CONTRATAPA
Cuestión de tamaño
Por Rodrigo Fresán
UNO Al final y desde el principio –digan lo que digan, nieguen lo que nieguen– todo es cuestión de tamaño. Gana el que pisa más fuerte, el que grita más alto, el que ocupa más espacio, el que más y mejor asusta. Lo que no quita, claro, que los gigantes sean a menudo representados como moles inmensas de cerebro pequeño listos para ser derribados por la piedra de un pequeño lleno de neuronas.
Porque una cosa es agrandarse y otra crecer. Lo primero no es otra cosa que una condición física, un mecanismo del cuerpo casi automático, un reflejo de la naturaleza más o menos salvaje. Lo segundo es algo más raro y elegante: una marca del espíritu y de la mente, un ejercicio a cultivar y refinar, un aerobismo del alma.
Lo que nos lleva a que mañana mismo –1º de Mayo del 2004, Día del Trabajador, efeméride paradójica en la que nadie hace nada– Europa cambia. Europa estrena plano nuevo. Europa expande sus fronteras. Los años dirán si lo que Europa hará mañana fue crecer o, apenas, agrandarse.
DOS Pocos mapas más movedizos que el de Europa, ese continente en el que cada una de sus partes constituye todo un rompecabezas. Ya sea por la acción de guerras monstruosas o por –como ahora– la estabilidad más estable de su larguísima vida, Europa nunca se resigna a quedarse quieta a fosilizar su contorno y perfil a posar inmóvil el tiempo suficiente para un retrato fiable. Toda foto de Europa –desde el principio de los tiempos en los que se erigieron los pilares de Stonehenge hasta la caída del Muro de Berlín– saldrá, siempre, favorecedoramente movida. Esa es su gracia y su virtud más allá de que Donald Rumsfeld insista con eso de “la Vieja Europa” enfrentándose al moderno imperio americano: no resignarse a ser parte de la Historia optando, en cambio, por no dejar de hacer Historia. Este 1º de Mayo, Europa vuelve a someterse a uno de sus periódicos y excitantes sismos en ese Big Bang en constante tránsito y desarrollo que es su forma de ser y/o de no ser. Un cambio profundo y radical que la llevará de los hasta ahora quince países a veinticinco países con 370.000.000 de ciudadanos. Y ya se habla de otra ampliación de aquí a unos años cuando, sí, Europa limitará con el mundo entero, con el resto del cada vez más pequeño resto del mundo.
TRES Y, se entiende, habrá cambios inmediatos y radicales y hasta bruscos. La repartija de las ayudas europeas a los ahora países más pobres se reducirán porque estos pobres de luxe hasta mañana se despertarán el sábado mucho más ricos (aunque sin haber sumado un euro a sus arcas) si se los compara con varios de los nuevos humildes parientes que ahora llaman a las puertas del continente y a los que hay que atender. Estas nuevas naciones tendrán que rendirse al viento homologador del euro como moneda y verán cómo los precios suben como nunca. Varias fábricas multinacionales dejarán las costas mediterráneas para mudarse a los territorios casi vírgenes de nuevas naciones centroeuropeas donde la mano de obra será mucho más barata durante los próximos años. Abundarán las parejas de apellidos todavía más mixtos. Y se firmará –parece que ahora sí– una Constitución única y apta para todo público europeo. Los optimistas se alegran predicando la recuperación del viejo espíritu, la regeneración de las viejas y épicas rutas comerciales, las grandes peregrinaciones en nombre de Dios o del Arte, y que esta Nueva Europa, finalmente, recuerde tanto a la Europa Original donde todo estaba cerca porque Europa era todo. Los pesimistas –existe una gran concentración de ellos en la insular Inglaterra para gran pesar del “abierto” Tony Blair– se resisten o, por lo menos, advierten sobre los riesgos de esta tendencia macro alentada porel eje Berlín/París, al que ahora se arrima la España de Zapatero luego de años de coqueteo con EE.UU. promovido por Aznar. Y predicen que este “nuevo principio” acabará resultando un “último final” desbordado no ya por conflictos entre naciones sino por luchas internas en países que ya no tendrán muy claro su nombre y su identidad erosionadas para siempre por las olas de la libre inmigración. El Síndrome de Babel o algo así, profetizan: quien mucho abarca poco aprieta y, como un gas de expansión descontrolada, Europa acabará disuelta en el Alzheimer de su descontento donde no sabrá cómo empezó, cómo terminará, de dónde salió, dónde irá a parar.
CUATRO Y del otro lado del tablero muestra los dientes Estados Unidos. A Bush & Co. –y a varios millones de norteamericanos medios– Europa siempre los puso nerviosos. Basta contemplar las portadas anuales que, puntualmente, dedican Time y Newsweek a ese otro mundo. En ellas, por lo general, sonríen Gerard Depardieu o Penélope Cruz y, adentro, se analiza casi con curiosidad interplanetaria el estado de las cosas viejas y eminentemente turísticas (reírse de ellas en comedietas como Eurotrip o Just Married) y, sí, tan lejanas; así que mejor construir réplicas en Disneyworld y Las Vegas. Los Estados Unidos han tenido una relación rara con la otra orilla: aquí vivió la generación perdida, aquí se murió en las playas de Normandía, aquí se amó y se sigue amando al jazz y la novela negra y aquí viene todo aquel fugitivo del american way of life en busca de redención. Y aún así... Las grietas que se abrieron durante las batallas diplomáticas anteriores a la nueva guerra en Irak difícilmente cierren pronto y a los franceses les aguardan muchos años de malos chistes en programas supuestamente cómicos. La “retirada” de Zapatero –en realidad un “al ataque” a la hora de respetar la opinión de los españoles por encima de la del Pentágono– ha metido otro dedo en la misma llaga. Y así la presencia de EE.UU. –casi otro país europeo cuando se desplegó el Plan Marshall y se creó la OTAN y calentaba la Guerra Fría– ahora, cada vez más, se concentra en los arcos dorados de los McDonald’s. Y a otra cosa.
CINCO Y, a la hora de la verdad, más allá de pronósticos floridos o agoreros, lo que aquí vale es la historia de Ana Ponikvar. La leí el otro día en el diario. Una jubilada de 86 años quien, sin nunca haber salido de su ciudad, ha vivido en siete países a lo largo y ancho de su vida. El mapa no dejaba de cambiar de nombre. Mañana, por fin, Ana sabrá al menos en qué continente morirá. Lo que no es poco.