Viernes, 14 de mayo de 2010 | Hoy
Por Juan Forn
“Una mujer descuartizada / viene cayendo desde hace 140 años.” Por esas dos líneas escritas por su compatriota Vicente Huidobro decidió Nicanor Parra dedicarse a la poesía. Ya era (además de hermano mayor de Violeta Parra) ingeniero, diplomado en termodinámica en EE.UU. y en cosmología en Oxford, cuando quiso saber por qué caía esa mujer desde hacía siglo y medio. Pregunta no muy pertinente para los cánones de la ingeniería: la poesía no es un asunto pertinente para la ingeniería y Parra era, a pesar de ingeniero, un impertinente. Así que prefirió adscribir a esa otra ley de la termodinámica que enunció alguna vez Leopoldo Marechal: “De todo laberinto se sale por arriba”. Así fue como llegó Parra a lo que definió como antipoesía. “Yo me preguntaba por qué cresta los poetas hablaban de una forma y escribían de otra, esa jerga conocida como lenguaje poético, que no tiene nada que ver con el lenguaje de la realidad.”
Puesto en esos términos, parece un mero cuestionamiento verbal, pero lo de Parra apuntaba más lejos: para poder ver las cosas de otro modo es necesario cambiar de perspectiva, y pocos tipos hay en nuestra lengua capaces de sacarnos la alfombra debajo de los pies como hace Parra con una sola frase. Ejemplo: “El automóvil es una silla de ruedas”. Léanla de nuevo, van a ver que el texto se movió, que leen otra cosa. Eso es Parra. El juego de palabras que de pronto corcovea y muta en otra cosa: “La izquierda y la derecha unidas / jamás serán vencidas”. El creativo publicitario tiene esa clase de don, pero para generar antimateria. Parra genera antipoemas; es decir, anticuerpos contra la antimateria que nos tiran todo el día por la cabeza. Hay un famoso poema suyo que empieza: “El hombre imaginario / vive en una mansión imaginaria / rodeada de árboles imaginarios / a la orilla de un río imaginario”. Y así sigue avanzando facilonamente, estrofa tras estrofa, hasta sus versos finales. Antes de citarlos déjenme contar que, a los 64 años, Parra descubrió a la mujer de su vida, fue brevemente feliz con ella, pero ella lo abandonó y poco después se suicidó, y en honor de ella Parra escribió “El hombre imaginario”, que termina: “Y en las noches de luna imaginaria / sueña con la mujer imaginaria / que le brindó su amor imaginario / vuelve a sentir ese mismo dolor / ese mismo placer imaginario / y vuelve a palpitar / el corazón del hombre imaginario”.
Es famosa su pica con Neruda. Igualmente famosa es su frase: “Hay dos maneras de refutar a Neruda; una es no leyéndolo; la otra es leyéndolo de mala fe. Yo he practicado ambas, pero ninguna me dio resultado”. (Otra vez contestó así a la acusación de que la obra de Neruda era despareja: “La Cordillera de los Andes también es despareja”.) En su poema “Malos recuerdos”, dice: “Para la mayoría / soy un narciso de la peor especie / el hombre de dos caras / el que se cree más de lo que es / el que no tiene paz / ni con las mariposas del jardín. / Todos se consideran con derecho / a festejarme con un poco de barro”. Treinta años después, al recibir un Doctorado Honoris Causa en la Universidad de Chile, dijo: “Una sola pregunta: ¿cuándo piensan erigirme una estatua? La paciencia tiene su límite. Sin estatua me siento miserable. Pero, por favor, que sea de barro. Para que dure lo menos posible”.
Entre otras chambonadas, Parra aceptó ir a la Casa Blanca a tomar el té con la esposa de Nixon en plena guerra de Vietnam, durante un congreso de escritores en Washington (y cuando los cubanos le retiraron la invitación como jurado del Premio Casa de las Américas, él mandó un cablegrama a la isla que decía: “Apelo a la Justicia revolucionaria una rehabilitación urgente. Fidel debería creer en mí tal como yo creo en él”). A diferencia del resto de su familia, nunca apoyó a la Unión Popular de Allende y siguió enseñando en la universidad después del golpe de Pinochet. Pero cuando el Papa fue a Chile, escribió: “La sonrisa del Papa nos preocupa / SS debiera llorar a mares / y mesarse los pelos que le quedan / ante las cámaras de televisión / en vez de sonreír a diestra y siniestra / como si en Chile no ocurriera nada / que se ría de la Santa Madre si le parece / pero que no se burle de nosotros”. Y poco antes (más precisamente en 1977) había escrito: “Que levanten la mano los valientes. / A que nadie es capaz / de arrancarle una hoja a la Biblia / ya que el papel higiénico se acabó. / A que nadie se atreve / a escupir la bandera chilena. / A que nadie se ríe como yo / cuando los filisteos lo torturan”.
Se admire o se odie a Parra, hay que reconocerle su fidelidad absoluta al género que inventó. Cuando le dieron en Guadalajara el premio Juan Rulfo, empezó su discurso de agradecimiento diciendo: “Hay diferentes tipos de discursos. / El discurso ideal / es el discurso que no dice nada, / aunque parezca que lo dice todo”. Lo pongo en verso porque así lo leyó. Y así lo incluyó en su libro Discursos de sobremesa, que está compuesto enteramente de textos leídos al recibir premios y honoris causas. Que, por supuesto, son antipoemas. Es decir, reversos exactos del discurso ideal: parece que no dicen nada y logran decirlo todo. Mi preferido es el que pronunció en el centenario de Vicente Huidobro, que se titula “Also sprach Altazor” (y que debajo aclara “Título del original en inglés: ‘Hay que cagar a Huidobro’”) y empieza preguntando qué sería de la poesía chilena sin Huidobro, pasa después a defender la megalomanía del poeta (“Sus opiniones nunca pecaron de moderadas / incluso llegó a atreverse / a enmendar la plana al propio Homero / que no debió haber dicho jamás, según él / las nubes se alejan como un rebaño de ovejas / sino lisa y sencillamente / las nubes se alejan balando / Y paré que tenía razón”). Y sobre el final hace su famosa declaración: “Hay una frase de Huidobro / no creo que haya otra más enigmática / más sobrecogedora / en todo el reino de las bellas letras: / ‘Una mujer descuartizada / viene cayendo desde hace 140 años’ / A mí me deja mudo”.
Mentira, por supuesto: nada deja a mudo a Parra. Hoy tiene 96 años, espera contra toda esperanza que le den el Nobel antes de morir y le gusta contar a quienes llegan en peregrinación a verlo que, en el preciso lugar donde se alza su casa en Las Cruces, había un castillo hecho enteramente de madera, con el exterior recubierto de tejuelas de alerce. “El que entraba ahí se quería quedar a vivir para siempre.” El castillo estaba medio abandonado cuando Parra lo compró, y el cuidador que vivía ahí se tuvo que ir a su pesar. Pocos días después, un incendio destruyó el castillo. Todas las señales indicaban que el cuidador había provocado el fuego. Parra se lo encontró contemplando las cenizas aún humeantes y le dijo: “¡Huevón de mierda, mira lo que hiciste!”. El cuidador le contestó sin apartar la mirada: “Yo quería esa casa más que usted”. Heidegger decía que la poesía es la casa del ser. Parra vio arder esa casa y levantó otra sobre sus cenizas. Están los que dicen que fue él quien la quemó. Y están los que dicen que nadie quería esa casa tanto como él.
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