CONTRATAPA

Muerde el polvo, Carter

 Por José Pablo Feinmann

El tipo era un traidor. Estaba en Washington. Había hablado en el Congreso. Había propuesto bombardeos nucleares graduales sobre Irán. Una medida dura digna de un halcón como él. El era el general Scott Davis. No tenía aún cuarenta años. Graduado en West Point. Medalla de Oro. Había participado en Irak. Había ordenado instalar campos de concentración y parecería que gozara presenciando torturas.

Los de la CIA se acomodaron en la oficina de Carter, en Los Angeles, y le dijeron: “Deberás viajar a Washington, Joe. El tipo no se moverá de ahí por un tiempo perjudicial para nuestros planes. Entre tanto, entregará información al enemigo y peligran objetivos que tenemos en torno de Irán. No nos preguntes cómo sabemos eso. Somos la CIA”.

–¿Por que no lo hacen ustedes?

–Porque somos la CIA.

–Entiendo. Denme una foto.

Se la dieron.

–Es guapo el bastardo –elogió Carter. No por criterio estético alguno, sino por maldita envidia.

–Pero no es tanto lo que el sexo le interesa. Para él, lo esencial es...

–La traición. Que será esencial pero no invisible a los ojos. Lo haré partir de este mundo. Con cada traidor que parte, América avanza en su lucha contra el Mal.

–Tú lo has dicho. Toma esta carpeta. Todos sus movimientos están ahí. Tienes que matarlo en 48 hs. De lo contrario será tarde y perderemos misiles y hombres. Lamentamos lo de los misiles.

–Comprendo. Vean, muchachos, si Joe Carter no puede liquidar en 48 hs a un traidor a la causa americana es porque tengo que dedicarme al ballet clásico.

–¿Giselle?

–El lago de los cisnes.

–¿Llenarás aun con dignidad ese bulto envidiable que lucen los bailarines clásicos?

–Si no lo llenara, pondré ahí mi Browning 9 mm.

Los de la CIA se fueron.

El primer lugar fue el Senado. Scott Davis hablaría ahí en menos de 25 minutos. Carter estaba algo fatigado. El vuelo a Washington había ofrecido a sus pasajeros demasiadas turbulencias. Se sentó detrás del asiento del general. Tenía un estilete fino y penetrante. Atravesaría la butaca e introduciría curare en el riñón de Scott Davis. Oh, qué sencillo sería todo. Pero no: Scott Davis avisó que suspendía su disertación. Un compromiso urgente había surgido.

El segundo lugar fue un fastuoso restaurante. Sabía que Scott Davis almorzaría con su secretaria en la terraza. Se ubicó en el edificio de enfrente con un rifle de tan alta precisión que mataría al general sin necesidad siquiera de apuntarle. Esperó dos horas. El general no apareció. Al día siguiente voló a Irak. Carter logró tomar el mismo vuelo. Envenenó el café que –sabía– solía tomar el general. Alegando una súbita acidez, ese día lo rechazó. Scott Davis debía encontrarse con el líder iraquí Amuhd Ahad. Carter lo mató la noche anterior y estudió largamente su rostro. Luego diseñó su cara como la del líder iraquí. Al día siguiente esperó a Scott Davis. No bien éste entró dijo:

–Tú no eres Amuhd Ahad. Tu disfraz no está mal, pero tampoco está bien.

Scott Davis se reunió con Bin Laden. Carter, desde prudencial distancia, apuntó con su rifle de alta precisión. Disparó pero Bin Laden hizo un movimiento de cortesía y, maldita suerte, cubrió al general para conducirlo hasta la salida. La bala lo hirió en un hombro. Le pareció oír la voz de Bin Laden.

–No importa. Estoy acostumbrado.

