Miércoles, 14 de septiembre de 2016 | Hoy
Por Noé Jitrik
No han de ser muchos los que actualmente lean El judío errante, ese tremendo novelón de Eugenio Sue que me eché cuando empezaron mis devaneos lectores. No he vuelto a sus páginas desde mi niñez pero me han quedado en la memoria algunas, vagas, escenas. Una de ellas, a la que me referiré un poco más adelante, se me presenta con cierta obstinación y tiendo a considerar que guarda alguna relación con lo que trato, y no debo ser el único, de entender actualmente, eso que ocurre en el mundo y en particular en la Argentina; por eso, supongo –la memoria tiene en ocasiones algún gesto de generosidad y devuelve lo que estaba escondido y olvidado– ahora la evoco y no me parece, como trataré de mostrar, del todo arbitraria.
Vale la pena decir algo sobre la palabra “novelón”; en efecto, El judío errante llegó a tener una extensión que ni siquiera alcanzó Alberto Laiseca: 900 páginas que reunieron el exitosísimo folletín que salió en París a mediados del siglo XIX; para muchos fue al mismo tiempo que un fenómeno de público un objeto posteriormente indigerible, no muy diferente a lo que ocurre en la actualidad con muchos libros de éxito, olvidados después de haber enriquecido a sus autores. Sue era parte de un no concertado equipo que producía folletines de diverso tema y alcance, Alejandro Dumas, Ponson du Terrail y seguramente otros más lo componían y todos compartían un vago pensamiento socializante; todos elegían sus temas y personajes entre las víctimas de la incipiente revolución industrial que requería de obreros a los que se explotaba cruelmente, miseria y abandono, canallería y pujos de rebeldía, viviendas siniestras, hambre por doquier, en suma los productos del desarrollo capitalista que le dio en parte –también hubo maravillosa música y alta poesía– su fisonomía al siglo XIX, su lado más siniestro. No se podría decir que las imágenes que ofrecían fuera sólo ficción, más bien realismo hecho y derecho.
Sue tuvo una ocurrencia interesante: creó un personaje condenado a la eternidad, no se entiende muy bien por qué judío pero literariamente habría podido, si las buenas intenciones humanitarias no hubieran predominado, un poco como ocurrió con la literatura de Boedo noventa años después, afiliarse a lo que después se llamó “literatura fantástica”. Eso no ocurrió, dicho judío, que insiste en vivir sin envejecer, desaparece pronto de la escena o no reaparece, y es reemplazado en la peripecia por la denuncia novelada de la injusticia social, a la manera en que, inmortalmente, lo hizo Victor Hugo en Los miserables, de mayor fortuna histórica.
El recuerdo que me queda de El judío errante va por lo que podría ser un personaje incidental de la novela, un empresario, semejante a Jean Valjean, no en su desgraciado origen sino en su propósito, que es lo que quiero destacar. Ambos deciden, contrariamente a lo que ya hacía el implacable empresariado de la época, tratar bien a sus obreros, pagarles buenos salarios, crearles adecuadas condiciones laborales, proteger a sus familias, cuidar su salud, garantizarles un futuro digno. Trabajar se convierte, en consecuencia, en el ámbito de la fábrica, en una fiesta pero, también, en una notable sobrecalificación de sus productos en la medida en que se trabaja con ganas, lo cual genera una competitividad comercial que enriquece al empresario porque crea más consumidores: los obreros dejan de administrar el hambre, como ocurre en torno de ellos y, por el contrario, pueden acceder a los bienes que el inteligente y bondadoso patrón pone a su alcance. Como es fácil inferirlo, Sue, así como Hugo y otros semejantes, tributarios del socialismo romántico, aparecen como profetas de lo que después se consagraría como social-democracia.
¿Les gusta esa idea a los demás empresarios? Se diría que más bien no, tienen otra en la cabeza: pagar menos para ganar más ante todo, ése es su credo y, en consecuencia, el empresario de Sue es visto como un enemigo al que hay que sacar del tablero del modo que sea posible, asfixiarlo, eliminarlo, en la guerra como en la guerra, caiga quien caiga, tanto ese pernicioso competidor, que al pagar mejor y proteger al obrero da un pésimo ejemplo, como los beneficiarios que se creen con derecho a tener una casa, velas suficientes y leña en cantidad –no había electricidad ni gas–, buena comida todos los días, ropa decente para endomingarse, hacer el amor y cuidar a los hijos, en suma vivir mejor.
