Viernes, 15 de abril de 2011 | Hoy
Por Juan Forn
Es leyenda que Gustave Eiffel creyó que su Torre no sólo lo haría rico sino también inmortal. Le gustaba mucho más esa idea que la Torre en sí. De hecho, ni siquiera la diseñó él sino un par de empleados de su estudio. Tampoco fue una idea francesa: Eiffel se la robó a unos norteamericanos de Filadelfia que querían poblar las ciudades del Nuevo Mundo con torres-faro, que celebraran la era de la industria. La excusa perfecta fue el centenario de la Revolución de 1789 y la Exposición Universal que se organizaría durante los festejos. Eiffel se las arregló para convencer al ministro de Industria de redactar un pliego de licitación que parecía describir su propio proyecto. Se presentaron 107; ganó, por supuesto, el monstruo de hierro. Eiffel había incluido en su pliego hasta la manera de financiar los costos de mantenimiento, una vez construida: según él, la Torre recibiría no menos de dos millones de visitas al año, que pagarían religiosa entrada.
Aunque el monumento estuvo terminado a tiempo y sin accidentes fatales durante su construcción (sólo un obrero murió, pero era un domingo y cayó al vacío no trabajando sino floreándose para su novia), fastidió a los parisinos desde el principio: un manifiesto firmado por 300 artistas (de Verlaine y León Bloy a Maupassant y Dumas hijo) protestaron contra “ese farol callejero aquejado de gigantismo”. Sólo uno de cada quince visitantes a la Exposición Universal de 1889 pagó por subir a la Torre, que aún no tenía ascensores (atraía mucho más la Galería de las Máquinas, el milagro de la electricidad). Así siguieron las cosas hasta que empezó a acercarse el fin de la concesión que el municipio de París había dado a Eiffel: hacia 1909, en lugar de los dos millones previstos, apenas visitaban la Torre 150 mil personas al año (y eso aunque Eiffel bajó a la mitad el precio de la entrada y puso ascensores). Entonces apareció en escena el capitán Ferrié, pionero de la radiodifusión francesa. Ferrié odiaba las palomas mensajeras que usaba el ejército y propuso instalar a todo lo largo de la Torre una antena que cambiaría por completo las comunicaciones en Francia. Así se salvó la Torre. O, como dice Roland Barthes, así se volvió irreemplazable, además de inútil. Yo veo ahí toda una definición de lo francés, pero yo soy bastante francófobo, así que me limito a dejarles la inquietud y paso a lo que me interesa, que ocurre en junio de 1940.
Los nazis avanzan hacia París, la gente huye con lo puesto, la ciudad es un caos. Un subteniente del cuerpo de ingenieros es convocado de apuro por sus superiores. Se llama Guy Bohn, era abogado en la vida civil, una pulmonía lo salvó de marchar al frente. Tiene hecho un curso de explosivos y por eso se le adjudica la misión de dinamitar la Torre Eiffel, para que la antena no caiga en manos nazis. París es ciudad abierta, es decir protegida de los bombardeos, pero eso prohíbe también toda acción de sabotaje dentro de sus límites: es imposible atacar París, pero también es imposible defenderla. Bohn no es tonto y pide la orden por escrito. Los jefazos le contestan que el tiempo apremia y que no se haga el leguleyo. Bohn dice que nada lo obliga a obedecer una orden que viole la ley, y que además necesitaría un grupo de quince zapadores y los planos de la Torre. Le ofrecen sólo dos hombres, dos valijas llenas de melinita, ningún plano y lo despachan sin más a cumplir la misión.
No es casualidad que Bohn hubiera descollado en aquel curso de explosivos. Los abogados son expertos en dinamitar los cimientos de la ley con la excusa de buscar sus grietas y fisuras. Bohn sólo necesitaba tiempo para cranear cómo derrumbar la Torre. Mientras tanto, dejó a sus hombres allí con instrucciones precisas y, cargando las dos valijas de melinita, se tomó el metro hasta Issy-les-Moulineaux, donde estaban las antenas repetidoras de las emisiones originadas en la Torre, que eran mucho más fáciles de volar. Repito: fue en subte, con la melinita en dos valijas. Cuando llegó a las instalaciones militares no quedaba casi nadie ya. Bohn sólo tenía un manual de voladuras de estructuras de acero de 1890. El mismo instaló las cargas debajo de ambas antenas y esperó hasta las cinco de la madrugada, hora en que los diecisiete radiotelegrafistas de la Torre comunicaron a todas las estaciones francesas de ultramar que París había caído y que se interrumpía el servicio. Mientras los hombres de Bohn en la Torre cumplían las órdenes de su jefe y rompían a martillazos los aparatos de radio y cortaban con tenazas los cables, Bohn buscó reparo en una arboleda, encendió la mecha con un cigarrillo y contempló cómo desaparecían en la explosión aquellas enormes antenas gemelas de setenta metros de altura. Sólo quedó un cráter de escombros y fierros retorcidos.
Bohn requisó un camión y partió hacia los Campos de Marte con la carga de explosivos que le había sobrado. Tenía un plan en la cabeza, un plan enloquecido pero plausible. La melinita que tenía quizá no alcanzara para derrumbar aquella Torre de siete mil toneladas de hierro, pero la adrenalina que bombeaba su corazón era más que suficiente para hacer lo que se proponía hacer: usar los explosivos que le quedaban en una de las cuatro plataformas de cemento que sostenían la Torre (cada una del tamaño de un departamentito de 30 metros cuadrados) y lograr que la Torre no cayera... pero quedara torcida. Una genialidad. Es cierto que la Torre como símbolo de lo francés es algo que recién sobreviene con el fin de la guerra (“Los franceses nos mantuvimos tan incólumes a la desgracia como nuestra Torre”, ja). Es cierto que para los nazis no hubiera sido tan escandaloso como podemos imaginarnos ahora verla torcida al entrar triunfantes en París. Pero hubiera sido igual una gran manera de recibirlos, en lugar de esa patética huida en masa tan bien retratada por Irene Nemirovsky en su Suite Francesa.
Yo tiendo a pensar que a Bohn no lo movía tanto el patriotismo, a esas horas, como el frenesí dinamitador. Ya había entendido que, como soldado francés, iba a ver poca o nula acción. Quizás era la última vez en su vida que tenía explosivos a mano y la posibilidad de usarlos, y caos suficiente a su alrededor para salirse con la suya. Ha de haber sido un gran momento. Nunca entenderé por qué se apichonó, por qué dilapidó esa oportunidad única. En La caída de París, el papanatas de Herbert Lottman dice que primó la sensatez en su mente y recapacitó. ¿Qué sensatez? ¿La misma de Clemenceau, de Chamberlain, de Pétain? El tipo pudo ser el loco de la melinita y prefirió ser un cagatintas. Devolvió el camión, se desentendió de los explosivos, pasó el resto de la guerra detrás de un escritorio. Años después, pidió permiso a las autoridades militares de Issy-les-Moulineaux para ver otra vez el inmenso cráter de escombros que había dejado. Le dijeron que no sabían de qué cráter estaba hablando. Así ha pasado a la historia el subteniente Guy Bohn, pobre diablo, y esa es la razón por la cual la Torre Eiffel se salvó de quedar torcida como debía.
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