Martes, 11 de septiembre de 2012 | Hoy
Por Rodrigo Fresán
Uno Una vez más, por última vez, hasta la próxima: yo –polarizando negativa y flaubertianamente la cuestión– no soy Rodríguez. Ni siquiera (Rodríguez es como la versión ibérica del actor Philip Seymour Hoffman cuando hace de buen tipo) nos parecemos físicamente. Tampoco –aunque coincidimos en mucho– nos atraen las mismas cosas. Y como evidencia incontestable de que somos dos y no uno presento la siguiente prueba definitoria e imposible de ignorar: a Rodríguez no le gusta Bob Dylan.
Dos O peor aún: a Rodríguez no le interesa Bob Dylan. Es decir: Rodríguez ni siquiera es de esos que afirman que Bob Dylan “canta mal” o –con más perverso grado de sofisticación– que “ahora canta peor que antes”. Bob Dylan –a Rodríguez– no le va ni le viene. Pero –aun así– le ha resultado imposible sustraerse al huracán de extáticos elogios, al ciclón de loas y aleluyas, ante el lanzamiento de Tempest, álbum número 35 en la carrera de medio siglo del cantautor de 71 años. ¿Puede algo ser tan bueno? ¿Puede alguien ser tan bueno?, se pregunta Rodríguez. De modo que –picado por la curiosidad y con ganas de rascarse las dudas– Rodríguez se prometió que la próxima vez que pasara por el Fnac se detendría a escuchar Tempest, de pie, entre la gente y –sin poder evitarlo– con un poco de vergüenza. Rodríguez –en eso sí somos iguales– es muy pudoroso. Y más de una vez ha sufrido un síncope de vergüenza ajena ante la visión de esos que, en Fnac, con cascos/audífonos, no tienen problemas en ensayar unos pasitos de baile o cantar a los gritos, ajenos a todo y a todos, ondeando una mano, como si les hubiesen permitido olvidarse del hoy hasta mañana.
Tres Pero ni siquiera hizo falta, porque Rodríguez se enteró por un periódico de que –por unos días– Tempest se podría escuchar en iTunes. Así que todo bien y Rodríguez aprovechó una salida de su familia para servirse un triple bourbon y escuchar lo que allí se daba gratis. Primero espió los títulos de las canciones y la primera que llamó su atención fue “Early Roman Kings”. ¿Por qué? Sencillo: este verano Rodríguez dedicó sus ojos y su mente a leer la flamante versión completa de Decadencia y caída del imperio romano, de Edward Gibbon. Así, en las playas de la Barceloneta –mientras su esposa y su hija, leyendo 50 sombras de Grey y sus derivados, se excitaban soñando con un magnate que las atara a la cama para azotarlas– Rodríguez se adentraba en los ritos perversos y en las conspiraciones shakespeareanas de añejos emperadores. Y, sí, así es Rodríguez a la hora del verano: lee mini best-sellers maxicultos. Cosas largas y cosas serias y cosas que lo hacen sentirse mejor de lo que es y estar mejor de lo que está. Julios/agostos anteriores los dedicó a En busca del tiempo perdido, a El fin del desfile, a Memorias de ultratumba, a Vida y destino, a La historia de Genji y ahora Rodríguez –queriendo perpetuar paisaje mental de antiguas ruinas romanas superponiéndolas sobre actuales ruinas españolas– escucha “Ancient Roman Kings”. Y, hey, un momento, ¿no es esto igual al standard bluesero “Mannish Boy” de Muddy Waters? Porque Rodríguez no sabe mucho de música, pero algo sabe. Y también sabe –porque las orgásmicas reseñas de Tempest no se cansan de señalarlo como mérito y argucia– de las estrategias de viejo cuervo y de urraca cleptómana del juvenil anciano Bob Dylan. Pero la inquietud pronto deja lugar a esa satisfacción –Proust, Ford, Chateaubriand, Grossman, Shikibu– que sólo se experimenta antes aquellos reformuladores que, además de ser artistas, también son históricos, son parte de la historia son...
