Viernes, 22 de agosto de 2008 | Hoy
Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
Días atrás, los diarios y los noticieros del mundo titularon, con ligeras variantes, algo así como Descubren la entrada al inframundo maya. Está claro que, de un tiempo a esta parte, este es el tipo de novedades que más me interesan: las buenas o malas nuevas que llegan desde otro lugar, desde otro orden y estado de las cosas, desde mundos tan distantes que, sin embargo, están en este mundo.
Supongo que a todos los escritores les sucede más o menos lo mismo.
Y la noticia venía acompañada por una foto de cavernas subterráneas que parecían surgidas más de la mente de un animador particularmente excitable de los estudios Disney (alguien como ese Tim Burton pasó por allí en su juventud y fue considerado demasiado raro) que de las apetencias de dioses del abismo fanáticos de Lovecraft y de sus nombres de seres cósmicos, tan difíciles de pronunciar, como complicados son los nombres de los que moran allí abajo, en los sótanos de Yucatán, en el Xibalbá, en el mundo de los muertos. Leo lo que allí se cuenta –las teorías de los arqueólogos, la lectura comparativa de las páginas del Popol-Vuh con los mapas del terreno– y llego a la conclusión de que, para los que estamos todavía de este lado, el inframundo no es otra cosa que el pasado. Y que está lleno de puertas. Algunas cerradas, muchas abiertas.
Y por aquí se acaban las vacaciones y la gente se prepara a dejar –para siempre o por uno de esos eternos ratos largos– el inframundo. El inframundo español es, supongo, lo que ya fue y lo que ha dejado de ser. Una década dorada que ahora desciende, lenta pero inexorablemente, por las cuevas de la memoria mientras suben hacia los cielos los índices de inflación. Tiempos pasados y mejores en los que España era la Tierra Prometida que cumplía sus promesas: un modelo de esplendor y de lujo y de consumismo desmesurado. Ahora no. Ahora han dejado de construirse templos (muchos edificios y barrios y hasta ciudades artificiales han quedado a medio terminar como ruinas del presente), se acabó la euforia inmobiliaria y se avecinan los baldíos de la depresión. La prensa internacional de los últimos días no ha dejado de advertir sobre el terremoto o las grietas: el New York Times ha dicho que España será el país que saldrá peor parado de este crisis mundial, el francés Libération diagnostica que se han hundido los pilares que sostenían al milagro español después de disfrutar de una “insolente vitalidad”, The Economist dispara a quemarropa un “Declina la antigua estrella de la zona euro” y la revista Time da el tiro de gracia: “Los jóvenes españoles del Boom se enfrentan al pinchazo” donde, desde Madrid, se reporta la voluntad de muchachos y muchachas –demasiado jóvenes como para recordar aquella última crisis a principios de los ’90– de caer luchando al inframundo. Es decir: de seguir gastando y divirtiéndose hasta el fin del mundo. Mientras tanto, el impagable vicepresidente del Gobierno y ministro de Economía y Hacienda Pedro Solbes –uno de mis personajes favoritos, siempre con esa voz tan parecida a la de alguien que acaba de despertarse de una siesta demasiado prolongada o a la de quien hace días que no duerme– apareció en televisión para decir que a él no le preocupa demasiado que se hayan disparado los números de morosos a la hora de pagar hipotecas y créditos y tarjetas. Oyendo esto, muchos se persignan y se encomiendan a San Woody Allen y a que el próximo estreno de su Vicky Cristina Barcelona (parece que –contra todo lo esperado– no está mal) traiga mejores aires a esta tierra en crisis y a esta ciudad que el director de cine norteamericano ha definido como “exótica”.
Peor, claro, están en otras partes. Las cuatro primeras páginas de El País de hoy (junto a la pila de diarios, en el kiosko, vi el último número de la edición española de la revista “para hombres” llamada, claro, Man, con una tapa en bikini donde se leía ESPECIAL ARGENTINAS y abundante carne patriota fotografiada, en algunos casos, creo, en los aledaños de la entrada al inframundo maya) titulan sucesivamente “Los talibanes matan a 10 soldados franceses”, “Feroz ataque contra un destacamento de EE.UU. en el sureste de Afganistán”, “Un hombre se hace estallar en un control policial en Turquía”, “Al Qaeda perpetra su atentado más sangriento en Argelia” y “Un suicida causa 24 muertos en un hospital iraquí”. Todo esto en el nombre de los dioses. Y yo me pregunto si no va siendo hora de que los diarios inauguren una sección llamada Terrorismo mientras uno baja las persianas y, en la penumbra, intenta pensar en cualquier otra cosa.
Y en mi buzón encontré un ejemplar de Un hombre en la oscuridad (Anagrama), la nueva novela de Paul Auster que saldrá a la venta por estos días. En la portada hay una especie de silueta pompeyana –esa radiografía fósil que es lo único que queda luego de la erupción y de las cenizas– aferrando el trapo de una bandera norteamericana. Y lo abrí al azar, página 125, y leí: “Esa noche reservan un vuelo de ida y vuelta a Buenos Aires...”. Sorprendido, empecé a buscar nuevas menciones y descubro que uno de los personajes es una especial argentina “de negra melena, su compañera de lecho, su fierecilla, su mujer desde hace tres años” que “tiene mucho temperamento, y a veces se pone a gritar como una loca. Cuando nos peleamos, me da por pensar que sólo se casó conmigo porque quería la ciudadanía estadounidense”.
Y a mí vuelve a sucederme lo que me sucede siempre con Paul Auster más allá de sus aciertos y fallos: abro un libro suyo y no puedo cerrarlo hasta alcanzar la última página. Un hombre en la oscuridad –como La noche del oráculo– está compuesta por varias historias girando dentro de la cabeza de aquel que las piensa. Un tal August Brill, un crítico literario que se repone de un accidente automovilístico y que imagina unos Estados Unidos en los que el 11 de septiembre no tuvo lugar, donde Bush no es presidente ni lo será y donde Irak es nada más que un país que queda muy lejos. Pero esos Estados Unidos se encuentran desunidos en una especie de eco actual de aquella Guerra Civil con modales que recuerdan un tanto a El hombre en el castillo de Philip K. Dick. Para huir de la mala escritura de la realidad, Brill –tal vez como el ministro Solbes– busca y encuentra la entrada al consolador pero riesgoso inframundo de la ficción: “La noche aún es joven, y sin moverme de la cama, con los ojos clavados en la oscuridad, en una tiniebla tan impenetrable que no se alcanza a ver el techo, me pongo a recordar la historia que empecé anoche. Eso es lo que hago cuando no logro conciliar el sueño. Me quedo tumbado en la cama y me cuento historias. Quizá no sean gran cosa, pero siempre y cuando no me salga de ellas, me evitan pensar en cosas que prefiero olvidar”.
Pero, claro, nada es perfecto. Y de pronto –como salida de la nada, ascendiendo desde lo más profundo, cuando todo parece venirse abajo, mientras estallan los hombres y las bombas y los aviones caen envueltos en llamas– la realidad grita como una argentina loca. Y habiendo encontrado la entrada al inframundo pensamos que, o.k., está bien, qué bueno; pero a ver si alguien, por favor, descubre ahora la salida.
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