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El cuento por su autor

La imagen bucólica del campo oculta la tristeza del hombre solo. Cuando ya no hay mucho y lo poco que queda no nos alcanza, son los recuerdos los que vienen a salvarnos. O a hacernos sentir más miserables. Sobre todo porque en el silencio ensordecedor de la pampa sólo podemos escucharnos a nosotros mismos.

No soy un hombre de campo, lejos estoy de eso. Sí tengo el recuerdo hermoso de haber compartido con mis abuelos largos días en La Cuadrada, un pequeño rancho en Ramón Santamarina que hoy sigue siendo el paraíso para mis tíos, amantes de la caza. Ahí supe de carneadas, de cacerías, de caballos, de trigo, maíz, gallinas y pigmeos. También de asados y vermú. La última vez que fui a La Cuadrada fue hace más de diez años. Me encontré con una imagen del campo muy diferente a la que guardaba en mis recuerdos de niño. Ya no trepaba al nogal, ni había chiquero, las tunas no daban higos como antes. Tampoco el pueblo era lo que recordaba. La soledad lo cubría todo. Por entonces no escribía ficción, pero algo de ese lugar se me quedó clavado y más de una vez apareció, insistente, para que lo escriba.

Y, como los que saben de esto dicen que donde se cruzan dos ideas que aparentemente nunca podrían cruzarse nace una historia, decidí prestarle ese paisaje y algunos recuerdos a Carlos, un hombre que la muerte, la distancia y el egoísmo han dejado solo.

Es en el campo donde recupera parte de lo que fue. Ese yo que ya no existe, que ha muerto en la gran ciudad debajo del hollín y que lo atormenta tanto como su presente. ¿A qué va Carlos a ese campo? ¿A despedir a su abuelo? ¿A saber quién es realmente? ¿A encontrar el final de su angustia? O a mostrarles a los otros que su ausencia puede doler tanto como la del ser querido que ha muerto.

En el silencio del campo quizás Carlos encuentre alguna respuesta. O no. Quizás el paisaje bucólico le guarde alguna otra sorpresa.