ESPECTáCULOS › ENTREVISTA CON MERCEDES MORAN, PROTAGONISTA DE “LA NIÑA SANTA”, DE LUCRECIA MARTEL

“No contarlo todo es tenerle estima al espectador”

Dedicada por completo al cine, este año Mercedes Morán aparecerá en cinco películas. Una de ellas es La niña santa, en competencia oficial en el Festival de Cannes. Morán, que también actuó en La ciénaga, cuenta que esta vez “hubo más sintonía”.

 Por Mariano Blejman

De tanto placer que transmite, Mercedes Morán parece hacer el amor con la cámara de La niña santa, flamante película de Lucrecia Martel que se estrena el jueves 6 de mayo y estará en competencia oficial del prestigioso Festival de Cannes. Morán es Helena, la madre de la “niña santa” Amalia (la debutante Mariana Alche). La sinopsis argumental podría resumirse en un grupo de adolescentes místicas de una provincia, que buscan su rol en el plan divino. Mientras tanto, un congreso de otorrinolaringología hará desembarcar a un médico prestigioso en un hotel regenteado por Helena y su hermano Freddy. En la calle, el médico realizará una típica “apoyada” a Amalia, mientras ambos contemplaban una vidriera. Amalia pensará que Dios le encomendó la misión de salvar al doctor Jano (Carlos Belloso) de sus perversiones. En verdad, el argumento es apenas una excusa de Martel para meterse en un mundo que –de tan concreto– se carga de simbolismos, sensualidad y sentido del humor.
Alejada de la tele, Mercedes Morán aterrizará en el cine este año con cinco películas: Luna de Avellaneda de Juan José Campanella, Próxima salida de Nicolás Touzo, Whisky Romeo Zulu de Enrique Piñeyro (premio del público en el Festival de Cine Independiente) y Diario de motocicleta de Walter Salles (también en Cannes). La niña santa es una especie de orquesta sinfónica plagada de arreglos que no parecen existir hasta que alguien repara en ellos. Morán, que creció en Concarán, pueblo de San Luis, habla junto a Página/12 de su sintonía con Martel (con quien había trabajado en La ciénaga) en su forma de concebir el mundo.
–La niña santa está llena de detalles que parecen invisibles hasta que se presta atención, ¿buscaba esos “arreglos visuales”?
–Yo tengo una tendencia a actuar así. No me gusta que haya una exageración, detesto el subrayado sobre lo que se está diciendo y Lucrecia Martel escribe sus guiones en ese mismo camino. Todos debían comprender que la mínima expresión, el mínimo comentario, puede ser capturado y cobrar un sentido fuerte. Los personajes más dramáticos están plagados de humor en cada uno de sus detalles. La gente se ríe de esa mirada sutil.
–Hay una profunda reflexión sobre el detalle...
–Probablemente, haya una mirada piadosa. Concuerdo ideológicamente con la película en el enfoque de esa cuestión de distinguir entre el bien y el mal. Creo que no pertenecemos al plan de nadie, la vida es lo que uno hace con uno. Esa arbitrariedad de decidir lo que está bien y lo que está mal no nos corresponde. Lucrecia no juzga, creo que se atiene a mostrar un mundo con mucho humor. Me identifico con su sentido del humor, nos divierten las mismas cosas, esa cosa descolgada del relato. Las situaciones estaban escritas en el guión de manera muy divertida. Las réplicas, el hilo de las conversaciones que por momentos parecen encontrarse y en otros momentos son reflexiones paralelas. Me gustaba ese acuerdo formal que establecen dos personas que parecen comunicarse, pero en verdad están corridas por pensamientos paralelos. Helena tiene un vínculo muy fuerte con su hermano Freddy, pero no los une la conversación sino el hecho de permanecer juntos. Los relatos hablan siempre del pasado y del futuro, nunca hablan del presente. Ni de lo que sucede. La vida es así: la formalidad de las escenas interpreta un mundo consciente de experiencias, una melancolía de lo que fue.
–¿Hay una metáfora?
–Como la película no tiene un esquema convencional deja espacio para que el espectador haga su propia experiencia sensorial. Las interpretaciones son realmente sorprendentes. Pero las historias de Lucrecia están alejadas del cuento o la moraleja. No es sólo un recuerdo de la infancia, sino de los mitos necesarios para encontrarles sentido a las cosas. Esos mitos que no conducen a nada aparecen como reveladores, pero no dejan de ser mitos que no conducen a nada. Las personas aceptan su presente, no hay conflictos con su hija (Achel), no hay conflictos con su hermano (Urdapilleta). Ninguno dice cómo deben ser las cosas; las cosas son y punto. Pero el mundo que los rodea es de convenciones sociales, y es también el mundo de los congresos organizados en el hotel, otras convenciones. En ese universo de tanta convención esta familia no se atiene a esas reglas. Pareciera carecer de prejuicios con respecto a casi todo, pero en un entorno cargado de prejuicios.
–¿Cuál es la relación de Helena con el pasado?
–Cuando empieza el film, Helena recibe una noticia que la va a desestabilizar mucho: el médico que llega la transporta a otro momento, cuando la vida era una promesa de cosas más interesantes de lo que le sucede ahora. El médico la traerá a un mundo de sus sueños que ya no están. Hay una cuestión de identidad también: los dos hermanos en la intimidad pueden ser ellos mismos, pero se alteran por esas convenciones que organiza su propio hotel.
–Su personaje transmite un enorme placer...
–Tuvimos un rodaje muy alegre, me parece que esta vez hubo un nivel de entrega mucho mayor. Con Lucrecia Martel tenemos vínculos y códigos sobre los que coincidimos, pero es posible que esta vez tuviésemos una comunicación más clara que en La ciénaga. La ópera prima siempre tiene un vértigo fuerte. Esta vez estábamos más relajados. Hay decisiones centrales que se toman antes de comenzar, pero después hubo menos cabeza y más entrega corporal. Disfrutamos mucho lo que estábamos haciendo.
–¿Qué le sugería el lugar donde se filmó, ese hotel de Rosario de la Frontera en Salta, cerca del lugar de La ciénaga?
–Hay muchas cosas que nos unen a las dos con esta historia. Ese paraíso de la infancia, esos recuerdos tan fuertes... Creo que la niñez de ambas se imprimió de universos parecidos.
–¿Encuentra paralelos con Concarán, donde usted creció en San Luis?
–Mi familia no está más allá, voy sólo cuando quiero ir. No tengo motivos para ir al pueblo, pero lo visito cada tanto. Uno se encuentra en esos lugares con los paraísos de la infancia. A la vez hay una cosa muy contradictoria: de apego, por una parte, pero al mismo tiempo de saber que lo que querés vivir ya no existe más, entonces uno quiere irse rápido, volver a su lugar, a su entorno.
–¿Cómo vio la película?
–La vi una sola vez y mientras pasaba la proyección iba cambiando de sensaciones: pensaba que la vida es fácil, que es terrible, que es un infierno, que es maravillosa. Es lo que nos pasa a todos, a veces andamos livianos y otras tenemos el globo terráqueo sobre nuestras espaldas.
–¿Podríamos decir que tiene el antifinal del cine de Hollywood?
–Está librado a la imaginación, a la posibilidad de crear. El final de La niña santa nos pide una tensión especial, pero a la vez te despreocupa del relato. No tomarse la atribución de contarlo todo es tener una estima muy alta por el espectador.

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