Domingo, 5 de julio de 2015 | Hoy
Por José Pablo Feinmann
¿Por qué re-visitar Pink Floyd? Esa banda de muchachos ingleses injertó la filosofía en el rock de un modo imperecedero. No vamos a hacer su historia, que es conocida. Nos vamos a detener reflexivamente sobre algunas de sus canciones, en lo posible aquellas que forman el corpus del film The Wall, el punto más alto al que llegaron y acaso el más alto al que también llegó el rock como música, poesía y arte de la rebelión. Esas canciones, desde otra década, desde otro siglo, nos siguen interpelando, nos siguen llamando a las dos actitudes existenciales definitivas ante la realidad (ese muro infranqueable): la mansa aceptación o la rebeldía.
¿Qué quieres ser, mi amigo? ¿Un sujeto autónomo, un ser libre o apenas otro ladrillo en la pared? Te educaron para que fueras lo otro de la libertad. Para que fueras parte de la pared. Un ladrillo, apenas uno más. Para eso te gritaron, te pegaron, te humillaron. En algún momento te rebelaste y tu rebelión se expresó con fuerza, a viva voz, poéticamente: “No necesitamos la no educación/ No necesitamos el control mental/ ¡Hey, profesores, dejen a los niños en paz!”. (All in all you are just another brick in the wall.) “Al fin de cuentas, sólo eres otro ladrillo (brick) en la pared.” El que castiga, el profesor sadista, el que cree que el saber con la sangre entra, es otro ladrillo en la pared, integrado a ella, imponiendo sus valores. A esa educación, Adorno la llamó pedagogía del dolor en un texto en que se interrogaba sobre qué cosas harían posible una repetición de Auschwitz. “El ideal pedagógico del rigor (...) La idea de que la virilidad consiste en el más alto grado de aguante fue durante mucho tiempo la imagen encubridora de un masoquismo que –como lo ha demostrado la psicología– tan fácilmente roza con el sadismo.” (Adorno, Consignas, Amorrortu, Buenos Aires, pág. 88.) Este tema estuvo de moda entre nosotros a raíz de las declaraciones de un cómico devenido político. Este hombre había dicho que dos buenos golpes de vara habían hecho de él un abanderado del colegio. (Fue desmentido por sus maestros.)
¿Qué es The Wall? ¿A qué llaman los Floyd La pared o El muro? Entre nosotros y todo lo bueno de este mundo hay una pared. Es la pared de los poderosos, de los que mandan, de los que nos educan, de los que nos forman para que sólo seamos un ladrillo más en esa pared, que formemos parte de ella, enmudecidos, cósicos, inertes, que jamás la atravesemos, que no conozcamos el otro lado aunque nos sea posible intuirlo y hasta desearlo, no, nada, siempre de este lado, o peor aún, parte de la pared, dentro de ella, parte de ella, un ladrillo más, sólo eso. De aquí otra canción poderosa de los Floyd que llama a la rebelión: “Hey, You!”. “¡Eh, vos. ¿Qué hacés ahí afuera, en medio del frío, solo, haciéndote viejo?” (Getting lonely, getting old.) La letra en inglés entrega un significado que va más allá de la traducción castellana. Getting lonely también puede entenderse como atrapándote la soledad, haciéndola tuya, alcanzándola, algo que transfiere la responsabilidad del hecho al que le ocurre. No le viene de afuera. Ni la soledad. Ni la vejez. Se las gana. Se las atrapa. Se las consigue.
“Hey, vos, ¿podés sentirme?” No “sientas” sólo mi voz. Sentí mi calor, mi presencia, mi cercanía. Así, sólo así, vas a “atrapar” mis palabras. Y ahora viene el reclamo. La exigencia rockera de la rebeldía: “No les ayudes a enterrar la luz/ No te des por vencido sin luchar”. “Hey you!” ¿Me tocarías? ¿Me darías tu mano? La rebeldía, cuando es verdadera, se hace con todo. No todo lo puede el espíritu aunque nos llenemos la boca con esa frase, que es hermosa pero incompleta: “El espíritu de la rebelión”. La rebelión no es sólo espíritu, es cuerpo también, carnalidad compartida, ardiente, siempre en riesgo. Por eso ellos saben que siempre podrán vencernos por medio del dolor. Por eso nos pegan. Someten nuestro cuerpo porque nuestra mente la conquistan llenándola de gusanos. Cada gusano, una idea menos. Cada gusano, una idea de ellos. Hasta que todos los gusanos expresen el completo sistema de ideas con que ahogarán nuestra libertad. “Hey, you!” No te sientes desnudo junto al teléfono, no esperes durante largos inviernos, no esperes sometido al frío o al fuego, ahí, con la cabeza contra la pared, un llamado que no existirá, o si existe será de ellos, otro más, otro llamado para meter gusanos en tu cerebro. Escuchame a mí. Sentime a mí. Ayudame a levantar la piedra. Todas los días la levanto y la llevo a la cima de la pared, pero nunca llego, la pared es demasiado alta, la piedra cae, yo caigo, y otra vez lo mismo, y lo mismo, levantar la piedra y caer. “Hey you!” ¿Los gusanos ya comieron tu cerebro? ¿Ya están ahí, en él, ya es tu cerebro su comida? ¡Basta de hacer lo que te han dicho que hagas! (Always doing what you’re told.)
