EL MUNDO › OPINION
El 29-A vs. el 11-S
Por Claudio Uriarte
El huracán Katrina es el anti 11-S: mientras el 11-S mostró la crueldad de los enemigos de Estados Unidos con los estadounidenses corrientes, las secuelas del 29-A mostraron la crueldad de los estadounidenses consigo mismos. Pero no se trató solamente de la crueldad (o la indiferencia, que en este caso sería lo mismo) de George W. Bush, y sus clases dominantes, hacia los pobres de Nueva Orleans, sino de la crueldad (o, si se prefiere, el grado de fragmentación social) que esos pobres reprodujeron entre sí mismos, en las escenas de asesinatos, violaciones y rupturas de las mínimas cadenas de solidaridad que tuvieron lugar en el centro de deportes Astrodome, convertido en campo de refugiados, de la ciudad. Por ambas razones, Estados Unidos amanece a un mundo nuevo, con una imagen aún más desacreditada que la que salió de los abusos a prisioneros en la prisión iraquí de Abu Ghraib: después de todo –dirá la razón convencional– ésos eran iraquíes.
Desde luego, esto no importa demasiado, salvo que se traduzca en términos de política doméstica. Es decir: Estados Unidos sigue teniendo el suficiente poder para que no le importe lo que el mundo piense de él; lo que importa es qué es lo que los ciudadanos estadounidenses (y, en una escala privilegiada, sus parlamentarios, jefes políticos y formadores de opinión pública) piensen de su gobierno. Por eso, Bush, Donald Rumsfeld, Richard Myers, Condoleezza Rice y Michael Chertoff (entre otros) se han embarcado en una frenética campaña de salvataje contra los mismos daños que podrían haberse evitado fácilmente si sólo el presidente hubiera aterrizado en la región afectada unos días antes. En este acto de omisión, parece haber prevalecido, más que un racismo exterminador, la indiferencia que se emana de un racismo laissez-faire: las cosas son así; qué le vamos a hacer. Por ese medio, la fractura social (o racial, según se prefiera) quedó expuesta de modo más brutal que por cualquier acto de violencia.
El espectáculo de la cúpula estadounidense ignorando el sufrimiento de los estadounidenses más pobres, y de los estadounidenses más pobres fagocitándose a sí mismos, puede o no alentar un “debate nacional” sobre la postergación, la tributación regresiva o la guerra en Irak. Pero, ¿sigue siendo posible un debate nacional en un Estados Unidos tan fragmentado, no sólo entre ricos y pobres sino entre líneas ideológicas? Las últimas veces que se lo intentó fueron monólogos cacofónicos entre campos opuestos. No es seguro que esta vez no sea lo mismo.