La novela es, pues, pesimista pero quien podía esperar otra cosa. Pero sí se podía esperar, en este mundo cruel, que el buen empresario fuera derrotado, no sé muy bien adónde va a parar, que los obreros se queden sin trabajo e integren la inmensa columna de los desempleados, el peso del sistema los agobia, creo que en tal situación de vacío se insinúa la frase que a fin de siglo tendrá el valor de una revelación, ¿Qué hacer?, Lenin dixit. Nuevamente la lucha de clases que el intento del bondadoso empresario suspendía, al menos en el reducido ámbito de su fábrica.
El tema no es demasiado complicado: el que entiende que ganando un poco menos y distribuyendo algo de lo que gana termina por ganar mucho más es derrotado por el que quiere ganar mucho sin distribuir nada. Ambas posiciones generan, en círculos mentales ascendentes, universos discursivos, fundamentos de sus respectivas acciones, algo que se puede designar como “ideologías”; la de la primera declara una riqueza útil, para quien la posee y para los demás, incluido el país entero y la humanidad, un sueño, la segunda no necesita fundamentos, lo importante es la riqueza, sobre todo propia y, en lo posible, enemiga de toda merma.
No me propongo ahora definir qué son las ideologías ni me voy a enzarzar en ese resbaladizo terreno, se comprende lo que son y cómo operan; prefiero considerar, tan sólo, que el enfrentamiento remite a dos filosofías que, no me engaño sobre su alcance, giran en torno a un mismo propósito, darle forma al capitalismo, con un previsible, pero terrible, triunfo de la que no trepida en medios para lograrlo y un fracaso de quien quiere darle una dimensión diferente. Y este sencillo esquema constituye un momento de la problemática consolidación del capitalismo dejando de lado el vasto y complejo histórico de su emergencia y desarrollo.
Quizás, y más que eso, Carlos Marx conoció ésta y otras novelas de más o menos parecido enfoque y, por eso, pudo sentenciar, famosamente, que la literatura enseñaba más sobre lo que era la burguesía que muchos estudios históricos, económicos o sociológicos que ya estaban empezando a producirse. ¿Podría vincularse el monumental El capital con estos planteos? En este punto el tema ya no parece tan sencillo, ese libro, y sus consecuencias, lo prueban pero no es eso lo que me importa destacar sino lo que tiene de permanente la situación que describe Eugenio Sue y que, por más anacrónica que pueda parecer, ocupa la escena política de muchos países, en especial de la Argentina.
¿No es eso lo que ha puesto en escena el macrismo y su llegada al poder? Las torpes y desventuradas iniciativas y acciones que ha emprendido parecieran tener un único objetivo, sólo enriquecer obstinadamente a quienes, nacionales o foráneos, no quieren distraer ni un centavo de lo que acumulan, eso parece muy claro, y no trepidan en acorralar a pequeños y medianos productores que extraerían, salarios justos mediante, impuestos pagados, mejores condiciones de vida,más sólida riqueza de una relación un tanto más humana con quienes los ayudan en ese objetivo. Una labor de exterminio, pues, no sólo de quienes caen en la volteada, desempleados y subpagados, sino aun de quienes entienden que el capitalismo puede y debe consolidarse no sobre la base de la codicia y el aprovechamiento de la fuerza de los demás sino considerando, de la manera en que se pueda, apelando a la imaginación con que se cuente, la posibilidad de un “formar parte”.
Claro que ese “formar parte” no es un resultado palpable y medible –los años de un distribucionismo mayor lo prueban–, tampoco supone una promesa de un hipotético comunismo: la oposición es entre dos modos de pensar el capitalismo y el sistema del cual es la base y el fundamento. Eso fue, creo, lo que caracterizó esa “pesada herencia”, invocada hasta el hartazgo como una peste medieval, lo cual prueba, a su vez, no sólo una pobreza conceptual y un sofocante lenguaje de cifras y porcentajes sino la raíz del conflicto cotidiano que se proyecta sobre comportamientos y expectativas. Y sobre todo el manto de equívocos que se ha ido tendiendo sobre una sociedad que había penosamente conseguido crear algún modo de entendimiento acerca de una vida un poco mejor de muchos y no una desbordante acumulación de riqueza de unos pocos.
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