Abrí tu corazón. Ayudame. No me digas que ya no hay esperanzas. Juntos estamos de pie; divididos, nos caemos. Juntos podremos erguirnos; separados, nos derrotan.
La pared son las prisiones de Foucault: los manicomios para los locos, las prisiones para los delincuentes, una sociedad sólo es racional cuando sabe apartar de sí todo lo que niega la razón. Los gusanos son el poder comunicacional. Se comen tu cerebro, entran en él, no te das cuenta pero te lo devoran por dentro. Pronto pensarás lo que quieren que pienses. Uno llega, como dice el Heidegger de Ser y Tiempo, a un mundo ya interpretado. Vive en ese mundo, crece ahí. Vive y crece en estado de interpretado. No habla, le hablan. Cuando habla salen de su boca las palabras que los otros han puesto en ella. Cree que conoce un idioma, el idioma lo conoce y lo somete a él. Habla su lengua materna, o su lengua paterna. Es hablado por su padre, por su madre, después por la educación, después por el sentido común, un sentido que es el del poder, el que el poder ha impuesto como visión del mundo. Todo eso es la pared. Hay que trepar por ella y salir, escapar. Escapar hacia uno mismo, hacia los otros que trepan, hacia la libertad. Inventar las nuevas palabras. Las interpretaciones. Hay que interpretar el mundo de otro modo, nuevo, luminoso. Pero la pared es demasiado alta. Volvemos a caer. Volvemos a subir. O nos entregamos –en medio de nuestra gozosa esclavitud– a los gusanos. “¡Eh, vos! No me digas que no hay ninguna esperanza.” (Hey you, don’t tell me there’s no hope at all.)
Los Floyd no vienen a decir eso. A nadie van a decirle: no hay ninguna esperanza. Lejos del rock punk, practican un rock conceptual de compleja lectura. Sin embargo, están claramente lejos de ciertas cosas. De la violencia, de la desesperación, de los paraísos artificiales de las drogas duras (una tragedia que los tocó en carne propia) o de la bobería pasatista. Sobre todo de esto, sin duda. Hay que poder hacer un rock conceptual y ellos lo hicieron. Diría, si se me permite, que practican un existencialismo áspero, a menudo doloroso, siempre romántico, asumiendo los contrastes vertiginosos de esa estética, un humanismo realista, que incorpora la inhumanidad a la humanitas universal, acotándola, señalando que lo Otro del hombre es también el hombre, que el sujeto humano es tanto el que busca la libertad como el que la niega, el que construye la pared como el que busca trepar por ella y huir.
Una notable canción de 1975, “Querría que estuvieras aquí” (“Wish You Were Here”), reúne estos elementos. Alguien dice que desea que otro –al que ama– estuviese con él. Pero ese otro tiene muchos cenagosos escollos que vencer. Los escollos son, como siempre, los del muro, los de la pared. Hay que aprender a distinguir lo que es propio de la pared, lo que a ella irrefutablemente pertenece, de las otras cosas, las de la belleza, las de la libertad. “¿Crees que puedes distinguir el Cielo del Infierno/ el cielo azul del dolor/ un campo verde de los rieles de acero/ una sonrisa de un velo?” ¿O tal vez no? Tal vez ellos consiguieron que cambiaras tus héroes por fantasmas, que cambiaras un papel (aunque fuese secundario) en una guerra por el principal en una jaula. Sí, desearía, cuánto desearía que estuvieses conmigo. Somos dos almas perdidas nadando en una pecera. Años tras año, hemos caminado por una tierra vieja. ¿Y, al fin, qué hemos encontrado? Sólo los mismos antiguos miedos. Ojalá estuvieses aquí.
Aquí, la derrota se ha consumado. La vida fue nadar en una pecera, de donde un pez nunca sale ni sabe dónde está, porque está dentro de la pecera y sólo si alguna vez hubiese estado fuera (aun al riesgo de morir) sabría que hay algo más que su prisión, que existen los ríos anchos y turbulentos, los océanos infinitos. Si no se salta la pared, los años van a pasar sin huella, siempre se caminará sobre una tierra vieja, con los mismos viejos miedos. La frase final debiera leerse así: Querría que estuvieses aquí para que huyamos juntos. Porque de eso se trata. Amar es saltar la pared con otro o con muchos, hacia el otro lado, lejos de los gusanos, de la tierra seca, de los eternos miedos, de la esclavitud gozosa, hacia lo nuevo, lo incierto, lo libre.
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