CONTRATAPA
Guadañazos: Contame tu condena
Por Juan Sasturain
“La muerte, ese gran tema desaprovechado”, escribió Oesterheld cuando miró atrás sin bajarse de El Eternauta y quiso explicar(se) qué lo había movido, entre otras cosas, a escribir lo después dibujado. Lugar común la muerte, tituló Tomás Eloy Martínez su libro mejor, su antología de grandes en tránsito al Otro Lado. Y la locuaz Scherezada, esa viva, sabía lo que hacía y decía, supo hacer esperar a la Huesuda en la puerta y en el filo de la cimitarra y de la cama, mientras (porque) no paraba de inventar. Parece que se trata de contar el cuento, mientras podamos; una consigna literal y metafórica, una avivada, un salto oportuno ante el guadañazo. Los tripulantes de la Muerte han dejado una historia en cada puerto.
Por ejemplo, es probable que muy pocos recuerden o sepan quién fue Charles T. Wooldridge. Para la mayoría de nosotros no deja de ser –hoy y para siempre– apenas un nombre transcripto en cuerpo menor en el acápite, la dedicatoria de la extraordinaria Balada de la cárcel de Reading con que Oscar Wilde intentó saldar poéticas cuentas con una vida que ya no le cerraría. Escribió textualmente el desventurado irlandés, más pálido de sombra que nunca en el postrero exilio continental: “In memoriam Charles T. Wooldridge, antiguo soldado de la Guardia Real de Caballería, ejecutado en la Cárcel de Reading (Berkshire) el día 7 de julio de 1896”. Porque el penoso Wooldridge, inmortalizado sin aviso ni permiso por un Wilde tardío y malherido de injusticias era un condenado a muerte. Un ahorcado, más precisamente, tal como se estilaba entonces y desde los tiempos de François Villón y otros baladistas sensibles al peso de la pena por suspenso.
Pero Charles Wooldridge, el que “ya no tenía su guerrera escarlata”, como dicen los primeros versos de la Balada, no era un ahorcado cualquiera. Al menos para Wilde, ocasional compañero de prisión por esos años. Charles Wooldridge fue condenado a la horca por el asesinato de su amada esposa– “... y sangre y vino había sobre sus manos cuando lo encontraron con la muerta, la pobre mujer muerta que amaba y que había matado en su lecho”– y el caso y la agonía del soldado le sugirieron a Wilde el leit motiv recurrente de toda la balada, cristalizado en el epigrama perturbador: todos los hombres matan lo que aman. Nada menos. En la economía moral de Wilde, que había visto y sentido cómo se destruía una vida (la suya), el crimen y el castigo tenían la misma dimensión desaforada, el condenado encarnaba dos formas de salirse de la humanidad.
Para definir a los condenados –como lo apunta el castigado Oscar desde el arranque– sólo cabe y basta con señalar una fecha: la de su muerte. Es el momento en que la sentencia se cumple y dejan de ser (estar) condenados, recuperan su plena humanidad. Porque un condenado (a muerte) no es un hombre que va a morir –todos lo somos–; ni siquiera alguien que sabe que va a morir –todos los sabemos–; sino un hombre que deja de serlo desde el momento en que sabe cuándo va a morir. La condena no es un hecho –morir– sino un saber: cuándo. Toda la humanidad se sostiene en ese no saber.
Del mismo modo, es una condena la certeza de los inmortales del cuento borgeano: saben que nunca morirán. La inmortalidad, el amor y la felicidad –sortijas, zanahorias, sueños de plenitud– sólo existen y “sirven” para vivir en tanto dudosa y preciada aspiración, jamás como certeza. Por eso el pecado mayor es matar lo que se ama: no ser feliz, bah.
Así, el condenado a muerte es como todos los hombres –un espejo de lo que seremos– pero a su vez es otra cosa, un hombre modificado por un saber terminal. Es un diferente, pasa a estar en otra dimensión y por esodespierta una soberana curiosidad que incluye cierto respeto y concesión de tregua ante la revelación de un misterio que es personal, íntimo, la circunstancia que nos espera a todos sin puesta en escena ni disposición escenográfica: qué siente un hombre cuando sabe que va a morir a plazo fijo. Hay algo de experimental, de prueba de laboratorio, en que alguien se entregue a representar para la observación común y el análisis de sus semejantes, el acto de morir y sus instancias previas. De ahí todas las franquicias y simbólicas concesiones para el condenado: la equívoca última voluntad, el cigarrillo al fusilado, esas cosas. Un cuento de Bierce, una historieta de Oesterheld-Breccia y todo el destino oculto o manifiesto del patético Benjamín Otárola en manos de Acevedo Bandeira en el maravilloso El muerto glosan –de un modo u otro– esa circunstancia.