Viernes, 23 de noviembre de 2012 | Hoy
Por Juan Forn
Viktor Shklovski siempre quiso saber qué había dentro de las palabras. Es famoso por haber inventado en Leningrado, con una pandilla de mentes tan brillantes como la suya, una secta llamada Opoiaz (o Conjura para la Develación de lo Poético), que hasta el día de hoy se estudia en las universidades del mundo con la plúmbea etiqueta de Formalismo Ruso. Pero para mí es el hombre que escribió para siempre estas líneas, en un breve texto llamado Escribo sobre besos: “Ella me amaba y yo también. Nos besábamos y no sabíamos hacerlo. Detente aquí, frase, y vigila las cosas mientras yo traigo otras palabras”. Antes de la Revolución, los abuelos de Shklovski vivían en las habitaciones de servicio del Instituto Smolni. El abuelo era jardinero y la abuela, sirvienta. El abuelo era un alemán de Letonia que raptó a la abuela cuando ella tenía catorce años. El hablaba mal el ruso y ella no hablaba nada de alemán, así pasaron cuarenta años juntos (la abuela decía que el abuelo escribía en latín; quería decir letón, pero no lo sabía). Cuando el abuelo murió, la abuela siguió viviendo sin pretensiones. Vivir sin pretensiones significaba levantarse antes del alba, no tener tiempo libre ni rincón propio, limpiar, lavar, fregar, cortar leña, no responder cuando la sermoneaban.
Fue un invierno terrible el del año en que la abuela murió. “Siempre tratábamos de detener el otoño y el otoño siempre se iba, pero ese año ni siquiera llegó”, escribe Shklovski. Su amigo y compañero de Opoiaz, Boris Eichenbaum, “leal como el eco”, consiguió una estufa de trinchera, llevó una pila de revistas y libros, se sentó delante de la estufa hojeándolos uno por uno. Arrancaba las páginas que consideraba absolutamente vitales y el resto lo echaba al fuego. No podía quemar nada sin haberlo leído antes. Shklovski, que creía amar los libros igual que su amigo, dice que él habría quemado todo: “Y de haber tenido un brazo o una pierna de madera, también la habría echado al fuego”. Pero Boris Eichenbaum no podía, sencillamente.
La abuela de Shklovski murió en silencio, como se va de noche el último tren por los andenes vacíos, envuelto en humo. Todo estaba preparado hacía tiempo para el entierro: la mortaja, las zapatillas blancas, la coronita de papel con la plegaria escrita en ella, todo estaba amarillento hacía tiempo. Vino el médico que la revisaba siempre, le tomó el pulso, le alzó los párpados, vio las pupilas inmóviles, dijo que volvería en una hora con el certificado de defunción y que podrían pagarle entonces sus honorarios. Cada vez que la abuela enfermaba, la rutina con aquel médico era siempre la misma: al oír la campanilla de entrada, por dolorida que estuviera, era ella quien le abría la puerta y le depositaba un rublo en la mano. En otros barrios de la ciudad, la visita del médico podía costar tres o cinco rublos, pero para la abuela de Shklovski el doctor y la redonda moneda de un rublo iban juntos, y abrirle la puerta ella misma también.
El médico fue a hacer sus asuntos, volvió una hora después y tocó la campanilla. La abuela yacía sola, todos los miembros de la familia Shklovski habían salido a hacer las diligencias funerarias. La abuela estaba con la barbilla atada para que no se le bajara la mandíbula y con monedas de cinco kopeks sobre los ojos, para que los párpados se le endurecieran cerrados. La campanilla sonaba y sonaba, y nadie abría, hasta que algo atávico en el interior de la abuela respondió como un reflejo. Se levantó del ataúd, caminó arrastrando los pies en su mortaja, abrió la puerta con el redondo rublo en la mano. El doctor, al ver a la muerta, se desplomó, tenía el corazón enfermo. La abuela trató de hacerlo volver en sí. En cuanto el médico recobraba el sentido, volvía a perderlo al ver a la difunta inclinada sobre él. Es leyenda que los judíos rusos, un día al año, se paraban al lado de la mesa con un bastón, en señal de que estaban listos para partir, pero el médico de la abuela ignoraba esta costumbre.
Cuando Shklovski le contó la historia a Serguei Eisenstein, éste la usó en la película que estaba haciendo, sólo que el buen Iván de Eisenstein resucitaba como Iván el Terrible, con las consecuencias por todos conocidas, mientras que la abuela de Shklovski resucitó sin haber cambiado. Vivió seis años más, siguió limpiando, lavando, fregando y cortando leña, convencida de que nada extraordinario le había pasado en la vida: “Ustedes dicen que el tiempo pasa. Mentira: son ustedes los que pasan”, repetía a quien quisiera oírla. También el médico siguió viviendo. Shklovski se lo cruzaba por las calles de Leningrado o haciendo cola en los almacenes, en los tiempos en que escribía sus hermosísimas memorias (Erase una vez). Cuando, para su estupor, recibió permiso para publicarlas, en 1964, optó por no mencionar al médico por el apellido, según él para no estremecerlo de nuevo: las emociones son nocivas para los ancianos y, como se sabe, las personas resucitan muy raras veces.
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