Viernes, 27 de mayo de 2016 | Hoy
UNIVERSIDAD › OPINION
Por Roberto Pentito *
La creación de las Universidades del Bicentenario fue un ejemplo de política inclusiva. Amplios sectores que hallaban grandes barreras materiales y simbólicas para ingresar a la universidad ampliaron sus oportunidades para hacerlo. Pero toda ampliación de derechos afecta privilegios de minorías y provoca su reacción. En efecto, desde entonces, en notas periodísticas se trata de instalar la falacia de que las nuevas universidades se apropiarían del presupuesto que les corresponde a las universidades más grandes y tradicionales. En ellas, se presume que las más recientes reciben proporcionalmente más recursos que las más antiguas. Este argumento apela a la “distribución por alumno” como indicador presuntamente objetivo, apto para mostrar cómo se favorece indebidamente a unas a costa de las otras.
Sin embargo, la presunta “objetividad” y “neutralidad” de este indicador oculta el carácter falaz del argumento al tiempo que naturaliza sus premisas ideológicas, De hecho, utilizar el gasto por alumno para comparar universidades tan diversas es un ejemplo ilustrativo de la naturaleza de los conflictos que conforman la situación política actual. En efecto: sobre qué base es posible suponer que las universidades recientes, y las que tienen ya una larga existencia, deberían tener la misma distribución presupuestaria “por alumno”? No sólo es que las nuevas requieren crear desde cero infraestructuras, equipamiento, recursos humanos y organización institucional; sino que –sobre todo– pretender que la inversión proporcional sea equivalente entre unas y otras implicaría congelar la disparidad socioeducativa entre las áreas de influencia de cada una. La pregunta es: ¿debe el Estado invertir –en términos proporcionales– lo mismo en instituciones situadas en territorios cuyas tasas de escolarización de nivel superior, o su porcentajes de población con tales estudios, posean una gran disparidad? Una política que redistribuya recursos requiere precisamente una mayor inversión por alumno en las universidades que se asientan en territorios con población de menores ingresos y peores indicadores socioeducativos.
Pero quizá esto resulta amenazante a los ojos de los sectores que atan su status a su posibilidad diferencial de acceder a un nivel educativo superior y a un título que los habilite a ejercer profesiones, a las que, desde esa mirada, se debe reproducir de manera restrictiva. Para ello, pretenden que el mundo universitario propicie, por acción o por omisión, que las diferencias sociales actúen “naturalmente” mediante el mecanismo anónimo de la deserción. Esto permite mantener el control restrictivo sobre las profesiones sin pagar los costos de propiciar barreras manifiestas.
Esto adquiere relevancia en el presente ciclo político, receptivo a la presión de los poderes más concentrados para ampliar su influencia. No faltan voceros mediáticos de quienes, aliados de estos intereses en el ámbito universitario, buscan devaluar el status de las universidades de reciente creación y restringir su acceso a los recursos que permitan su desarrollo institucional. Por ello, quienes quieran cuidar los logros alcanzados en materia de equidad educativa, e incluso busquen profundizarlos, deben encarar las discusiones sobre calidad y financiamiento sin caer en la falacia de la “distribución por alumno”, ejemplo de cómo plantean la cuestión quienes buscan revertirlos.
* Docente ordinario de la Universidad Nacional de Moreno.
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