Viernes, 26 de febrero de 2016 | Hoy
Por Noé Jitrik
A León Rozitchner, in memoriam
Pocas personas, incluido yo mismo, conocen a fondo, o aproximadamente, las complejas propuestas filosóficas, o epistemológicas, del misterioso austríaco llamado Ludvig Wittgenstein. No sería exigible ese conocimiento, razón por la cual no se le puede pedir a nadie, ni siquiera a las personas de cultura corriente y menos aún a las de acción, en particular política. Pero una frase, que no sé dónde el filósofo la inscribió, trascendió y muchos la usamos, casi como una consigna, porque es como un llamado a la contención y a la prudencia: “de lo que no se puede hablar hay que callar”.
Por lo que sé, se refería a Dios, como un concepto pero que invocado a cada rato, en expresiones verbales variadas y en creencias aparentemente muy consolidadas, aparecía y aparece como una realidad para muchos incontrovertible y hasta ponderable, ese Ser ahí nomás, vigilándonos, apoyándonos, castigándonos. El filósofo, en un gesto de un escepticismo radical, sostenía que, como Dios no tiene nombre, no se puede hablar de él y si se habla es pura charlatanería, un ruido que atraviesa el lenguaje y que, como lo señaló inmortalmente Shakespeare, “es un cuento lleno de palabrerío y frenesí, que no tiene ningún sentido”. Pero lo mismo puede aplicarse a un hablar frenéticamente cuando de algo no se puede hablar, sin ir a la cuestión mayor de Dios, en la pura vida cotidiana. Un puro ruido que oculta con su vaciedad no que no hay nada por detrás sino que se lo quiere disfrazar.
¿Puede pensarse que esta maniobra responde a una estrategia? Yo creo, cuidándome de una generalización demasiado arriesgada, que algo así se puede advertir en muchos aspectos de las relaciones sociales, sobre todo en determinados discursos del poder, o sea en el campo político, observación particularmente interesante desde hace pocos meses en la Argentina. Supongo que se siente, y no sólo yo, la emergencia, un tanto brutal, de un no poder hablar de lo principal, es decir de lo que realmente se quiere hacer, y un hablar desmesurado que, sin duda, lo oculta. Maraña de frases hechas cuya vaciedad significativa es desanimante, cuando no desencadena una indignación no sólo semántica sino de sentido: ¿cuál es el sentido que ese ruido oculta?
Por supuesto, no puedo reprocharle al llamado “equipo” su desconocimiento del imponente Tractatus logicus philosophicus; si lo conociera, o aun esa simple consigna, sería un hecho fuera de serie, digno de un encendido elogio de La Nación; que yo recuerde de otros presidentes al único que se le escapaba una mención filosófica, Hegel, no Wittgenstein ni mucho menos, era a Arturo Frondizi, quizás porque quería no ser menos que sus hermanos Risieri y Silvio, más duchos en ese campo; alguna vez sospeché, pero, que yo sepa, sólo por su intervención en el Congreso de Filosofía de 1946 –se rumoreó que el discurso lo había escrito Carlos Astrada– que a Perón no le era totalmente desconocido ese discurso. No puedo imaginar nada semejante, pero quizá sea injusto de mi parte, en personas como Videla o Galtieri o Menem o De la Rúa, ni siquiera en Alfonsín y aun en Kirchner pero sí, aunque dado el bajo nivel de la crítica que se ha depositado sobre ella se puede creer que soy benevolente, en Cristina Fernández: basta leer con atención lo que sostuvo en sus discursos para advertirlo. Pero, por fin, pedirle eso a Macri, Michetti, Bullrich, Avelutto y el resto es pura ilusión y no hay derecho a hacerlo: más interesante es lo que “hablan” de lo que no pueden hablar.
Por la profusión de frases que ese equipo emite, en particular su jefe, el tema merecería que un Viktor Klemperer saliera de la tumba para recogerlas y analizarlas. Klemperer, que era un filólogo de primer orden, lo hizo con el lenguaje de los nazis: pacientemente, durante 12 años, las recogió y las ordenó de modo tal que vista su obra en conjunto uno puede tener una idea clara no sólo de cómo los nazis masacraron la bella lengua alemana sino de ese hablar al que me estoy refiriendo. Algo así, menos dramáticamente porque ninguno de los miembros del equipo de empresarios o gerentes que están en el gobierno está aspirando, según parece, a emular a los dementes que no sólo destruyeron una lengua sino, al mismo tiempo, a medio mundo, se podría intentar hacer algo similar aunque, no hay que equivocarse, las frases que se podría recoger en estos meses, se supone que habrá nuevas en los próximos meses, son sobre todo huecas, vacías, sólo “dicen” que están ocultando algo; trataré, más modestamente, de ver qué puede ser eso que ocultan, ningún secreto, creo, algo que salta a la vista en lo que están haciendo, que, me imagino, deber ser lo principal y de lo que cualquiera, que no esté enceguecido por un estúpido frenesí, advierte.