Tenía el dato preciso: esa noche, en el Irak Hilton, Scott Davis tendría una cita de amor con una doble de cuerpo de Scarlett Johansson que el Departamento de Estado le había reservado para su deleite, para que olvidara por un momento los arduos problemas mundiales que sin cesar afrontaba y, casi siempre, resolvía. Eran las 2.30 de la madrugada. Habían ido a cenar y, poco antes de que el restaurante volara por los aires a causa de un eficaz operativo de la resistencia iraquí, se retiraron rumbo al hotel. Hicieron el amor como sólo es posible hacerlo en medio de la guerra, con esa sensación de tal vez nunca más esto o gocemos hasta explotar porque muy posiblemente explotemos. Desde la ventana abierta, Carter hizo fuego con su Browning. Algún dios protegía al senador Scott Davis. Acaso –al devenir un traidor y trabajar para el bando islámico– el mismísimo Alá se había dignado velar por él. No había otra explicación. Porque Carter hizo fuego y precisamente ahí los cuerpos giraron y fue el de la rubia, el de la doble de cuerpo, el que recibió en su espalda el impacto. El senador salió velozmente de la habitación. Antes de hacerlo dijo:

–Lo siento, Scarlett. Es triste que te ocurra esto en el mejor momento de tu carrera.

Demonios, se dijo Carter, he liquidado a Scarlett Johansson, ¿cómo le diré esto a Woody Allen? Decidió dejarle esa tarea a la CIA. Le sorprendió hasta dónde llegaba el fervor de Scarlett en su participación en la lucha contra el Mal. Con mujeres así, venceremos, se dijo.

Sólo dos días después, desde Frankfurt, Scott Davis abordaba un avión rumbo a Israel. Su misión: informar a Teherán acerca del sistema de defensa nuclear israelí. Media hora antes de la partida, disfrazado de maletero, Carter adhirió al poderoso aparato un ínfimo, cálido anillo de bodas. Era una bomba con elementos nucleares restringidos, pero no mucho. El avión despegó. Apresurado, con claro fastidio, apareció el general Scott Davis en la pista, rodeado de diez, quince hombres de seguridad.

–¡Detengan ese avión! –exclamaba–. ¡Debo viajar en él!

Le fue imposible. Desde la torre de control le informaron que no podían detener el vuelo. Pero que prepararían uno especial para él. En ese preciso instante el avión estalló en medio de su búsqueda de las alturas. La explosión fue tan desmedida, los colores que despidió tan variados y hasta desconocidos y el pequeño, pero indisimulable, hongo atómico tan estremecedor, que todos juraron no haber visto jamás algo así en el aeropuerto de Frankfurt ni en ningún otro del planeta.

–Demonios, de la que me he salvado –dijo el general Scott Davis. Y sinceramente impresionado, añadió: –¡Qué espectáculo maravilloso! Todos esos pasajeros han muerto, no lo dudemos. Pero nos han ofrecido una visión inolvidable. ¿Tienen listo mi vuelo? No debo perder tiempo. Además, esa explosión fue bellísima pero en menos de media hora va a contaminar de radiaciones a todo el maldito aeropuerto. El que no huya de aquí despertará con tres brazos, cuatro narices y dos agujeros del culo además del que ya tiene, el único necesario.

Carter huyó hacia Londres. Desde ahí, se comunicó con la CIA. Fiel a su estilo, sus palabras fueron escasas, pero definitivas.

–Renuncio. Este hombre se me escapa siempre.

Regresó a Los Angeles. Entró en su oficina. Alguien estaba sentado en su silla giratoria. La hizo girar y se encontró, por fin, con el general Scott Davis. Tenía un orificio entre ceja y ceja y más muerto no podía estar.

–¡Maldito traidor! –exclamó Carter–. Te vengo siguiendo por medio mundo para matarte y te encuentro muerto en mi oficina. ¿Te empeñas en burlarte de mí?

No él, otros. Había un mensaje sobre su pecho, sobre sus múltiples condecoraciones. El mensaje decía: “Carter, pon tu Browning 9 mm entre tus piernas y baila lo mejor que puedas El lago de los cisnes. Tus amigos de la CIA. PD: ¿Serás capaz al menos de deshacerte prudentemente del cadáver?”

Se sirvió un whisky. Pensó: “O estos hijos de perra me han gastado una apestosa broma... o debería pensar seriamente en dedicarme a la jardinería”.

Este cuento es un anticipo de Lloraré por ti, Stella Collinwood, y otras historias de Joe Carter, que publicará Planeta a inicios de 2009.

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