Martes, 20 de abril de 2010 | Hoy
CONTRATAPA › SUDáFRICA 2010
Por Juan Sasturain
¿Qué hace Diego? En estos días de cuenta regresiva para el Mundial, Maradona elige, termina de elegir. Y ésa es una –y sólo una– de las funciones del responsable del equipo nacional. Porque Diego es seleccionador, entrenador y director/orientador táctico (lo de “técnico” siempre he pensado que es una burrada semántica: la técnica es individual; la táctica, colectiva).
En realidad, todos los que asumen tan inestable laburo –en cualquier nivel de excelencia o competición– tienen que encarar esas tareas. Cuando se habla del equipo de Gallego, de Mario Gómez, de Bielsa o de Pep Guardiola, la forma posesiva incluye las responsabilidades consabidas: elegir (quién juega), orientar tácticamente (cómo jugar) y entrenar (practicar con los elegidos lo que se quiere hacer).
Simplificando muchísimo, supongamos que hoy, a nivel universal, hay tres grandes clases de conjuntos: primero, la elite, los megaequipos europeos de liga –Manchester, Barcelona, Real Madrid, Inter, Bayern, etc.–; segundo, las selecciones nacionales (divisibles en países centrales “importadores” (Italia, España, Inglaterra) y países periféricos históricamente “exportadores” (Argentina, Brasil, otros sudamericanos, los africanos, los balcánicos, etc., y los –menos– que permanecen aislados), y, en tercer lugar, el resto de los equipos de ligas, con sus múltiples subdivisiones de acuerdo con su poderío, sus necesidades y expectativas: salir campeones, entrar en competencias internacionales, zafar, sobrevivir apenas. Esa misma categorización (mutatis mutandis: cabeza de ratón, cola de león) se puede reproducir a escala dentro de cada país: equipos grandes con capacidad adquisitiva, selección nacional y equipos chicos.
Lo importante a considerar: cualquiera sea el equipo que dirija, ya sea Excursionistas, Boca, la selección de Italia o el Chelsea, el responsable debe elegir, orientar y entrenar. Hay que ver qué margen de maniobra, de libertad, de posibilidades reales tiene en cada caso, y en cada uno de estos tres ítem fundamentales. Y cuál es la dimensión de sus convicciones. Se podría esquematizar la situación en estos términos, usando los casos extremos, y de abajo para arriba:
En un equipo chico de liga, las posibilidades de elección son mínimas (se arreglará con lo que tenga, situación dada), entrenará mucho para compensar, porque lo que más tiene es eso: tiempo y los jugadores a su disposición, y optará por orientar su equipo tácticamente de acuerdo con distintas variables: sus convicciones y gustos (margen relativo), las características de los jugadores que tiene (marco real interno) y las necesidades inmediatas del club (coyuntura externa). Es un laburo duro, apasionante y jodido.
En el extremo opuesto, el ingeniero Pellegrini o Ferguson o Mourinho tendrán todas las posibilidades de elección/selección –los jugadores que quieran, o casi–, todo el tiempo para entrenar y toda la libertad –a partir de lo anterior– para hacer jugar a ese equipo como quieren, en tanto pueden elegir los intérpretes para su concepto del juego, libremente desplegado. Es el lugar ideal, el trono, el espacio sin excusas. Las expectativas son, como corresponde, siempre de máxima. Es un laburo estresante, muy hermoso y muy jodido.
En el medio están las selecciones nacionales de toda laya y nivel, un caso aparte. El privilegiado Del Bosque, el importado Capello, Bielsa, Dunga, el miserable de Lippi, el Tata Martino o Diego pueden elegir lo que quieran –no es cuestión de guita sino de riqueza de la producción nacional– y pueden optar con absoluta libertad por el modelo táctico que prefieran a partir de un tipo de competencia muy específico y acotado y puntual: el Mundial. Lo que no pueden, porque no tienen tiempo, es entrenar. Casi no son, en la práctica, entrenadores. Es raro, pero es así: un laburo deseable y sin duda jodidísimo.
Claro que en cada caso se encuentran con diferentes grados de dificultad: mientras los responsables de las selecciones de los países centrales (Italia, España, Inglaterra y Alemania) tienen a la mayoría de sus mejores jugadores a mano, los ven jugar todo el tiempo, a menudo en un mismo equipo y no les cuesta juntarlos en un rato, los de las selecciones de países exportadores tradicionales –cada vez más exportadores, como nosotros o Brasil– la tienen muy complicada: los ven poco en directo y no los “tienen” casi nunca.