No tengo un registro de todas esas intervenciones, por llamarlas de algún modo, son numerosas; entiendo que hubo un anticipo que se dejó pasar en la prehistoria, cuando la cabeza visible de esa operación verbal logró ser jefe de gobierno de la capital: “¡Va a estar bueno Buenos Aires!” y ya se pudo ver esa bondad, bicisendas que nadie recorre, tránsito desmesurado, árboles arrancados para una empresa que no hacía falta, contratos con secuestradores callejeros de autos, obras públicas para empresarios amigos y así siguiendo. Ese lenguaje se acentuó en los últimos meses, cuando, por apenas un pelo, accedió al sillón de Balcarce, seguramente alguien, me imagino que un heredero filósofo que no arregló del todo las cuentas con su padre, le sopló al oído esas frases, publicista o consejero de ocasión, el hecho es que cada una de esas expresiones deja perplejo, parece mentira ese sistemático vaciamiento del lenguaje así como que no signifique nada para quienes lo votaron.
Difícil sustraerse a la embriaguez verbal. Recojo una frase estridente que salió del encuentro que tuvo Macri con Cameron; seguramente que por hacer alguna pregunta retórica, con escasa pasión, Macri mencionó las Malvinas; el lacónico inglés dijo, sin vueltas, “de eso ni hablar”; en lugar de declarar, como habrían dicho Les Luthiers, “sonamos otra vez”, dijo, memorablemente, “fue una linda reunión”. ¿Qué habrán pensado los nostálgicos de Galtieri que lo votaron en noviembre? Ese episodio está en el origen de la idea que voy persiguiendo y a partir de ahí se me aclaran algunas cosas. Por ejemplo, el “Cambiemos” que tiene rango institucional: es un verbo, desde luego, en una forma llamada “incoativa”, o sea que implica un propósito o una obligación como efecto del verbo; pero el propósito se refiere a quien la emite, no a los demás, o sea que sería “no cambien ustedes” sino “cambiemos nosotros”, cosa que, evidentemente, no se produjo porque quienes lo asumen siguen obstinadamente siendo los mismos. Quienes se lo creyeron no se dieron cuenta y por lo tanto no se cambió nada de lo que parecía que cambiaría pero, en cambio, cambió ferozmente el horrible kirchnerismo que tuvieron que soportar en la tradicional esquina de Callao y Santa Fe batiendo latas inservibles. Error semántico grave, está todo equivocado pero, no obstante, hay un cambio, para peor, como se verá muy prontamente, lo prometo.
Hay más, de parecida vaciedad: “Todos juntos lo lograremos”. ¿Quiénes son todos? Misterio: quizás no estén incluidos en ese colectivo los despedidos pero tal vez los propuestos para integrar la Corte Suprema, los sojeros, los mineros, los que aspiran a ser exportadores si logran encontrar clientes en el exangüe comercio internacional. Y ¿por qué no los hermanos Lanatta y, no se debe omitir, el joven Schillaci? ¿O la señora Gloria Coto? ¿Y “Alegría, alegría”? Pueden, quienes quieran compartir lo que la exclamación promete, llamar por teléfono a una cárcel de Jujuy y preguntarle a la señora Sala, ahí alojada, si está alegre, así como a Río Gallegos o a El Calafate, preguntar por señora Fernández y preguntarle si está contenta con los insultos que ha recibido: no es necesario hacerlo con la señora Bullrich, que resplandece de alegría, ni con el señor Morales Solá y ni qué decir con el otro Morales, el sombrío jujeño.
Se podría seguir y acumular otras frases de parecido alcance pero acaso más importante es lo que intentan tapar. Y eso que intentan tapar es un objetivo, un proyecto, una idea. Creo darme cuenta: por un lado, el objetivo es diluir el tema dictadura y cuentas pendientes con lo que queda de ella para realizar lo que la dictadura se propuso y no terminó de hacer, Martínez de Hoz, Cavallo después y compañía; por el otro, retrotraer el aparato del Estado y sus funciones a lo inerte que era entre 1930 y 1945. Como si añoraran los años grises del cazurro y pronazi Castillo que con toda dedicación preparaba a su sucesor, el mitológico Robustiano Patrón Costas, señor feudal de Salta, inmensa fortuna basada en la apropiación de tierras y la inmisericorde explotación de trabajadores. Es a lo que nos estamos dirigiendo, todo para las concentraciones de capital, gobierno dirigido por sus gerentes, respeto religioso a los monopolios internacionales, un verdadero paraíso que, sin decirlo, quienes nos llenan de palabras vacías no sólo desean sino que realizan ya, a los escasos meses de gobierno. ¡Qué bueno es callar cuando no se puede hablar!
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