Domingo, 5 de julio de 2015 | Hoy
DEPORTES › OPINION
Por Gustavo Veiga
Si la historia la escriben los que hablan, eso quiere decir que hay otra historia. Vivimos en la era del fútbol dialéctico, que ensalza o deplora aspectos del juego basado en el exitismo. Ya no se trata de una polémica bifronte, de líricos contra resultadistas. Se trata de hablar menos y de jugar más. De dejar que las exigencias no nos paralicen y dar paso a que una propuesta levante vuelo, vuele y no la bajen de un plumazo por un resultado adverso. Dicho sea de paso, un resultado que se definió en los penales. Y si agregamos la final del Mundial de Brasil, en el tiempo suplementario.
Que el sayo le quepa a quien quiera ponérselo. La Selección no era ni es una máquina excelsa, sobresaliente, que gana, gusta y golea por un partido de Copa América o una serie de muy buenos rendimientos en amistosos previos, más recientes o más viejos. Una suma de jugadores de elite no hace a un equipo, ni ensancha las distancias ante rivales con menor capacidad. El fútbol no es el básquetbol, donde un grupo de talentos NBA se junta un par de días antes y arrasa al que se le pare enfrente. El fútbol es la dinámica de lo impensado, diría Dante Panzeri. Mucho más que una táctica o un rapto de inspiración individual, que sirven para ganar partidos, pero no un título.
Si fuera así, hubieran sido campeones del mundo selecciones de un caudal enorme: Holanda ’74, Brasil ’82, Francia’ 86, Argentina ’94 y 2006, entre otras de tiempos más pretéritos. En el fútbol de hoy, se puede tener incluso al mejor jugador del mundo, pero no ganar finales. Porque ganar un título mundial o americano es eso: ganar la última instancia de un recorrido corto, de siete o seis partidos en el Maracaná o en el Estadio Nacional de Chile.
Y para lograrlo, se necesita más que tradición, individualidades o incluso un equipo homogéneo. En todo caso, hace falta todo eso junto y bastante más: se puede ganar una final por los detalles, por un mal arbitraje, por un plus de agresividad bien entendida, por el amor propio y la multiplicación de Mascherano o una gambeta en filigrana de Messi. Pero nunca, nunca, se puede ganar una final antes de jugarla, en los discursos a corto plazo, embelesados por una goleada que, se ha visto, no hizo historia.
El 6 a 1 a la voluntariosa selección de Paraguay fue como el árbol que nos tapó el bosque. Chile también tenía sus armas para lastimar al equipo de Martino, con un agregado: sus jugadores y Sampaoli llevan más tiempo de conocimiento mutuo. Desde diciembre de 2012. Y algo resulta curioso. El nuevo campeón de América es tributario de las ideas que sembró Marcelo Bielsa, un técnico que no ganó títulos con los seleccionados de acá y más allá de la cordillera.
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