SOCIEDAD › INVESTIGAN LA SOSPECHOSA MUERTE DE UN POLICIA EN SANTA FE
Testigo en peligro, testigo muerto
Un policía rural que intervino en un operativo antinarcos era el principal testigo del caso. Tuvo un extraño suicidio al día siguiente de que un conjuez de Reconquista liberara al sospechoso. El juez de la causa está acusado ante el Consejo de la Magistratura.
Por Daniel Enz
Una investigación sobre la muerte de un policía santafesino podría derivar en un escándalo que, como una hidra, amenaza con tener varias cabezas. Para la Justicia santafesina, el agente Claudio Capdevilla, presa de una profunda decepción amorosa, se suicidó pegándose un tiro en la sien izquierda. Pero se trata de uno de esos suicidios que huelen a desprolijidad ajena. El 17 de marzo pasado, Aldo Ferrero fue detenido por Capdevilla, según el policía, con 154 kilos en su camioneta. Capdevilla se transformó en el principal testigo del caso. Pero el 5 de agosto, Ferrero fue excarcelado. No pasó un día, y el policía apareció muerto. Volcó en la ruta, pero se sabe que no se mató en ese momento porque pidió ayuda por su celular. Fue un vuelco limpio: cuando lo encontraron, salvo el hueco de la bala en su cabeza, no mostraba ningún rasguño. Como buen diestro, Capdevilla tenía en su mano hábil el teléfono. En la izquierda, estaba el arma reglamentaria. El brazo de la ley es largo: el disparo se realizó a 15 centímetros. El caso, además, encierra otras curiosidades: un conjuez es además abogado del imputado, y el juez tiene una denuncia ya avanzada en el Consejo de la Magistratura. En fin, la hidra está. No se sabe si el Hércules.
La historia tiene origen el 17 de marzo pasado. Ese día, Capdevilla, de 30 años y agente de la guardia rural Los Pumas, persiguió una camioneta que intentaba eludir el control policial, en la zona de San Cristóbal, al centro de Santa Fe. Según declaró luego el agente, en la camioneta viajaban Aldo Ferrero y tres bolsas de maíz, que no era maíz sino 154 kilos de marihuana distribuida en prolijos panes. Las bolsas estaban colocadas en la parte trasera, a simple vista. Según testimonió luego Capdevilla, Ferrero le ofreció hacer un llamado y conseguir “la plata que quieran. Para vos y tus compañeros”.
El detenido terminó en la unidad carcelaria de Vera, a mitad de camino entre San Cristóbal y Reconquista. Y su causa recayó en el juzgado federal de esta última ciudad, a cargo de Eduardo Fariz. Dueño, entre otras cosas, de una serie de cuestionamientos y acusaciones que avanzan por los andariveles del Consejo de la Magistratura. El expediente no es un modelo de prolijidad jurídica. Ya en los primeros pasos de la investigación, Capdevilla se presentó en el juzgado pero en lugar de Fariz, en el despacho del juez se encontraba con otra persona. “Soy el conjuez de esta causa”, le dijo y escuchó lo que traía el policía. Se llamaba Ricardo Degoumois. Días después, Degoumois se presentaba como defensor del mismo Ferrero, en la misma causa que lo había tenido como administrador de la balanza.
A Capdevilla lo citaron a declarar en tres ocasiones; la última consistió en un careo con el detenido. Para esos días, según relataron compañeros de patrulla, el principal testigo del caso se mostraba molesto porque se sentía presionado por el juzgado.
Tratándose de una zona de importante paso y acarreo de drogas, es inevitable que el único juzgado federal de Reconquista concentre cantidades de pesados expedientes. En ese marco, a principios de agosto el juez Fariz tomó una licencia médica por una previsible lumbalgia. Fue el viernes 5 de agosto que el abogado Hugo Rebechi, con la toga de conjuez en reemplazo de Fariz, decidió atender el pedido del ex conjuez y actual defensor Degoumois, y excarcelar a Ferrero.
Ese mismo día, Capdevilla participaba de un operativo de control en la localidad de Arrufó, en el cruce de la 39 provincial y la 34 nacional. Desde su celular habló con su padre, al que prometió visitaría al día siguiente. “Yo me encargo del asado”, le dijo. Desde el mismo celular mandó un mensaje de texto a su hermana, para avisarle que también la visitaría.
Alrededor de la 1.30 de la madrugada del sábado 6, Capdevilla abandonó el control para iniciar su día franco. Volvió a San Guillermo, a 30 kilómetros de allí, fue al destacamento, tomó una ducha y partió en la camioneta policial, pasó un rato por el bar Axis, después por un boliche bailable donde se encontraban unos compañeros haciendo adicionales. Uno de ellos, de apellido Trejo, le pidió que lo acercara hasta Arrufó. Capdevilla recorrió de vuelta los 30 kilómetros, dejó a Trejo en la comisaría, sin novedad, y emprendió su último viaje. Unos 20 kilómetros más allá, en dirección a San Guillermo y a la altura de Villa Trinidad, la 39 hace una curva pronunciada y gira hacia abajo, y la recta anterior continúa en un camino de ripio denominado 39S. No se sabe qué fue lo que provocó el vuelco. Lo cierto es que, según las huellas, la camioneta de Capdevilla derrapó, chocó contra un poste de alambrado y volcó, quedando con sus cuatro ruedas para arriba. Según una versión, no fue ése el final porque el policía pudo llamar desde su celular a la casa de la abuela de su mejor amigo en Vera. No encontró a nadie pero el número quedó marcado en su celular.
Podría ponerse en duda que el llamado haya sido después. Incluso podría pensarse que el vuelco se produjo a consecuencia de conducir mientras hablaba. Dos datos parecen imposibilitar esta hipótesis: el primero es que en semejante vuelco no habría conservado el celular en la mano. El segundo, más difícil de discutir, es que no fue un accidente geográfico lo que provocó su muerte: Capdevilla chocó contra una bala. Tenía el cuerpo medio fuera del vehículo. Tal vez haya intentado salir de la camioneta cuando lo sorprendieron. En su mano derecha tenía el celular, lo que se corresponde con su intención de hablar. En su mano izquierda tenía su arma, lo que no se corresponde con alguna intención de disparar ya que no era zurdo. El disparo, según la autopsia, se realizó a no menos de 15 centímetros de distancia, cuando en los suicidios el caño se apoya contra la sien. En términos periciales esa distancia confirma que fue una mano la que disparó, pero una mano ajena.
Tanta duda y tanto espacio vacío para llenar con hipótesis está abierto porque, en realidad, el juez de San Cristóbal, Aldo Precerutti, no investiga el caso porque nadie investiga cuando se caratula como suicidio.