Así, deben proponer el modelo y elegir sus intérpretes sabiendo que podrán practicar muy poco. Es un quilombo... Y ahí entran a tallar coyunturas, necesidades y convicciones. Sobre todo en el caso argentino –y el de Diego–, ya que venimos de una Eliminatoria traumática que –debido a todos los factores descriptos y a algunas barrabasadas extra– no dejó como saldo un equipo más o menos armado (como pasó con Passarella, con Bielsa o con José en su momento), sino un descomunal y desproporcionado desconcierto.
Coincidimos todos: por ahora no hay equipo y deberá “aparecer”, Diego deberá “encontrarlo” en las semanas previas a Sudáfrica e incluso, como suele pasar, durante la competencia, ya que el Mundial son dos cosas: la serie, que es una prolongación de las Eliminatorias, y el bueno, de octavos en adelante, que son los cuatro partidos que definen al mejor a cara de perro.
En lo personal, como todo futbolero, espero y quiero que lo encuentre, pero en general no me gusta cómo Diego (más Bilardo, intuyo) está buscando el equipo. Paradójicamente o no, Diego no ha ido hacia las fuentes naturales y culturales de nuestro juego, sino que ha subrayado la emergencia, la idea de coyuntura extrema. Cuestión de conceptos. Es que tras el ensayo contra Alemania que se ganó, quedó definida una idea táctica –especulativa, cambiante según el rival– que no apuesta al juego ni a la posesión de la pelota como modo de imponer supremacía, que no aprovecha las posibilidades latentes de juego asociado que hay en algunos (no todos) de los nombres elegidos.
Quiero decir: el dibujo cauteloso (cuatro-cuatro-dos con una línea de fondo formada sólo con marcadores centrales...) es lógicamente anterior a la elección de los intérpretes (no es que no tuviera otra cosa para elegir) y pone el énfasis en la disciplina y el orden táctico en detrimento del juego que puedan aportar los (por definición) jugadores. Argentina no fue ante Alemania un equipo equilibrado, fue un equipo mezquino. ¿Pretende ser eso?
Se puede discutir y entender que ante el descalabro previo y la falta de confianza general –dentro y fuera de la cancha– hay que ir a lo seguro, ser cauteloso y no arriesgar, poner y poner, no desarmarse, no quedar nunca mal parado ni perder concentración, no regalarse; en suma, especular mucho y jugar menos. Se dirá: ante las pocas posibilidades de entrenar, mejor es apostar a lo que (se supone) puede controlarse, planearse: las tareas de cobertura, el no dejar espacios, la distribución de marcas, las consabidas “pelotas paradas”. Y dejar la creatividad ofensiva, la idea de llegar al arco de enfrente a la inspiración libre del esperado “diferente” que resuelva por las suyas con el acompañamiento mínimo. Después de todo, el modelo “solidario con genio” del ’86 convertido en patético grotesco en el ’90, parece poder repetirse (en el imaginario de la conducción) con Me- ssi en lugar de Diego. Parece –repito– que vamos por ahí. Y nos parece –ahora me repito yo– un camino complicado.
La propuesta de un esquema táctico debería, en un equipo que cuenta con todas las posibilidades de selección de jugadores que tiene Argentina, dar mayor protagonismo a los jugadores creativos capaces de inventar ofensivamente. De dar opciones múltiples a la hora de trasladar la pelota, de juntarse y buscarse para jugar. En ese sentido, las precisiones hechas en su momento por el parco y siempre preciso Riquelme sobre las diferencias de hábitat futbolero que encuentra Messi en el Barcelona y en la Selección son –como todo lo que Román hace dentro de la cancha– ejemplares.
En los tres últimos mundiales –con Pa-ssarella, con Bielsa, con José–, más allá de todas las grandes diferencias entre ellos y entre los distintos planteles, hubo un momento en que, además de los rivales, el simple temor a jugar o el exceso de esquematismo táctico nos hicieron quedar afuera sin haber agotado los cartuchos, sin desplegar todas las posibilidades que potencialmente teníamos –por ejemplo– en el banco.
Ya que podremos entrenar poco, que sea con la pelota y no sin ella; que la elección última de los jugadores no esté condicionada por un esquema especulativo que haya que rellenar con intérpretes obedientes o puntualmente “funcionales”, sino que sea la suma de la mayor cantidad posible de literales jugadores, con aptitud y actitud para asociarse en la posesión y el uso de la pelota. Y hacerlos/dejarlos hacer lo que se supone saben.
Como Diego sabía mejor que nadie, exactamente.
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