Cuatro Ultima radio sonando, interferencia, ahora sí, ahora yo soy yo: Tempest es una obra maestra y uno de los mejores trabajos de Bob Dylan. Salgan a buscarlo y a encontrarlo. Rápido. Más rápido todavía. Fin de las noticias del mundo.
Cinco ... parte de la historia de todos. Y –más vale muy tarde que nunca– a Rodríguez empieza a gustarle Bob Dylan. Mucho. Y haciendo memoria empieza a acordarse de diferentes momentos de su vida en la que Dylan estuvo ahí. En ese poster de Milton Glaser en el cuarto de un tío freak y suicida. En un diario de hace poco, donde se informaba que los padres que enviaban a sus hijos a un exclusivo jardín de infantes de Los Angeles empezaron a preocuparse cuando sus pequeños volvían a casa hablando de “un señor raro” que les cantaba “cosas que daban miedo” y, sí, ya se imaginan quién era ese abuelo que iba allí a divertir con guitarra y armónica y esa voz a los amiguitos de su nieto. En una foto en la que Bob Dylan aparece sentado junto a la tumba de Jack Kerouac y que, en su momento, Rodríguez recortó por Kerouac y no por Dylan. En la voz dulce y afinada de esa breve pero decisiva novia inglesa de piernas largas y pecas en la nariz que Rodríguez tuvo durante un adolescente verano andaluz y que cantaba sin parar “Mr. Tambourine Man”: la única de las canciones de Bob Dylan que Rodríguez se sabe de memoria porque desde entonces, y probablemente para siempre, nada quería más que saberse de memoria a esa chica de Manchester.
Así que aquí y ahora –no está oscuro todavía pero falta menos– Rodríguez se sirve otra generosa dosis de Jack Daniel’s y arranca desde el principio de Tempest. Se sube a bordo de la ferroviaria “Duquesne Whistle” y va saltando de vagón en vagón, de track en track, hasta levar anclas y abordar ese portento de catorce minutos y cuarenta y cinco estrofas sin estribillo ni iceberg que da título al disco y que recrea la tragedia pública del Titanic como metáfora definitiva sobre la que hacer flotar naufragios privados. Al final, a modo de coda, Bob Dylan se despide hasta nuevo aviso con “Roll On John”, un sentido responso por la memoria inolvidable de John Lennon. Ahí, Rodríguez está al borde de las lágrimas, preguntándose no dónde estuvo Bob Dylan todos estos años (la respuesta es fácil: en todas partes; y falta menos para que pase por la esquina de tu casa) sino cómo pudo estar él tantos años sin Bob Dylan.
Al caer la noche –los tiempos están cambiando– su esposa y su hija y su hijito encuentran a Rodríguez no medio borracho sino tres cuartos borracho y en ascenso. Dando saltitos por la sala y aullando “Mr. Tambourine Man”. Esa canción que cantaba Johanna (¡Johanna se llamaba la inglesita!) y en la que, alguna vez, un recién electrizado Bob Dylan le pedía a una suerte de deidad musical que le cantase una canción. Ahora, aunque la siga cantando en vivo y en directo, Bob Dylan se ha convertido en ese Mr. Tambourine Man. Su propio avatar y paladín. Bob Dylan al que nada le es ajeno y al que nadie conoce del todo y quien empieza y termina en sí mismo. “Yo sólo soy Bob Dylan cuando tengo que ser Bob Dylan. La mayor parte del tiempo quiero ser yo mismo. Bob Dylan nunca piensa sobre Bob Dylan. Yo no pienso en mí mismo como Bob Dylan. Es como dijo Rimbaud: Yo soy el otro”, dijo. Y –mea culpa, Rodríguez ha sido abducido por el otro, por el otro otro– el círculo se cierra y sigue rodando. Como una piedra. Como una piedra que rueda, pero, sí, por fin, con dirección a casa, a su casa, que –gracias por la renovada invitación– es, mientras dure esta tempestad, de nuevo, la casa de todos.
Afuera el viento sopla las mismas preguntas de siempre.
Adentro, desde siempre y para siempre, la perfecta respuesta de estos rayos y centellas.
Seis Yo no soy Rodríguez.
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