Viernes, 27 de mayo de 2016 | Hoy
Por Rodolfo Rabanal
A pesar de todas nuestras ligerezas, a pesar de que vivimos una etapa cultural superficialmente hedonista y distraída, a pesar de nuestra estragada costumbre de hacernos selfies, será difícil que el tiempo borre esta anticelebración del 25 de mayo del año dos mil dieciséis. Y será difícil porque, como sostenía Borges, sólo el pasado conocemos y la memoria es una permanencia aún en el olvido.
Pero en este caso particular, si la Plaza de Mayo de la ciudad de Buenos Aires significa algo especial para los argentinos y tiene un sentido que supera el mero diseño urbano y el paseo, el gobierno de Macri este año la confiscó vallándola con un cerco policial fuertemente armado, para impedir –escandalosamente– la tradicional celebración popular de la fiesta patria. Además hizo “blindar” la Catedral para celebrar un Tedeum bajo custodia.
Ante lo insólito de la decisión resulta ineludible preguntarse qué motivos pudieron haber dictado semejante procedimiento ¿Se temía un ataque terrorista? ¿Se palpitaba un rechazo proclamado a gritos por una multitud adversaria? ¿Unas pocas decenas de cooperativistas con reclamos al gobierno de la ciudad de Buenos Aires fueron la amenaza tan temida? ¿El gobierno le teme al pueblo?
Y sí, le teme al pueblo.
Además –y tal vez en primer lugar– ignorar que la Plaza de Mayo es el ágora espontáneo y el foro de los argentinos es, a primera vista, casi imposible, a menos que se viva de espaldas al propio país o se lo deteste, desde una perspectiva clasista, por la expresión de sus organizaciones colectivas.
Con esta medida, Macri se ajusta al modelo descripto. Con esta medida profundamente antipolítica y ajena al saber histórico que nos ha enseñado “desde siempre” que es en la Plaza de Mayo donde arranca nuestra historia, Macri y su gabinete se tornan ininteligibles como representantes dirigenciales de la Argentina y alcanzan, si se quiere, una dimensión incalificable.
El infortunio de la decisión se vuelve paradójica –pero altamente significativa– cuando nos enteramos que el cierre de la Plaza obligó (lo cual es patético) a que la banda militar del Regimiento de Patricios desfilara por la góndolas del Súper Jumbo, en Palermo, y frente a la cafetería Starbucks.
No se puede cerrar la Plaza de Mayo un 25 de Mayo, precisamente. No se lo puede hacer disponiendo policías armados hasta los dientes y un batallón de gendarmes cortando todos los accesos. El gesto adquiere, sin atenuantes de ninguna índole, la inequívoca naturaleza de una ofensa agresiva al sentimiento de la mayoría de los argentinos. Es, en el sentido estricto del término, una profanación.
Ni siquiera la derecha extrema que la bombardeó en el 55 dejó de ocuparla “festivamente” cuando cayó Perón. La Plaza de Mayo es el pulso de la Argentina y el 25 de mayo, que en ella “ocurrió”, es una voluntad de liberación que toda América Latina conoce. Es ahí –y ese día– donde empezó a fundarse la nación y su gesta de la independencia.
Por lo demás, suprimir una fiesta de este porte es aniquilar la historia para que imperen los momentos pasajeros, fugaces e inestables, los momentos que se disuelven en nada. La celebración –nos enseña H-G Gadamer– “es de tal modo que uno tiene primero que ir ahí para luego llegar y celebrar la fiesta”. Macri hizo que no fuera posible ir ahí.
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