hoy–, sólo cabe reconocer y convivir con una saludable, mediana incomodidad. Esa tensión –se nos paga para hablar y escribir, no para vender, ni siquiera para leer, ver o escuchar el medio que nos emplea– es la que define el más exacto estado de cosas. Una situación siempre inestable y con tendencia al desequilibrio. En ese contexto sólo nos cabe (tratar de) decir la verdad, o sea: que lo que se escriba coincida con lo que se piensa. Y (tratar de) respetar nuestro trabajo: que lo que se escriba coincida con lo que se publique. Claro que siempre quedaba –aclaraba para zafar de cierta solemnidad– el socorrido recurso de pensar y escribir boludeces. Pero eso, se sabe, no es una solución perdurable. En realidad –sostenía y sostengo en delicado equilibrio– al respecto no hay ninguna solución perdurable.

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