EL PAíS › OPINION

¿Qué son hoy la derecha y la izquierda?

 Por Edgardo Mocca

Durante lo que Hobsbawm llamó siglo XX corto, el período histórico que va desde 1914 con el estallido de la Primera Guerra Mundial a la caída del Muro de Berlín en 1989, derechas e izquierdas fueron el nombre de la lucha entre dos sistemas sociales: el capitalismo y el socialismo. Ciertamente, en el cuadrante izquierdo no tardaron en surgir profundas divergencias ideológicas sobre lo que había que entender por socialismo; la ruptura ente socialdemócratas y comunistas, que se produce al comienzo del siglo corto, tendrá el signo de la discusión sobre la Revolución Rusa, particularmente sobre la relación entre socialismo y democracia. Unas décadas después, la consolidación del Estado de Bienestar europeo como una forma de “capitalismo social”, relativamente satisfactorio para las demandas de grandes masas de trabajadores, constituiría la matriz práctica de la socialdemocracia. Habría desde entonces una derecha liberal pro-capitalista, una izquierda revolucionaria anticapitalista y, en el medio, una izquierda reformista y gradualista que llegaría al socialismo a través del perfeccionamiento de las instituciones de la democracia en el capitalismo. Esta última corriente llegó a fundirse en la práctica con sectores liberales que comprendían la necesidad de construir un capitalismo más sensible.

La cartografía tuvo en ese período una extraordinaria potencia explicativa. Servía como mapa cognitivo para pensar todos los acontecimientos mundiales, aun cuando algunos de los más importantes y más trágicos, como la Segunda Guerra, encontrara derechas e izquierdas unidas contra el eje nazifascista. La experiencia de los “amplios frentes antifascistas” podría ser considerada como un antecedente doctrinario de cierta coalición actual entre republicanos de derecha y de izquierda contra el populismo sudamericano, a no ser porque no hay en la nueva unidad nada que se parezca a una crítica y mucho menos a una praxis que cuestione al capitalismo. Izquierda y derecha fueron en esos años un dispositivo para la interpretación del mundo y una materialidad política expresada en las dos grandes potencias mundiales de la época, Estados Unidos y la Unión Soviética. Sin embargo, la diversidad político-cultural del mundo no podía ser reducida a lo que sin duda era la disputa central. Uno de los grandes temas no resueltos por ese paradigma interpretativo, entonces ni ahora, es la cuestión nacional. El capitalismo, el más internacionalista de los sistemas que conoce la historia es, al mismo tiempo, un régimen creador y multiplicador de las desigualdades entre las naciones. Las más importantes resistencias anticapitalistas del siglo corto tuvieron un signo nacional-popular que solamente en algunos casos históricos (China, Vietnam, Cuba, entre otros) fue captado políticamente por las izquierdas. En muchos casos, las formaciones clásicas de la izquierda (tanto las reformistas como las revolucionarias) miraron con ojos de desconfianza a los nacionalismos, hasta el punto de confluir con las fuerzas “democráticas” de las oligarquías que los combatían. Es en gran parte por eso que en muchos países de América latina la díada derecha-izquierda no representa fielmente los conflictos históricos reales de la nación; Argentina es claramente un ejemplo de eso.

Ahora bien, en 1989 el mapa cognitivo sufrió un duro golpe. En un lapso de pocos meses lo que había sido, aun cuando criticado y hasta execrado por muchos, el soporte material de la interpretación de izquierda del mundo, desaparecía de la historia sin dejar huellas. Con él desaparecía también la idea de la alternativa entre sistemas. Ciertamente la socialdemocracia europea no sufrió exactamente el mismo cimbronazo, pero con el panorama que da el cuarto de siglo transcurrido desde entonces, estamos en condiciones de decir que los viejos nombres no son más que referencias honrosas para prácticas políticas en declive: ¿qué queda hoy de la vieja socialdemocracia europea aparte de los nombres que designan a las burocracias que actúan en su nombre? Nadie puede negar el tremendo efecto destructivo que la reconfiguración del mundo en los años noventa trajo a las izquierdas. El principal de esos efectos fue el de escindir el universo de las izquierdas entre un ala que aceptaba “hacer política” aceptando todas las nuevas reglas del canon neoliberal, y otra ala que se refugiaba en las viejas y sacrosantas verdades y se resignaba a una vida políticamente marginal. Fue la época de oro de los “progresismos” y las “centroizquierdas” que pugnaban vanamente por establecer una línea de sentido entre los sueños libertarios del socialismo y las novedosas “terceras vías” con su carga de aceptación de la reconfiguración neoliberal de sus sociedades bajo la exigencia de pulcritud republicana y sensibilidad social en su aplicación. La tradición de izquierda pasó a ser una de las múltiples vías de acceso al mundo ideológico del neoliberalismo.

