Viernes, 9 de noviembre de 2012 | Hoy
Por Juan Forn
Ella después dijo que manejó una ambulancia en el frente durante la Primera Guerra, pero la historia es así: Gertrude Stein había visto en París a una amiga norteamericana bajando de un coche que decía “Fondo USA de Ayuda a Heridos de Guerra”, preguntó qué se necesitaba, le dijeron ambulancias, logró que una prima de Estados Unidos le regalara (y le enviara desde allá) el modelo más grande de coche que fabricaba Ford, le hizo pintar las siglas FONDO USA y se sentó al volante. Su amante Alice B Toklas era quien lo hacía arrancar, cambiaba las gomas pinchadas, cargaba y descargaba medicamentos o provisiones: Gertrude sólo manejaba. Permítanme agregar que Alice Toklas era una lauchita esmirriada con bigote de gendarme y Gertrude Stein era una mole de compacta gordura y cabeza de emperador romano, según el famoso dictamen de Picasso. Un fotógrafo fue una vez a retratarla de entrecasa. Le dijo: “Haga cosas y yo la fotografío”. Qué cosas, preguntó ella. Las que hace habitualmente, dijo el fotógrafo. “Puedo ponerme el sombrero y quitármelo y me gusta el agua, puedo beber un vaso de agua. Las demás cosas las hace Alice”, contestó ella.
Alice hasta le sirvió de envase para escribir el libro que Gertrude quería escribir desde que nació, uno en el que pudiera hablar de su genio como correspondía; es decir, en tercera persona. El libro se titula Autobiografía de Alice B Toklas y habla sin parar de Gertrude Stein: es la historia de alguien que vive con un genio, que vive pendiente y fascinada de ese genio con quien convive. Gertrude Stein inventó el autohomenaje como género literario. En palabras más elegantes, de Janet Malcolm, resolvió el koan de la autobiografía: el aplauso de una sola mano, dedicado a sí misma. Su frase más célebre dice: “Lleva mucho tiempo ser un genio. Hay que pasarse muchas horas sin hacer nada, hasta que el mundo te descubra”. Nunca escribió más de media hora al día, para tener la certeza de que todos los días sin excepción tendría ganas de escribir. El resto de la jornada lo dedicaba a descubrir talentos (no había ojo más certero que el suyo en París), a dejarse admirar y a comer las exquisiteces que le preparaba Alice. Su adorado hermano Leo, a quien había seguido a Harvard y luego a París, se mudó a Florencia en cuanto apareció Alice en la vida de Gertrude y, años después, enloqueció de rabia con el éxito de la Autobiografía de su hermana: “Ella es básicamente idiota tal como yo soy básicamente inteligente. Pero la enorme admiración que se profesa a sí misma le ha permitido construir un mito de asombrosa eficacia”. Gertrude se limitaba a decir que cuando se nace la menor, el bebé de la familia, es un privilegio que se mantiene el resto de la vida: los demás cuidan de uno. “Lo importante es tener un sentido muy profundo de la igualdad: entender que cualquiera puede hacer algo por uno”.
Y nadie hizo más que Alice B Toklas por Gertrude Stein. Estuvieron juntas cuarenta años, nunca se supo cómo sobrevivieron dos lesbianas judías a la ocupación alemana de Francia, pero así sucedió, y en palabras de Gertrude, “el aburrimiento fue mucho más tema que el miedo” en esos años. Aunque no dejó casi nada sin decir en una vida dedicada a celebrarse a sí misma, Stein hace una sola mención a su condición judía en toda su obra: dice que abandonó la grey cuando descubrió, a los ocho años, que la promesa de una vida eterna después de la muerte no aparecía en ningún lado en todo el Antiguo Testamento: no había cielo para los judíos. Por esa razón, la esmirriada Alice se convirtió al catolicismo luego de la muerte de su amada: para pasar la eternidad a su lado, ya que Gertrude, por ser un genio, estaría esperándola allí. Para garantizarse el reencuentro, buscó un contacto en las altas esferas. Si Stein hubiera dejado todos sus bienes a Alice, todos aquellos Picassos y Modiglianis y Légers estarían hoy en el Vaticano. Pero en cuanto el obispo elegido supo que Alice carecía de dinero dejó de visitarla.
Stein dijo una y otra vez que era rentista de alma. Vivió toda su vida del dinero de su familia y le pareció lo más natural que el dinero quedase en la familia a su muerte (a Alice sólo le dejó el usufructo en vida de sus bienes). Cuando estaba agonizando en el hospital, dijo: “¿Cuál es la pregunta?”. Alice no supo qué contestar. Gertrude murmuró: “Si no hay pregunta, tampoco hay respuesta”, y cerró los ojos para siempre. Dejó un fondo especial para que después de su muerte se publicaran los poemas eróticos que le había escrito a Alice durante cuarenta años. En esos poemas, además de decirle “mi pequeña hebrea”, relata con lujo de detalle que le proporcionaba orgasmos regularmente pero ella no los tenía (“Baby no llega hasta allá pero desea mimar igual”). Así fue como el mundo supo que, fuera del dormitorio, Alice lo haría todo, pero la que trabajaba en la cama era Stein.
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