Triunfante en el mundo académico y hegemónico en el mundo intelectual el canon del progresismo neoliberal entró en crisis en el terreno político. Lo conmovieron las crisis. La de nuestro país primero, por más que quisiera ser interpretada como una anomalía con raíces en nuestro “atraso institucional”. Y hoy la de Europa. ¿Qué piensa el neoliberalismo de izquierda argentino sobre la situación en Grecia? De lo poco que se sabe se desprende que defienden el “orden europeo” y desconfían de las “aventuras populistas”; apoyan a Capriles en Venezuela, al PSOE en España y consideran la defensa de las instituciones (el FMI y la troika entre ellas) como la madre de todas las batallas. ¿No existe más entonces la izquierda? ¿No hay una huella de sentido entre las viejas luchas obreras y populares que se libraron en su nombre y los conflictos políticos actuales?

Hay, tal vez, una agonía de la izquierda. Agonía en el sentido de la lucha entre lo que muere y lo que renace de nuevas formas. Por lo pronto vivimos una aguda crisis civilizatoria que no es ajena a los viejos y gloriosos dogmas que justificaron a la izquierda del siglo pasado. Es una crisis del capitalismo. No la definen así solamente las capillas sobrevivientes de la ortodoxia comunista. Desde economistas académicamente prestigiosos hasta el papa Francisco nos están hablando de una aceleración del tiempo histórico, de una acentuación de los procesos críticos del capitalismo. De un proceso de destrucción del planeta en el doble sentido de su sustentabilidad ambiental y de las condiciones sociales de la existencia humana. El colonialismo, la financiarización de la economía, la mercantilización del mundo, el consumismo desaforado, la persecución racial y nacional, la extorsión sistemática de la democracia por parte de los poderes fácticos del capital son, entre muchos otros, signos de un tiempo de profunda crisis y de grandes mutaciones. No es extraño que en este tiempo haya renacido y crecido una vieja y a la vez siempre nueva tradición política. Llamarla simplemente “izquierda” tiene el peligro de convocar fantasmas añejos de división y encono. Pero negar la influencia de una memoria popular e intelectual construida con ese nombre sería una injusticia.

La derecha también se renueva, también crece, también se desprende de viejas verdades doctrinarias y aprende a convivir con el nuevo universo de demandas populares. En la Argentina ha formado –por primera vez desde que el radicalismo derrotara al conservadurismo en 1916– un partido político electoralmente competitivo. Han contribuido a sincerar el sistema de alternativas políticas. Su interpretación de la realidad argentina en términos de “república o populismo”, que tiene ilustres antecedentes en la historia reciente y no tan reciente del país, ha terminado por hegemonizar el discurso de quienes quieren cambiar drásticamente el curso político. Una hegemonía que se ha plasmado a la perfección –ironía de la historia– en la incorporación del radicalismo como proveedor de sustento territorial al proyecto político del macrismo. Como lo demuestra el agudo trabajo recientemente publicado de Gabriel Vommaro sobre el PRO, se trata de una derecha pragmática dispuesta a renunciar o relativizar sus dogmas, con tal de establecer un nuevo diálogo con la sociedad argentina. Una derecha que cree que la política tiene que asumir los valores y la metodología de la empresa privada y combinarla con una política social inteligente. Una fuerza que convoca a la utopía de una sociedad justa construida sobre la base de la competencia meritocrática: una utopía, hay que decirlo, con un marcado sesgo de clase, hostil a toda lucha por la igualdad social.

Podría decirse que las izquierdas y las derechas existen en la Argentina aunque hayan mutado con los cambios del país y del mundo. Hay quien cree que el rumbo nacional tiene que ser el regreso a la normalidad: a la supervisión del FMI y las relaciones carnales con el militarismo intervencionista de los Estados Unidos, a la fórmula mágica de la acumulación del dinero en el polo del privilegio para esperar el goteo de esa prosperidad hacia los sectores populares . Hay, por otro lado quienes apuestan a un mundo en proceso de transformación, a un cambio de época. Y los que hacen esta apuesta están construyendo una nueva familia. Una familia plural, contradictoria y conflictiva que tiene en su interior muchas memorias diferentes, la de las diferentes formas de socialismo, las del nacionalismo, el indigenismo y el cristianismo popular, entre ellas. Es una familia que empieza a tomar forma en el país y en el plano regiona y mundial. No tiene centros rectores ni etiquetas ideológicas, crece con las experiencias de lucha y de cambios. Y tiene, en el día de hoy, un desafío central, nada menos que en la cuna de la civilización moderna, en Grecia.

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